Durante el descanso sabático, el último discurso de la Montaña: amar la voluntad de Dios
Jesús, durante la noche, subiendo por el monte, se ha alejado bastante. La aurora lo muestra erguido sobre el borde de un despeñadero. Pedro lo ve y se lo indica a sus compañeros. Se encaminan hacia arriba en dirección a Él.
-Maestro – preguntan bastantes de ellos – ¿por qué no has ve-nido con nosotros?
-Necesitaba orar.
-Pero también tienes mucha necesidad de descansar.
-Amigos, durante la noche una voz venida del Cielo pedía oración por los buenos y por los malos, y también por mí
mismo.
-¿Por qué? ¿Es que acaso la necesitas?
-Como los demás. Mi fuerza se nutre de oración; mi alegría, de hacer lo que mi Padre quiere. El Padre me ha dicho dos nombres de personas, y, para mí, un hecho doloroso. Estas tres cosas tienen necesidad de oración.
Jesús está muy triste. Mira a los suyos con una mirada que parece suplicar o querer preguntar algo; se posa en éste o en aquél y, finalmente, en Judas Iscariote, y en él se detiene.
El apóstol lo nota y pregunta:
-¿Por qué me miras así?
-No te veía a ti. Mis ojos contemplaban otra cosa…
-¿Y qué es?…
-La naturaleza del discípulo. Todo el bien y el mal que un discípulo puede dar a su Maestro y hacer por Él. Pensaba en los discípulos de los Profetas y en los de Juan; y en los míos. Y rogaba por Juan, por los discípulos y por mí…
-Esta mañana estás triste y cansado, Maestro. Manifiesta tu pesar a quien te ama.
Es Santiago de Zebedeo el que lo invita a expresarse.
-Sí, dínoslo; que, si se puede hacer algo para aliviártelo, lo haremos – dice Judas Tadeo, el primo de Jesús. Pedro habla con Bartolomé y Felipe, pero no comprendo lo que dicen.
Jesús responde:
-Sed buenos, esforzaos por ser buenos y fieles: ése será mi consuelo. No existe ningún otro, Pedro, ¿comprendes?;
abandona esa sospecha. Queredme. Quereos. No os dejéis seducir por quien me odia. Amad sobre todo la voluntad de Dios.
-¡Sí, pero, si todo viene de ella, también de ella vendrán nuestros errores! – exclama Tomás con aire de filósofo.
-¿Tú crees? No es así. Pero… vamos, que muchos se han despertado ya y están mirando hacia aquí. Vamos a bajar.
Santifiquemos el día santo con la palabra de Dios.
Descienden mientras los que dormían se van despertando en número cada vez mayor. Los niños, alegres como gorrioncillos, ya gorjean corriendo y saltando por los prados, y mojándose de rocío a base de bien; tanto que se ganan algún que otro pescozón, con el correspondiente lloro. Pero luego los niños corren hacia Jesús, que los acaricia, y recupera su sonrisa (como si reflejase en sí esas manifestaciones inocentes de alborozo).
Una niña quiere colgarle del cinturón un ramito de flores que ha cogido de los prados, «porque así es más bonita la túnica», y Jesús se lo consiente a pesar de que los apóstoles refunfuñen; es más, dice:
-¡Alegraos de que me quieran! El rocío se lleva el polvo de las flores, el amor de los niños aleja las tristezas de mi
corazón.
Llegan contemporáneamente donde Jesús, que viene del monte, los peregrinos y el escriba Juan, que viene de su casa acompañado de muchos siervos cargados de canastos de pan, y con aceitunas, quesos pequeños y un corderito – quizás es un cabritillo – ya asado para el Maestro.
Todo lo depositan a los pies de Jesús, el cual se ocupa de repartirlo, dando a cada uno un pan y una tajada de queso con un puñado de aceitunas; llegado el turno de una madre que lleva todavía al pecho a un niñito regordete que ríe con sus dientecitos de leche, le da con el pan un pedazo de cordero asado, y esto lo repite con otros dos o tres que le parecen necesitados de reponer fuerzas en modo especial.
-Es para ti, Maestro – dice el escriba.
