Quinto discurso de la Montaña: el uso de las riquezas; la limosna; la confianza en Dios.
El mismo discurso de la montaña.
La muchedumbre va aumentando a medida que los días pasan. Hay hombres, mujeres, ancianos, niños, ricos, pobres. Sigue estando la pareja Esteban-Hermas, aunque todavía no hayan sido agregados y unidos a los discípulos antiguos capitaneados por Isaac. Está también presente la nueva pareja, constituida ayer, la del anciano y la mujer; están muy adelante, cerca de su Consolador; su aspecto es mucho más relajado que el de ayer. El anciano, como buscando recuperar los muchos meses o años de abandono por parte de su hija, ha puesto su mano rugosa en las rodillas de la mujer, y ella se la acaricia por esa necesidad innata de la mujer, moralmente sana, de ser maternal.
Jesús pasa al lado de ellos para subir al rústico púlpito; al pasar acaricia la cabeza del anciano, el cual mira a Jesús como si lo viera ya como Dios.
Pedro dice algo a Jesús, que le hace un gesto como diciendo: «No importa». No entiendo de todas formas lo que dice el apóstol; eso sí, se queda cerca de Jesús; luego se le unen Judas Tadeo y Mateo. Los otros se pierden entre la multitud.
-¡La paz sea con todos vosotros!
Ayer he hablado de la oración, del juramento, del ayuno. Hoy quiero instruiros acerca de otras perfecciones, que son también oración, confianza, sinceridad, amor, religión.
La primera de que voy a hablar es el justo uso de las riqueza; que se transforman, por la buena voluntad del siervo fiel, en correlativos tesoros en el Cielo. Los tesoros de la tierra no perduran; los de Cielo son eternos. ¿Amáis vuestros bienes? ¿Os da pena morir porque tendréis que dejarlos y no podréis ya dedicaros a ellos? ¡Pues, transferidlos al Cielo! Diréis: «En el Cielo no entran las cosas de la tierra. Tú mismo enseñas que el dinero es la más inmunda de estas cosas. ¿Cómo podremos transferirlo al Cielo?». No. No podéis llevar las monedas, siendo – como son – materiales, al Reino en que todo es espíritu; lo que sí podéis llevar es el fruto de las monedas.
Cuando dais a un banquero vuestro oro, ¿para qué lo dais? Para que lo haga producir, ¿no? Ciertamente no os priváis de él, aunque sea momentáneamente, para que os lo devuelva tal cual: queréis que de diez talentos os devuelva diez más uno, o más; entonces os sentís satisfechos y elogiáis al banquero. En caso contrario, decís: «Será honrado, pero es un inepto». Y si se da el caso de que, en vez de los diez más uno, os devuelve nueve diciendo: «He perdido el resto», lo denunciáis y lo mandáis a la cárcel. ¿Qué es el fruto del dinero? ¿Siembra, acaso, el banquero vuestros denarios y los riega para que crezcan? No. El fruto se produce por una sagaz negociación, de modo que, mediante hipotecas y préstamos a interés, el dinero se incrementa en el beneficio justamente requerido por el favor del oro prestado. ¿No es así?
Pues bien, escuchad: Dios os da las riquezas terrenas – a quiénes muchas, a quién apenas las que necesita para vivir – y os dice: «Ahora te toca a ti. Yo te las he dado. Haz de estos medios un fin como mi amor desea para tu bien. Te las confío, pero no para que te perjudiques con ellas. Por la estima en que te tengo, por reconocimiento hacia mis dones, haz producir a tus bienes para esta verdadera Patria” 0s voy a explicar el método para alcanzar este fin.
No deseéis acumular en la Tierra vuestros tesoros, viviendo para ellos, siendo crueles por ellos; que no os maldigan el prójimo y Dios a causa de ellos. No merece la pena. Aquí abajo están siempre inseguros. Los ladrones pueden siempre robaros; el fuego puede destruir las casas; las enfermedades de las plantas o del ganado, exterminaros los rebaños, destruiros los pomares. ¡Cuántos peligros se cela contra vuestros bienes! Ya sean estables y estén protegidos, como las cosas o el oro; ya estén sujetos a sufrir lesión en su naturaleza, como todo cuanto vive, como son los vegetales y los animales; ya se trate, incluso, de telas preciosas… todos ellos pueden sufrir merma: las casas, por el rayo, el fuego y el agua; los campos, por ladrones, roya, sequía, roedores o insectos; los animales, por vértigo, fiebres, descoyuntamientos o mortandades; las telas preciosas y muebles de valor, por la polilla o los ratones; las vajillas preciadas, lámparas y cancelas artísticas… Todo, todo puede sufrir merma.
