Cuarto discurso de la Montaña: el juramento, la oración, el ayuno. El anciano Ismael y Sara
Sigue el discurso de la Montaña.
El mismo lugar, la misma hora, la misma muchedumbre (aunque quizás más gente: hay muchos incluso donde empiezan los senderos que conducen al valle). El romano no está.
Jesús habla, y dice:
-Uno de los errores que comete fácilmente el hombre es la falta de honestidad, incluso consigo mismo. Dado que el hombre difícilmente es sincero y honesto, por propia iniciativa se ha puesto un bocado para sentirse obligado a ir por el camino elegido. Pero he aquí que él mismo, cual indómito caballo, pronto descoloca el bocado, para hacer lo que más cómodo le resultare, sin pensar en la reprensión que pudiera recibir de Dios, de los hombres o de su propia conciencia. Este bocado es el juramento. Pero entre los hombres honestos no es necesario el juramento, y Dios, de por sí, no os lo ha enseñado; antes al contrario, ha encargado deciros, sin más: «No pronuncies falso testimonio». El hombre debería ser franco. No debería tener necesidad de ninguna otra cosa aparte de la fidelidad a su palabra.
El Deuteronomio, a propósito de los votos – incluso de los votos que provienen de un corazón que se supone fundido con Dios por sentimiento de necesidad o gratitud -, dice: «Debes mantener la palabra salida una vez de tus labios, cumpliendo lo que has prometido al Señor tu Dios, todo lo que de propia voluntad y con tu propia boca has dicho». Siempre se habla de palabra dada, sólo de palabra dada, sólo la palabra.
Pues bien, quien siente necesidad de jurar denota que se siente inseguro de sí mismo y del concepto que el prójimo pueda tener de él, de la misma forma que quien hace jurar testifica su desconfianza acerca de la sinceridad y honestidad de quien jura. Así, como podéis ver, esta costumbre del juramento es una consecuencia de la deshonestidad moral del hombre; es, además, una vergüenza para el hombre, doble vergüenza porque el hombre no es ni siquiera fiel al juramento – que ya de por sí es cosa vergonzosa -, y, burlándose de Dios con la misma ligereza con que se burla del prójimo, acaba perjurando con pasmosa ligereza y tranquilidad.
¿Podrá haber criatura más abyecta que el perjuro? ¡Éste, usando a menudo una fórmula sagrada, llamando por tanto a ser cómplice y garante a Dios, o invocando a los seres más amados (el padre, la madre, la esposa, los hijos, los propios difuntos, la propia vida con sus más preciosos órganos…) como apoyo de su falso testimonio, induce a su prójimo a creerle, con lo cual le engaña. Un hombre así es sacrílego, ladrón, traidor, homicida. ¿De quién? Pues de Dios, porque mezcla la Verdad con la infamia de su mentira, y, malignamente, se burla de Dios y lo desafía diciendo: «Caiga tu mano sobre mí, desmiénteme, si puedes; Tú estás allí, yo aquí, y me río».
¡Ah!, ¡bien! ¡Reíos, reíos, embusteros, vosotros que os burláis!.. que día llegará en que no reiréis, cuando Aquel en cuyas manos todo poder ha sido depositado aparezca ante vosotros con terrible majestad y sólo con su aspecto os haga temblar; bastarán sus miradas para fulminaros, antes de que su voz os precipite en vuestro destino eterno marcándoos con su maldición.
Un hombre así es un ladrón, porque se apropia de una estima inmerecida. El prójimo, impresionado por su juramento, le otorga esta estima; y la serpiente se engalana con ella fingiéndose lo que no es. Es además un traidor, porque con el juramento está prometiendo algo que no tiene intención de mantener. Es un homicida, porque mata, o el honor de un semejante, arrebatándole con el juramento falso la estima del prójimo, o la propia alma, pues el perjuro es un abyecto pecador ante los ojos de Dios, que ven la verdad aunque ningún otro la viera. A Dios no se le engaña ni con falsas palabras ni con hipócritas acciones. Él ve, no pierde de vista, ni por un instante, a cada uno de los seres humanos, y no existe fortaleza amurallada o profunda bodega donde no pueda penetrar su mirada. Incluso en vuestro interior – esa propia fortaleza dentro de la que todo hombre tiene su corazón – entra Dios, y os juzga no por lo que juráis sino por lo que hacéis.
