La curación del siervo del centurión
Jesús entra en Cafarnaúm. Viene de los campos. Le acompañan sólo los doce; es más, los once, porque Juan no está. Se producen los consabidos saludos de la gente: una gama muy variada de expresiones (desde los sencillísimos saludos de los niños, hasta los de las mujeres, un poco tímidos, o los de quienes han recibido la gracia de un milagro, extáticos, o incluso los curiosos o irónicos: los hay para todos los gustos). Jesús responde a todos según el modo en que es saludado: caricias para los pequeños; bendiciones para las mujeres; sonrisas para los agraciados; respeto profundo para los demás.
Pero esta vez a la serie se une el saludo del centurión del lugar – creo -. Su saludo es:
-¡Salve, Maestro!
Jesús responde con su expresión:
-¡Que Dios vaya a ti!
El romano prosigue:
-Hace varios días que te espero. Si no me reconoces como uno de los que te escuchaban en el Monte es porque estaba vestido de paisano. ¿No me preguntas por qué estaba allí?
Mientras, la gente se ha acercado, curiosa por ver cómo se desarrolla este encuentro.
-No te lo pregunto. ¿Qué quieres de mí?
-La orden recibida es seguir a quienes reúnen en torno a sí a la gente, porque demasiadas veces Roma ha tenido que arrepentirse de haber concedido reuniones aparentemente justas. Pero, viendo y oyendo, he pensado en ti como en… como en… Tengo un siervo que está enfermo, Señor. Yace en su lecho, en mi casa, paralizado a causa de un mal de huesos, y sufre terriblemente. Nuestros médicos no lo curan. He invitado a los vuestros a venir a mi casa, porque estas enfermedades se originan en los aires corrompidos de estas regiones y vosotros las sabéis curar con las hierbas del suelo que produce la fiebre, el suelo de la orilla donde se estancan las aguas antes de ser absorbidas por las arenas del mar; pero se han negado a venir. Me apena porque es un siervo fiel.
-Iré y te lo curaré.
-No, Señor. No te pido tanto. Soy pagano, inmundicia para vosotros. Si los médicos hebreos temen contaminarse por poner pie en mi casa, con mayor razón será contaminadora para ti, que eres divino. No soy digno de que entres en mi casa. Si dices desde aquí una palabra, una sola, mi siervo quedará curado, porque tienes mando sobre todo lo que existe. Si yo – que soy un hombre que depende de muchas autoridades, la primera de las cuales es César (por lo cual tengo que obrar, pensar, actuar como se me dice) – puedo dar órdenes a los soldados que tengo bajo mi mando, de forma que si a uno le digo: «Ve», al otro: «Ven», y al siervo: «Haz esto», el uno va a donde le mando, el otro viene porque lo llamo, el tercero hace lo que le digo, pues Tú, que eres quien eres, serás inmediatamente obedecido por la enfermedad y desaparecerá.
-La enfermedad no es un hombre…- objeta Jesús.
-Tú tampoco eres un hombre, eres el Hombre; puedes, por tanto, imperar sobre los elementos y las fiebres, porque todo está sujeto a tu poder.
Algunas personalidades de Cafarnaúm se llevan un poco aparte a Jesús y le dicen:
-Aunque sea un romano, atiéndelo, porque es un hombre de bien y nos respeta y ayuda. Fíjate que ha sido él quien ha hecho construir nuestra sinagoga; además tiene controlados a sus soldados los sábados para que no nos ultrajen. Concédele, pues, esta gracia por amor a tu ciudad, a fin de que no se sienta defraudado y no se irrite y su amor hacia nosotros se vuelva odio.
Jesús, habiendo escuchado a éstos y al centurión, se vuelve a este último sonriendo y le dice:
-Ve caminando, que ahora voy yo.
Pero el centurión insiste:
-No, Señor. Como he dicho, el hecho de que vinieses a mi casa sería un gran honor, pero no merezco tanto; di sólo una palabra y mi siervo quedará curado.
-Pues así sea. Ve con fe. En este instante la fiebre lo está dejando y la vida está volviendo a sus miembros; haz que también llegue a tu alma la Vida. Ve.
El centurión saluda militarmente, se inclina y se marcha.
Jesús se le queda mirando mientras se marcha, luego se vuelve hacia los presentes y dice:
-En verdad os digo que no he encontrado tanta fe en Israel. Es verdad: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz. Sobre los que habitaban en la oscura región de muerte ha surgido la Luz», y: «El Mesías, alzada su bandera sobre las naciones, las reunirá». ¡Oh, Reino mío, verdaderamente será incontable el número de los que a ti afluyan! Más que todos los camellos y dromedarios de Madián y de Efá, y que los transportadores de oro e incienso de Saba, más que todos los rebaños de Quedar y los carneros de Nebayot, serán los que a ti vayan, y mi corazón se dilatará de júbilo al ver venir a mí a los pueblos del mar y a las potencias de las naciones. Las islas me esperan para adorarme, los hijos de los extranjeros edificarán los muros de mi Iglesia, cuyas puertas siempre estarán abiertas para acoger a los reyes y a las potencias de las naciones y para santificarlos en mí. ¡Lo que Isaías vio se cumplirá! Os digo que muchos vendrán de oriente y occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán arrojados a las tinieblas exteriores; allí habrá llanto y rechinar de dientes.
-¿Estás profetizando que los gentiles estarán al mismo nivel que los hijos de Abraham?
-No al mismo nivel, sino a nivel superior. Que esto os duela sólo por el hecho de que es culpa vuestra. No lo digo Yo, lo dicen los Profetas, y los signos ya lo están confirmando. Ahora que alguno de vosotros vaya a casa del centurión para constatar que el siervo ha sido curado, como lo merecía la fe del romano. Venid. Quizás en la casa hay enfermos que esperan mi llegada.
Y Jesús, con los apóstoles y algún otro – la mayoría se ha lanzado, curiosa y alborotadora, hacia la casa del centurión – se dirige a la casa de siempre, a la casa en que se aloja los días que está en Cafarnaúm.