Pero si de todo este bien terreno hacéis un bien sobrenatural, se salvará de toda lesión producida por el tiempo, por los propios hombres o la intemperie. Atesorad en el Cielo, donde no entran ladrones ni suceden infortunios. Trabajad sintiendo amor misericordioso hacia todas las miserias de la Tierra. Acariciad, sí, vuestras monedas, besadlas incluso si queréis, regocijaos por la prosperidad de las mieses, por los viñedos cargados de racimos, por los olivos plegados por el peso de infinitas aceitunas,
por las ovejas fecundas y de turgentes ubres… haced todo esto, pero no estérilmente, no humanamente, sino con amor y admiración, con disfrute y cálculo sobrenatural.
«¡Gracias, Dios mío, por esta moneda, por estos sembrados y plantas y ovejas, por estas compraventas! ¡Gracias, ovejas, plantas, prados, transacciones, que tan bien me servís! ¡Benditos seáis todos, porque por tu bondad, oh Eterno, y por vuestra bondad, oh cosas, puedo hacer mucho bien a quien tiene hambre o está desnudo o no tiene casa o está enfermo o solo!… El año pasado proveí a las necesidades de diez. Este año – dado que, a pesar de que haya distribuido mucho como limosna, tengo más dinero y más pingües son las cosechas y numerosos los rebaños – daré dos o tres veces más de cuanto di el año pasado, a fin de que todos, incluso quienes no tienen nada propio, gocen de mi alegría y te bendigan conmigo Señor Eterno». Esta es la oración del justo, la oración que, unida a la acción, transfiere vuestros bienes al Cielo, y, no sólo os los conserva allí eternamente, sino que os los aumenta con los frutos santos del amor.
Tened vuestro tesoro en el Cielo para que esté allí vuestro corazón, por encima, y más allá, del peligro, no sólo de infortunios que perjudiquen al oro, casas, campos o rebaños, sino también de asechanzas contra vuestro corazón, y de que sea expoliado o agredido por el óxido o el fuego, asesinado por el espíritu de este mundo. Si así lo hacéis, tendréis vuestro tesoro en vuestro corazón, porque tendréis a Dios en vosotros, hasta que llegue el día dichoso en que vosotros estéis en Él.
No obstante, para no disminuir el fruto de la caridad, poned a tención a ser caritativos con espíritu sobrenatural. Lo que he dicho respecto a la oración y al ayuno valga para la beneficencia y para cualquier otra obra buena que podáis hacer.
Proteged el bien que hagáis de la violación de la sensualidad dei mundo, conservadlo virgen respecto a toda humana alabanza. No profanéis la rosa perfumada – verdadero incensario de perfumes gratos al Señor – de vuestra caridad y recto actuar. El espíritu de soberbia, el deseo de ser uno visto cuando hace el bien, la búsqueda de alabanzas, profanan el bien: las babosas del saciado orgullo ensucian con su secreción la rosa de la caridad y la van excavando con su boca; en el incensario caen hediondas pajas de la cama en que el soberbio, cual atiborrada bestia, retoza.
¡Ah, esas limosnas ofrecidas para que se hable de nosotros!… Mejor sería no darlas. El que no las da peca de insensibilidad; pero quien las ofrece dando a conocer la suma entregada y el nombre del destinatario, mendigando además alabanzas, peca de soberbia al dar a conocer la dádiva, porque es como si dijera: «¿Veis cuánto puedo?», pero peca también contra la caridad, porque humilla al destinatario de la limosna al publicar su nombre; y peca también de avaricia espiritual al querer acumular alabanzas humanas… que no son más que paja, paja, sólo paja. Dejad a Dios que os alabe con sus ángeles.