-Lo probaré, no lo dudes. Mira, el saber que tu bondad llega a muchos me mejora su sabor.
Termina el reparto. La gente come una parte de su pan y se reserva el resto para otro momento. Jesús bebe un poco de leche. El escriba ha querido servírsela personalmente en una taza valiosa, vertiéndola de una garrafilla que lleva uno de los siervos (es como una pequeña orza).
-Pero tienes que concederme la alegría de poderte escuchar – dice el escriba Juan, a quien ha saludado Hermas con el mismo respeto con que Juan lo ha saludado, y Esteban con más respeto aún.
-No te lo niego. Ven, arrímate aquí – y Jesús se pone junto a la pared del monte. Empieza a hablar.
-La voluntad de Dios nos ha retenido en este lugar porque alargar el camino ya recorrido hubiera sido lesivo contra los preceptos, con el correspondiente escándalo; tal cosa no debe suceder jamás hasta que no se escriba el nuevo Pacto.
Justo es santificar las fiestas y alabar al Señor en los lugares de oración, mas toda la creación puede ser lugar de oración si la criatura sabe convertirla en eso con su elevación hacia el Padre. Lugar de oración fue el Arca de Noé, a la deriva sobre las olas; y el vientre de la ballena de Jonás; lugar de oración fue la casa del Faraón cuando José vivió en ella; y la tienda de Holofernes para la casta Judit. ¿Y no era, acaso, sagrado para el Señor el lugar corrompido en que, esclavo, vivía el profeta
Daniel; sagrado por la santidad de su siervo, que santificaba el lugar, hasta el punto de merecer las altas profecías del Cristo y el Anticristo, clave de estos momentos y de los últimos tiempos? Pues con mayor razón será santo este lugar que, con los colores, los perfumes, la pureza del aire, la riqueza de los cereales, las perlas del rocío, habla de Dios Padre y Creador y dice: «Creo; quered creer vosotros, pues de Dios damos testimonio». Sea, por tanto, la sinagoga de este sábado; leamos en ella las páginas eternas escritas sobre las corolas y las espigas, teniendo como sagrada lámpara el Sol.
He nombrado a Daniel. Os he dicho: «Sea este lugar nuestra sinagoga». Esto trae a la memoria el gozoso «benedicite» de los tres santos jóvenes entre las llamas del horno: «Cielos y aguas, rocío y escarcha, hielos y nieves, fuegos y colores, luces y tinieblas, relámpagos y nubes, montes y colinas, todo vegetal nacido, pájaros, peces, animales todos, alabad y bendecid al Señor, junto con los hombres de humilde y santo corazón». Éste es el resumen de este cántico santo que tanto enseña a los humildes y santos. Podemos orar y merecer el Cielo en cualquier lugar. Lo merecemos cuando hacemos la voluntad del Padre.
Hoy al amanecer se me ha hecho la observación de que, si todo viene de voluntad divina, también ésta quiere los errores de los hombres. Es un error, un error además muy difundido. ¿Puede, acaso, un padre querer que el hijo se haga merecedor de condena? No, no puede. Y, a pesar de ello, vemos en las familias que algunos hijos se hacen tales, incluso teniendo un padre justo que les señala el bien que hay que hacer y el mal que hay que evitar: ninguna persona recta acusará a ese padre de haber estimulado al hijo al mal.
Dios es el Padre, los hombres son los hijos. Dios señala el bien, y dice: «Mira, te pongo en esta circunstancia para tu bien»; o también, cuando el Maligno y los hombres que le sirven procuran desgracias a los hombres, Dios dice: «Mira, en esta hora penosa actúa así, de forma que este mal sirva para eterno bien». Os aconseja, pero no os fuerza. Pues bien, entonces, si uno, aun conociendo lo que sería la voluntad de Dios, prefiere hacer todo lo contrario, ¿se puede decir que tal cosa contraria es voluntad de Dios? No, no se puede.
Amad la voluntad de Dios; amadla más que a la vuestra, y seguidla contra las seducciones y los poderes de las fuerzas del mundo, de la carne y el demonio. También estas cosas tienen su voluntad, mas en verdad os digo que bien infeliz es quien ante ellas se doblega.
