La parábola del sembrador. En Corazín con el nuevo discípulo Elías
Jesús – mostrándome el curso del Jordán, o mejor, la desembocadura del Jordán en el lago de Tiberíades, en el lugar en que se extiende la ciudad de Betsaida en la orilla derecha del río respecto a quien mira al norte – me dice:
-Ahora la ciudad ya no parece en las orillas del lago, sino un poco más hacia el interior. Esto desconcierta a los estudiosos. La explicación se debe buscar en el espacio cedido por el lago, por esta parte, al terreno seco, debido a veinte siglos en que el río ha ido depositando tierra suelta, y también a aluviones y desprendimientos de tierra de las colinas de Betsaida. En aquel tiempo la ciudad estaba justamente en la desembocadura del río en el lago; es más, las barcas más pequeñas, en las estaciones más ricas en aguas, remontaban un buen trecho del río, casi hasta la altura de Corazín; las orillas del río servían siempre como embarcadero y lugar protegido para las barcas de Betsaida en los días de borrasca en el lago. Esto no te lo digo por ti, que poco te importa, sino por los doctores difíciles. Y ahora continúa.
Las barcas de los apóstoles, recorrido el breve trecho de lago que separa Cafarnaúm de Betsaida, echan amarras en esta ciudad. Pero otras barcas las han seguido y muchos bajan de ellas para unirse enseguida a los de Betsaida que han venido a saludar al Maestro. Jesús está entrando ahora en la casa de Pedro en la que… está de jefe su mujer, la cual supongo que ha preferido la soledad antes que vivir entre las continuas quejas de su madre contra su marido.
Afuera reclaman al Maestro a voces, lo cual inquieta no poco a Pedro, que sube a la terraza y con tono autoritario se dirige a la gente, de la ciudad o no, diciendo que se requiere respeto y educación (quisiera, en efecto, poder gozar un poco de la presencia del Maestro, en paz, ahora que lo tiene en su casa, y, sin embargo, no tiene el tiempo ni la satisfacción de ofrecerle ni siquiera un poco de agua y miel, entre las muchas cosas que ha dicho a su mujer que traiga), y se muestra enfadado.
Jesús lo mira, sonriente, y menea la cabeza diciendo:
-¡Parece como si no me vieras nunca y que estemos juntos de casualidad!
-¡Pues si es así! Cuando estamos por el mundo, ¿estamos, acaso, yo y Tú? ¡Ni soñarlo! Entre Tú y yo está el mundo, con sus enfermos, sus afligidos, sus oyentes, sus curiosos, sus calumniadores, sus enemigos, y no estamos nunca yo y Tú. Aquí, sin embargo, Tú estás con-migo, en mi casa, ¡y deberían comprenderlo!
Está verdaderamente alterado.
-No veo la diferencia, Simón. Mi amor es igual, mi palabra es la misma; ¿no es lo mismo que te la diga en privado o que la diga para todos?
Pedro entonces confiesa su gran pesar:
-Es que soy cerrado de mollera, y me distraigo con facilidad. Cuando hablas en una plaza, en un monte, en medio de una muchedumbre, no sé por qué, comprendo todo, pero luego no recuerdo nada. Se lo he dicho también a los compañeros y me han dado razón. La otra gente – me refiero al pueblo que te escucha – te comprende y luego se acuerda de lo que has dicho. ¡Cuántas veces hemos oído confesar a uno: «No he vuelto a hacer esto porque Tú lo has dicho», o: «He venido porque una vez te oí decir esta otra cosa y se me quedó grabado en el pensamiento». Sin embargo, nuestro caso… ¡ay!, ¡ay!, es como un curso de agua que pasa sin detenerse: la orilla ya no tiene esa agua que ha pasado. Viene otra, sí, continuamente, y mucha, pero sigue pasando, sigue pasando… Yo pienso, con gran temor, que, si es como dices, llegará el momento en que Tú ya no podrás seguir haciendo de río y… y yo… ¿Qué le voy a poder dar a quien tenga sed, si no conservo ni una gota de lo mucho que me das?
También los otros apoyan las quejas de Pedro, lamentándose de no encontrar nunca nada de lo que escuchan, cuando querrían encontrarlo para responder a los muchos que los preguntan.