Cuando deis limosna, no vayáis tocando la trompeta delante de vosotros para atraer la atención de los que pasan y recibir alabanzas, como los hipócritas, que buscan el aplauso de los hombres (por eso dan limosna sólo cuando los pueden ver muchos). Éstos también han recibido ya su compensación y Dios no les dará ninguna otra. No incurráis vosotros en la misma culpa y presunción. Antes bien, cuando deis limosna, sea ésta tan pudorosa y celada que vuestra mano izquierda no sepa lo que hace la derecha; y luego olvidaos. No os detengáis a remiraros el acto realizado, hinchándoos con él como hace el sapo, que se remira en el pantano con sus ojos velados y, al ver reflejadas en el agua detenida las nubes, los árboles, el carro parado junto a la orilla, y a él mismo – tan pequeñito respecto a esas cosas tan grandes -, se hincha de aire hasta estallar. Del mismo modo vuestra caridad es nada respecto al Infinito que es la Caridad de Dios, y, si pretendierais haceros como Él convirtiendo vuestra reducida caridad en una caridad enorme para igualar a la suya, os llenaríais de aire de orgullo para terminar muriendo.
Olvidaos. Del acto en sí mismo, olvidaos. Quedará siempre en vosotros una luz, una voz, una miel, que harán vuestro día luminoso, dichoso, dulce. Pues la luz será la sonrisa de Dios; la miel, paz espiritual – Dios también-; la voz, voz del Padre-Dios diciéndoos: «Gracias». Él ve el mal oculto y el bien escondido, y os recompensará por ello. Os lo…
-¡Maestro, contradices tus propias palabras!
La ofensa, rencorosa y repentina, proviene del centro de la multitud. Todos se vuelven hacia el lugar de donde ha surgido la voz. Hay confusión.
Pedro dice:
-¡Ya te lo había dicho… cuando hay uno de ésos, no va bin nada!
De la muchedumbre se elevan silbidos y protestas contra el ofensor. Jesús es el único que conserva la calma. Ha cruzado sus brazos a la altura del pecho: alto, herida su frente por el sol, erguido sobre la piedra, con su indumento azul oscuro…
El que ha lanzado la ofensa, haciendo caso omiso de la reacción de la multitud, continúa:
-¡Eres un mal maestro porque enseñas lo que no haces y…
-¡Cállate! ¡Vete! ¡Deberías avergonzarte! – grita la multitud. -¡Vete con tus escribas! ¡A nosotros nos basta el Maestro! ¡Los hipócritas con los hipócritas! ¡Falsos maestros! ¡Usureros!…
Y seguirían, si Jesús no elevase su voz potente:
-¡Silencio! Dejadlo hablar.
La gente entonces deja de chillar, pero sigue bisbiseando sus improperios, sazonados con miradas furiosas.
-Sí, enseñas lo que no haces. Dices que se debe dar limosna, pero sin ser vistos, y Tú, ayer, delante de toda una multitud, dijiste a dos pobres: «Quedaos, que os daré de comer».
-Dije: «Que se queden los dos pobres. Serán los benditos huéspedes que darán sabor a nuestro pan». Nada más. No he dicho que quería darles de comer. ¿Qué pobre no tiene al menos un pan? Mi alegría consistía en ofrecerles buena amistad.
-¡Ya !, ¡ya! ¡Eres astuto y sabes pasar por cordero!…
El anciano pobre se pone en pie, se vuelve y, alzando su bastón, grita:
-¡Lengua infernal. Tú acusas al Santo. ¿Crees, acaso, saber todo y poder acusar por lo que sabes? De la misma forma que ignoras quién es Dios y aquel a quien insultas, así ignoras sus acciones. Sólo los ángeles y mi corazón exultante lo saben; oíd, hombres, oíd todos y juzgad después si Jesús es el embustero y soberbio de que habla este desecho del Templo. Él…
-¡Calla, Ismael! ¡Calla por amor a mí! Si he alegrado tu corazón, alegra tú el mío guardando silencio – dice Jesús en tono suplicante.