Me llamáis Mesías y Señor. Decís que me amáis y me entonáis alabanzas. Me seguís, y tal cosa parece amor. Y, sin embargo, en verdad os digo que no todos de entre vosotros entrarán conmigo en el Reino de los Cielos. Incluso entre mis más próximos y antiguos discípulos habrá quien no entre, porque muchos harán su voluntad, o la de la carne, el mundo y el demonio; no la de mi Padre. No quien me dice: «¡Señor! ¡Señor!» entrará en el Reino de los Cielos, sino aquellos que hacen la voluntad del Padre mío; sólo éstos entrarán en el Reino de Dios.
Llegará un día en que Yo, quien os está hablando, tras haber sido Pastor, seré Juez. No os confiéis ilusamente en mi aspecto actual. Ahora mi cayado congrega a todas las almas dispersas y se muestra dulce para invitaros a venir a los pastos de la Verdad; entonces, el cayado será substituido por el cetro del Juez Rey y muy distinta será mi potencia. Entonces, separaré, no con dulzura sino con justicia inexorable, las ovejas que se alimentaron de Verdad de aquellas otras que mezclaron Verdad y Error o se nutrieron sólo de Error. Una primera vez y luego otra haré esto. ¡Ay de aquellos que entre la primera y la segunda comparecencia ante el Juez no se hayan purgado, no puedan purgarse de los venenos. La tercera categoría no se purgará. Ninguna pena podría purgarla. Ha querido sólo el Error. En el Error permanezca.
Pues en ese momento habrá incluso, entre éstos, quien gima: «¿Cómo es esto, Señor? ¿No hemos profetizado en tu nombre, no hemos arrojado demonios y realizado muchos prodigios en tu nombre?». Pero Yo, en ese momento, muy claramente les diré: «Sí, habéis osado revestiros de mi Nombre para aparecer como no erais; habéis querido hacer pasar por vida en Jesús vuestro satanismo. El fruto de vuestras obras os acusa. ¿Dónde están los salvados por vosotros? ¿Dónde se cumplieron vuestras profecías? ¿A qué llevaron vuestros exorcismos? ¿Quién fue el cómplice de vuestros prodigios? ¡Oh, sí, muy potente es mi Enemigo, pero no está por encima de mí! Os ayudó, sí, para aumentar su botín; por obra vuestra se ensanchó el círculo de los que fueron arrastrados a la herejía. Realizasteis prodigios, sí, incluso aparentemente mayores que los de los verdaderos siervos de Dios, que no son histriones que dejan estupefactas a las muchedumbres, sino que son humildad y obediencia que dejan estupefactos a los ángeles. Mis siervos verdaderos, con sus inmolaciones, no crean fantasmas, sino que los cancelan de los corazones; ellos, mis verdaderos siervos, no se imponen a los hombres, sino que muestran a Dios a los corazones de los hombres; lo único que hacen es cumplir la voluntad del Padre y llevan a otros a cumplirla (de la misma forma que una ola impulsa a la que la precede y atrae a la que la sigue), sin colocarse sobre un trono para decir: `Mirad’. Ellos, mis siervos verdaderos, hacen lo que Yo digo, sin pensar sino en hacerlo, y sus obras llevan ese signo mío de paz inconfundible, de mansedumbre, de orden. Por tanto puedo deciros: éstos son mis siervos; a vosotros no os conozco. Alejaos de mí todos vosotros, obradores de iniquidad».
Esto diré entonces. Tremenda palabra será. Estad atentos a no merecérosla. Id por el camino seguro de la obediencia – aunque sea penoso – hacia la gloria del Reino de los Cielos.
Ahora gozaos vuestro reposo del sábado alabando a Dios con todo vuestro ser. La paz sea con todos vosotros.
Y Jesús bendice a la muchedumbre antes de que ésta se disperse en busca de sombra, hablando en grupos, comentando las palabras oídas.
Con Jesús se quedan los apóstoles y el escriba Juan, que no habla pero medita profundamente, escudriñando todos los gestos de Jesús. Concluye así el ciclo del Monte.