Jesús sonríe y responde:
-No creo que sea así. La gente está muy contenta también de vosotros…
-¡Sí, claro, para lo que hacemos!… Abrirte paso dando codazos, llevar a los enfermos, recoger las dádivas y decir: «¡Sí, sí, aquél es el Maestro!». ¡Pues vaya una cosa, ¿no?!
-No te rebajes demasiado, Simón.
-No me estoy rebajando, es que me conozco.
-Es la más difícil de las sabidurías. De todas formas, quiero quitarte este gran miedo. Las veces que hable y veáis que no habéis podido comprender y retener todo, preguntadme, sin miedo a parecer latosos o a desanimarme. Siempre tenemos algunas horas de intimidad; abridme en esos momentos vuestro corazón. Yo doy mucho a muchos, ¡qué no os daría a vosotros, a
quienes amo con un amor que Dios no podría superar? Has hablado de la ola que va sin dejar rastro en la orilla. Llegará un día en que te darás cuenta de que cada una de las olas ha depositado en ti una semilla, y que cada una de las semillas ha producido una planta, y verás ante ti flores y árboles para todos los casos, te asombrarás de ti mismo, de lo que el Señor ha hecho contigo, porque entonces estarás redimido de la esclavitud del pecado y tus virtudes actuales habrán adquirido muy alta perfección.
-Si Tú lo dices, Señor, descanso en estas palabras tuyas.
-Ahora vamos con los que nos están esperando. Venid. Recibe la paz; mujer. Esta noche seré tu huésped.
Salen. Jesús va hacia el lago para evitar la compresión de la muchedumbre. Pedro, diligentemente, separa la barca de la orilla unos pocos metros, de modo que la voz de Jesús sea oída por todos y que haya un espacio entre el auditorio y Él.
-De Cafarnaúm a aquí he venido pensando qué podría deciros. La indicación la he encontrado en los hechos sucedidos esta mañana. Habéis visto a tres hombres que se han acercado a mí. Uno, espontáneamente, otro porque lo he llamado, el tercero por un entusiasmo repentino. Habéis podido ver también cómo de estos tres he tomado sólo a dos. ¿Por qué? ¿Será porque he visto en el tercero a un traidor? No, ciertamente no; lo que he visto en él ha sido una persona no preparada. A simple vista parecía menos preparado éste hombre que ahora está a mi lado, este hombre que iba a enterrar a su padre. Sin embargo, el menos preparado era el tercero. Éste estaba tan preparado – aún sin saberlo – que ha sabido realizar un sacrificio verdaderamente heroico.
Seguir a Dios con heroísmo es siempre prueba de una fuerte preparación espiritual. Esto explica ciertos hechos sorprendentes que se producen en torno a mí. Los que están más preparados para recibir al Cristo – cualesquiera que sean su casta o su cultura – vienen a mí con prontitud y fe absolutas. Los menos preparados me observan como a un hombre que se sale de lo habitual, o me estudian con desconfianza y curiosidad, o incluso me atacan y desacreditan acusándome de varias formas. Las distintas formas de actuar son proporcionales a la falta de preparación de los espíritus.
En el pueblo elegido deberían encontrarse por todas partes espíritus preparados para recibir a este Mesías en cuya espera se consumieron de ansiedad los Patriarcas y los Profetas; a este Mesías que por fin ha venido, precedido y acompañado por todos los signos profetizados; a este Mesías cuya figura espiritual se delinea cada vez más clara a través de los milagros visibles, en los cuerpos y en los elementos, y de los milagros invisibles en las conciencias que se convierten, y en los gentiles que se vuelven al Dios verdadero. Y, sin embargo, no es así. Precisamente en los hijos de este pueblo la prontitud para seguir al Mesías se ve fuertemente obstaculizada, y, además, aunque duela decirlo, a medida que se sube a las clases más altas, más obstaculizada está. No lo digo para escandalizaros, sino para induciros a orar y a reflexionar.