-Te obedezco, Hijo santo. Déjame decir sólo esto: la boca del anciano israelita fiel lo ha bendecido; a Él, que me ha concedido favor de parte de Dios. Dios ha puesto en mis labios la bendición por mí y por Sara, mi nueva hija; no así contigo: sobre tu cabeza no descenderá la bendición. No te maldigo, no ensuciaré con una maldición mi boca, que debe decir a Dios: “Acógeme». No maldije a quien me renegó y ya he recibido la recompensa divina. Pero habrá quien haga las veces del Inocente acusado y de Ismael, amigo de este Dios que concede su favor.
Gritos en coro cierran las palabras del anciano, que se sienta de nuevo, mientras un hombre, seguido de improperios, a hurtadilla, se aleja.
La muchedumbre grita:
-¡Continúa, continúa, Maestro santo! Solo te escuchamos a ti. Escúchanos a nosotros: ¡No queremos a esos malditos pájaros de mal agüero! ¡Son envidiosos! ¡Te preferimos a ti! Tú eres santo; ellos, malos. ¡Síguenos hablando, sigue! Ya ves que estamos sedientos sólo de tu palabra. ¿Casas?, ¿negocios?… No son nada en comparación con escucharte a ti.
-Seguiré hablando, pero orad por esos desdichados. No os exasperéis. Perdonad, como Yo perdono. Porque si perdonáis a los hombres sus fallos también vuestro Padre del Cielo os perdonará vuestros pecados; pero si sois rencorosos y no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras faltas. Todos tienen necesidad de perdón.
Os decía que Dios os recompensará aunque no le pidáis que premie el bien que hayáis hecho. Ahora bien, no hagáis el bien para obtener una recompensa, para disponer de un aval para el futuro. Que vuestras buenas obras no tengan la medida y límite del temor de si os quedará algo para vosotros, o de si, quedándoos sin nada, no va a haber nadie que os ayude a vosotros, o de si encontraréis a alguien que haga con vosotros lo que vosotros habéis hecho, o de si os seguirán queriendo cuando ya no podáis dar nada.
Mirad: tengo amigos poderosos entre los ricos y amigos entre los pobres de este mundo. En verdad os digo que no son los amigos poderosos los más amados; a éstos me acerco no por amor a mí mismo o por interés personal, sino porque de ellos puedo obtener mucho para quienes nada tienen. Yo soy pobre. No tengo nada. Quisiera tener todos los tesoros del mundo y convertirlos en pan para quienes padecen hambre, o en casas para quienes carecen de ellas; en vestidos para los desnudos, en medicinas para los enfermos. Diréis: «Tú puedes curar». Sí, y más cosas. Pero no siempre tienen fe, y no puedo hacer lo que haría, lo que quisiera hacer de encontrar en los corazones fe en mí. Quisiera agraciar incluso a estos que no tienen fe; quisiera dado que no le piden el milagro al Hijo del hombre, ayudarlos como hombre que soy Yo también. Pero no tengo nada; por ello tiendo la mano a quienes tienen y les pido ayuda en nombre de Dios. Por eso tengo amigos entre los poderosos. El día de mañana, una vez que ha ya dejado esta Tierra, seguirá habiendo pobres; Yo no estaré ya aquí para realizar milagros en favor de quien tiene fe, ni podré dar limosna para guiar hacia la fe; pero mis amigos ricos, para entonces, ya habrán aprendido por el contacto conmigo el modo de ayudar a los necesitados; y mis apóstoles, igualmente por el contacto conmigo, habrán aprendido a solicitar limosna por amor a los hermanos. Así, los pobres siempre tendrán una ayuda.
Pues bien, ayer he recibido, de una persona que no tenía nada, más de cuanto me han dado todos los que sí tienen. Es un amigo tan pobre como Yo, pero me ha dado una cosa que no se paga con moneda alguna, y que me ha sido motivo de dicha trayendo a mi memoria muchas horas serenas de mi niñez y juventud, cuando todas las noches el Justo imponía sus manos sobre mi cabeza y Yo me iba a descansar con su bendición como custodia de mi sueño. Ayer este amigo más pobre me ha hecho rey con su bendición. Ved, pues, cómo ninguno de mis amigos ricos me ha dado jamás lo que él. No temáis, por tanto: aunque perdáis el poder del dinero, os bastará el amor y la santidad para poder favorecer al pobre, al cansado o al afligido.