¿Por qué sucede esto? ¿Por qué gentiles y pecadores avanzan más por mi camino?, ¿por qué acogen lo que Yo digo, y los otros no? Porque los hijos de Israel están anclados; es más, incrustados como madreperlas al banco en que nacieran. Porque están saturados, henchidos de su sabiduría, que los ha engordado, y no saben abrir camino a la mía desprendiéndose de lo superfluo para hacer espacio a lo necesario. Los otros no padecen esta esclavitud: son pobres paganos, o pobres pecadores, desancorados como naves a la deriva; son pobres, que no tienen tesoros propios, sino que sólo poseen fardos de errores y pecados de los que se desprenden con gozo en cuanto logran comprender la Buena Nueva y prueban su dulzura corroborante, bien distinta del desagradable revoltijo de sus pecados.
Escuchad, y quizás entenderéis mejor cómo de una misma acción pueden surgir diversos frutos.
Salió un sembrador a sembrar. Sus tierras eran muchas y de distintos tipos. Algunas de ellas las había heredado de su padre; en éstas, su falta de atención había permitido la proliferación de plantas espinosas. Otras eran adquiridas; las había comprado a una persona descuidada y las había dejado como estaban. Otras estaban atravesadas por caminos, porque el hombre era un comodón y no quería hacer mucho recorrido para ir de un lugar a otro. En fin, había algunas, las más cercanas a la casa, que había cuidado, para que el aspecto de delante de su casa fuera agradable; éstas tierras estaban bien limpias de cantos, de espinos, de malas hierbas, etc.
Pues bien, el hombre cogió su saquito de trigo de simiente, el de mejor calidad, y empezó a sembrar. La simiente cayó en el terreno bueno, esponjoso, arado, limpio, abonado, de las tierras cercanas a la casa. Cayó en las tierras cortadas por esos caminos más o menos anchos que las fragmentaban hasta la saciedad y que, además, eran fuente de despreciable polvo árido para la tierra fértil. Otras semillas cayeron en las tierras en que la ineptitud del hombre había dejado proliferar los espinos; el arado, ahora, los había arrastrado a su paso y parecía que ya no hubiera, pero seguían estando, porque sólo el fuego, la radical destrucción de las malas plantas, les impide volver a nacer. La última semilla cayó en los campos comprados poco antes, en esos campos que el sembrador había dejado como estaban cuando los adquirió, sin roturarlos profundamente, sin levantar todas las piedras que estaban hundidas en la tierra y que formaban un pavimento duro en que no podían prender las tiernas raíces. Una vez esparcida por los campos toda la simiente, volvió a su casa y dijo: «¡Bien!, ¡bien!, ahora no hay sino que esperar a la cosecha».
Y se regocijaba al ver con el paso de los meses, primero germinar bien espeso el trigo en las tierras que estaban delante de su casa, luego crecer – ¡oh, qué suave alfombra! – y producir espiga – ¡qué mar! – y dorarse y cantar su hosanna al sol entrechocándose las espigas. El hombre decía: «Como estas tierras serán todas las demás. Preparemos la hoz y los graneros. ¡Cuánto pan! ¡Cuánto oro!», y exultaba de gozo. Segó el trigo de las parcelas más cercanas y luego pasó a las tierras que había heredado de su padre y que había dejado abandonadas. A1 verlas se quedó de piedra. Mucho trigo había nacido, porque eran buenas parcelas, y la tierra, bonificada por su padre, era rica y fértil. Pero esta misma fertilidad había actuado en las plantas espinosas – arrastradas por el arado pero aún vivas -, que habían renacido creando un verdadero techo de híspidos ramajes de espinos, a cuyo través sólo algunas escasas espigas de trigo habían podido emerger, con lo cual casi todo había quedado ahogado.
El hombre dijo: «Con estas parcelas he sido negligente, pero en otras no había espinos; irá mejor la cosa». Y pasó a las tierras que había comprado recientemente. Su estupor pasó a ser dolor: delgadas hojas de trigo, ya resecas, yacían, como heno seco, diseminadas por todas partes. Heno seco. «¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible!», se lamentaba el hombre. «¡Pues si aquí
no hay espinos y el trigo era el mismo! Y había nacido bien compacto y hermoso: se ve por las hojas, bien formadas y numerosas. ¿Por qué, entonces, todo ha muerto sin formar espiga?». Y, con dolor, se puso a excavar en el suelo para ver si encontraba nidos de topos u otros flagelos. No había ni insectos ni roedores. ¡Ah, pero, cuántas piedras, cuántas piedras! Estas parcelas estaban, literalmente hablando, pavimentadas con lascas de piedra; era engañosa la poca tierra que las cubría. ¡Ah, si hubiera hincado profundamente el arado a su debido tiempo! ¡Ah, si hubiera excavado antes de aceptar esas tierras y comprarlas como buenas! ¡Ah, si, al menos, una vez cometido el error de adquirir lo que se le ofrecía sin asegurarse de su calidad, lo hubiera bonificado a fuerza de brazos! Pero ya era demasiado tarde. Inútil plañirse.
El hombre se enderezó, desanimado, y fue a ver los campos cortados por los caminos que él mismo, buscando la comodidad, había trazado… Y se rasgó las vestiduras del dolor. Aquí no había nada, absolutamente nada. La tierra oscura del campo estaba cubierta por un leve estrato de polvo blanco. El hombre se desplomó gimiendo: «Pero aquí, ¿por qué? Aquí no hay ni espinos ni piedras, porque estos campos son nuestros; mi abuelo, mi padre, yo, los hemos tenido siempre y durante muchos lustros los hemos hecho producir y han sido fértiles. Yo he abierto los caminos; habré quitado espacio a las parcelas, pero ello no puede haberlas hecho tan improductivas…». Estaba llorando cuando un nutrido conjunto de pájaros, que con frenesí se lanzaban de los senderos a la tierra de labor y de ésta a los senderos, para buscar, buscar, buscar semillas, semillas, semillas… le dieron la respuesta a su dolor: esta tierra se había convertido en una red de caminos, a cuyos bordes habían ido a parar granos de trigo, atrayendo así a muchos pájaros, los cuales primero se habían comido los granos que habían caído en el camino y luego lo que había caído dentro, hasta el último grano.
De esta forma, la simiente, igual para todas las parcelas, había producido, en unas, cien, en otras, sesenta o treinta o nada. El que tenga oídos para oír que oiga. La semilla es la Palabra, que es igual para todos; los lugares donde cae la simiente son vuestros corazones. Que cada cual lo aplique y lo comprenda. La paz sea con vosotros.
Luego, volviéndose a Pedro, dice:
-Remonta el río hasta donde te sea posible y amarra al otro lado.
Y mientras las dos barcas recorren un corto trecho por el río para luego detenerse junto a la orilla, Jesús se sienta y le pregunta al nuevo discípulo:
-¿Quién queda ahora en tu casa?
-Mi madre con mi hermano mayor, que está casado desde hace cinco años. Mis hermanas están en distintos puntos de esta región. Mi padre era muy bueno. Mi madre lo llora desconsoladamente.
El joven calla bruscamente al sentir que un sollozo le sube del corazón. Jesús lo agarra de una mano y dice: -Yo también he experimentado este dolor y he visto llorar a mi Madre. Por tanto, te comprendo…
El fondo restriega contra el guijarral. Ello hace que la conversación se interrumpa, para permitir bajar de la barca. Ya no se ven las bajas colinas de Betsaida que casi se introducen en el lago; aquí hay una llanura rica en gramíneas que se extiende desde esta orilla, opuesta a Betsaida, hacia el Norte.
-¿Vamos a Merón? – pregunta Pedro.
-No. Cogemos este sendero que va por entre las tierras.
Los campos, hermosos y bien cuidados, muestran las espigas aún tiernas pero ya formadas. Todas a la misma altura y cimbreándose levemente por el viento fresco que viene del norte, parecen otro lago, pequeño, en que las velas son los árboles que esporádicamente se yerguen, llenos de trinos de pájaros.
-Estos campos no son como los de la parábola – observa el primo Santiago.
-¡No, sin duda! No han sido devastados por los pájaros, ni hay espinos ni piedras. ¡Hermoso trigo! Dentro de un mes ya estará dorado… y dentro de dos estará maduro para la hoz y el granero – dice Judas Iscariote.
-Maestro… Te recuerdo lo que has dicho en mi casa. Has hablado muy bien, pero yo empiezo ya a tener en la cabeza nubes desmadejadas como ésas del cielo… – dice Pedro.
-Esta noche te lo explicaré. Ahora tenemos ante nuestros ojos a Corazín.
Y Jesús mira fijamente al neodiscípulo diciendo: «A quien tiene se le da. El hecho de recibir no quita el mérito a la ofrenda. Llévame a vuestro sepulcro y a casa de tu madre.