Por tanto, os digo: no os afanéis demasiado por temor a la escasez. Siempre tendréis lo necesario. No os apuréis demasiado por el futuro. Nadie sabe cuánto futuro tiene por delante. No os preocupéis de qué comeréis para mantener la vida, ni de qué vestiréis para -mantener caliente vuestro cuerpo. La vida de vuestro espíritu es mucho más valiosa que el vientre y los miembros, vale mucho más que la comida y el vestido, así como la vida material es más que la comida y el cuerpo más que el vestido. El Padre lo sabe, sabedlo también vosotros. Mirad los pájaros del aire: no siembran ni cosechan, no recogen en los graneros, y, sin embargo, no mueren de hambre, porque el Padre celeste los nutre. Vosotros, hombres, criaturas predilectas del Padre, valéis mucho más que ellos.
¿Quién de vosotros, con todo su ingenio, podrá añadir a su estatura un solo codo? Si no lográis elevar vuestra estatura ni siquiera un palmo, ¿cómo pensáis que vais a poder cambiar vuestra condición futura, aumentando vuestras riquezas para garantizaros una larga y próspera vejez? ¿Podéis, acaso, decirle a la muerte: «Vendrás por mí cuando yo quiera»? No, no podéis. ¿Para qué, pues, preocuparos por el mañana?, ¿por qué ese gran dolor del temor a quedaros sin nada con que vestiros? Mirad cómo crecen los lirios del campo: no trabajan, no hilan, ni van a los vendedores de vestidos a comprar. Y, sin embargo, os aseguro que ni Salomón con toda su gloria se vistió jamás como uno de ellos. Pues bien, si Dios viste así la hierba del campo, que hoy existe y mañana sirve para calentar el horno o como pasto de los rebaños – al final, ceniza o estiércol -, ¡cuánto más os proveerá a vosotros, hijos suyos, de lo necesario!
No seáis hombres de poca fe. No os angustiéis por un futuro incierto, diciendo: «¿Cuando sea viejo, qué comeré?, ¿qué beberé?, ¿con qué me vestiré?». Dejad estas preocupaciones para los gentiles, que no tienen la sublime certeza de la paternidad divina. Vosotros la tenéis, y sabéis que el Padre conoce vuestras necesidades y que os ama. Confiad, pues, en Él. Buscad primero las cosas verdaderamente necesarias: fe, bondad, caridad, humildad, misericordia, pureza justicia, mansedumbre, las tres y las cuatro virtudes principales, y todas las demás; de forma que seáis amigos de Dios, y tengáis derecho a su Reino. Os aseguro que todo lo demás se os dará por añadidura sin necesidad siquiera de pedirlo. No hay mayor rico que el santo, ni hombre más seguro que él. Dios está con el santo y el santo está con Dios. Por su cuerpo no pide, y Dios le provee de lo necesario; trabaja, antes bien, para su espíritu, y Dios mismo se da a él ya aquí, y después de esta vida le dará el Paraíso.
No os acongojéis, pues, por lo que no merece vuestra aflicción Doleos de ser imperfectos, no de tener pocos bienes terrenos. No os atormentéis por el mañana: el mañana tendrá su propia preocupación, y vosotros tendréis que preocuparos por el mañana cuando lo viváis. ¿Por qué pensar en el mañana hoy? ¿Es que, acaso, la vida no está ya suficientemente llena de recuerdos penosos del ayer y de pesadumbres del hoy como para sentir la necesidad de cargarla además con las angustias de los «¿qué sucederá?» mañana? Dejadle a cada día su afán. Habrá siempre más penas en la vida de las que querríamos tener. No añadáis penas presentes a penas futuras. Decid siempre la gran palabra de Dios: «Hoy». Sois sus hijos, creados a su semejanza; decid, pues, con Él: «Hoy».
Y hoy os doy mi bendición. Que os acompañe hasta el comienzo del nuevo hoy, o sea, mañana; es decir, cuando os dé nuevamente la paz en nombre de Dios.