El joven se arrodilla y besa entre lágrimas la mano de Jesús.
-Levántate. Vamos. Mi espíritu ha oído tu llanto. Quiero fortalecerte en el heroísmo con mi amor.
-Isaac el Adulto me había hablado de tu gran bondad. ¿Sabes qué Isaac, no? Aquel al que le curaste la hija. Ha sido el apóstol para mí. Pero veo que tu bondad es aún mayor de cuanto me habían referido.
-Iremos a saludar también al Adulto para darle las gracias por haberme dado un discípulo.
Llegan a Corazín. La primera casa es precisamente la de Isaac. El anciano, que está volviendo a casa, cuando ve al grupo de Jesús con los suyos, y entre ellos al joven de Corazín, levanta los brazos con su bastoncito en la mano. Se queda sin respiración, a boca abierta. Jesús sonríe y su sonrisa devuelve la voz al anciano.
-¡Dios te bendiga, Maestro! ¿A qué se debe este honor?
-Para decirte «gracias».
-¿Por qué motivo, Dios mío? Soy yo quien debe decirte esta palabra. Pasa, pasa. ¿Qué pena que mi hija esté lejos asistiendo a su suegra! Porque se ha casado, ¿sabes? Toda suerte de bendiciones tras el encuentro mío contigo. Ella, curada; inmediatamente después, ese rico pariente, que regresaba de lejos, viudo, con unos pequeñuelos necesitados de una madre… ¡Bueno, pero si ya te he contado estas cosas! ¡Mi cabeza es anciana también! Perdona.
-Tu cabeza es sabia, se olvida además de gloriarse del bien que hace por su Maestro. Olvidarse del bien realizado es sabiduría; demuestra humildad y confianza en Dios.
-Bueno… yo… no sabría…
-¿Acaso no tengo este discípulo por ti?
-Bueno, no he hecho nada; sólo, decir la verdad… Me alegro de que Elías esté contigo.
Y se vuelve hacia Elías y dice:
-Tu madre, pasado el primer momento de estupor, vio enjugado su llanto al saber que eras del Maestro. Tu padre tuvo un digno duelo. Se le ha enterrado hace poco.
-¿Y mi hermano?
-Guarda silencio… Ya sabes… Le ha sido un poco duro el no verte… Por el pueblo… Piensa todavía así… El joven se vuelve hacia Jesús:
-Es lo que dijiste. Pero no quiero que esté muerto… Haz que venga a la vida como yo, y a tu servicio.
Los otros no entienden y miran con ademán de pregunta a Jesús, quien sólo responde:
-No pierdas la esperanza y persevera.
Luego bendice a Isaac y se marcha, a pesar de todas las presiones en contra. Se detienen primero a orar junto a la tumba cerrada. Luego, atravesando un majuelo aún semideshojado, se dirigen a la casa de Elías. El encuentro entre los dos hermanos es más bien circunspecto: el mayor se siente ofendido y lo quiere poner de manifiesto; el menor se siente humanamente culpable y no reacciona. Pero cuando aparece la madre – la cual, sin mediar palabra, se postra y besa el extremo del vestido de Jesús – el ambiente y los ánimos se calman; tanto, que quieren hacer los honores al Maestro.
Pero Jesús no acepta nada, limitándose a decir:
-Sean justos vuestros corazones recíprocamente, como justo era el hombre al que
lloráis. No deis impronta humana a lo sobrehumano: la muerte y la elección para una misión. El alma del justo no ha sufrido turbación al ver la ausencia del hijo en el entierro de su cadáver; es más, la seguridad sobre el futuro de su Elías le ha dado paz. No turbe el pensamiento del mundo la gracia de la elección. Si el mundo se ha podido quedar sorprendido al no ver a éste junto al féretro paterno, los ángeles han exultado al verlo al lado del Mesías. Sed justos. Y a ti, madre, que esto te consuele; has educado sabiamente y tu hijo ha sido llamado por la Sabiduría. Os bendigo a todos. La paz os acompañe ahora y siempre.
Vuelven al camino que los ha de llevar al río y después a Betsaida. El hombre, Elías, no ha perdido ni un instante en el umbral de la casa paterna; tras el beso de despedida a su madre ha seguido al Maestro con la sencillez con que un niño sigue a su verdadero padre.