Por ello sustituyo la orden dada a los antiguos: «No perjures; antes al contrario, mantén tus juramentos» (cuando el juramento recibió plena vigencia para poner freno a la mentira y a la facilidad de faltar a la palabra dada). La sustituyo por otra y os digo: «No juréis nunca». No juréis por el Cielo, que es trono de Dios, ni por la Tierra, que es escabel para sus pies, ni por Jerusalén y su Templo, que son ciudad del gran Rey y la Casa del Señor nuestro Dios.
No juréis ni por las tumbas de los difuntos ni por sus espíritus: las tumbas están llenas de restos de lo que en el hombre es inferior y común con los animales; en cuanto a los espíritus, dejadlos en su morada. Si son espíritus de justos, que ya viven en estado de precognición de Dios, no hagáis que sufran y se horroricen. Aunque sea precognición, o sea, conocimiento parcial (porque hasta el momento de la Redención no poseerán a Dios en su plenitud de esplendor), no pueden no sufrir al veros pecadores. Si no son justos, no aumentéis su tormento al recordar su pecado por el vuestro. Dejadlos, dejad a los muertos: a los santos, en la paz; a los no santos, en sus penas. No arrebatéis nada a los primeros, no añadáis nada a los segundos. ¿Por qué
apelar a los difuntos? No pueden hablar: los santos, porque su caridad lo impide – deberían desmentiros demasiadas veces–; los réprobos, porque el Infierno no abre sus puertas, y ellos no abren sus bocas sino para maldecir, y toda voz suya queda sofocada por el odio de Satanás y de los demonios, pues los réprobos son demonios.
No juréis ni por la cabeza del propio padre, ni de vuestra madre o esposa, ni por la cabeza de vuestros inocentes hijos; no tenéis derecho a hacerlo. ¿Son, acaso, moneda o mercancía; firma sobre papel? Pues son más y menos que esto. Son sangre y carne de tu sangre, ¡oh, hombre!; pero también son criaturas libres, y no puedes usarlas como esclavas para que avalen un testimonio falso tuyo. A1 mismo tiempo, son menos que una firma tuya, porque tú eres inteligente, libre y adulto, no una persona bajo interdicto o un niño que no sabe lo que hace y que debe ser representado por sus padres. Tú eres tú: un hombre dotado de razón, por tanto responsable de tus acciones, y debes actuar autónomamente, poniendo como aval de tus acciones y palabras tu honradez y sinceridad, la estima que tú has sabido suscitar en el prójimo; no la honestidad y sinceridad de los padres o la estima que ellos han sabido suscitar. ¿Los padres son responsables de los hijos? Sí, pero sólo mientras son menores de edad; después, cada no es responsable de sí mismo. No siempre nacen justos de justos, o siempre un hombre santo está casado con una mujer santa. ¿Y entonces, por qué usar como base de garantía la justicia del cónyuge? Del mismo modo, de un pecador pueden nacer hijos santos. Mientras son inocentes, son todos santos. ¿Y entonces, por qué invocar a una persona pura para un acto vuestro impuro, cual es el juramento que ya con antelación se piensa violar?
Ni siquiera por vuestra cabeza juréis, ni por vuestros ojos, o la lengua o las manos. No tenéis derecho a hacerlo. Todo cuanto tenéis es de Dios; vosotros no sois sino los custodios temporales de ello, administradores de los tesoros morales o materiales que Dios os ha concedido. ¿Por qué hacer uso, entonces, de lo que no os pertenece? ¿Podéis, acaso, añadir un cabello a vuestra cabeza, o cambiar su color? ¿Por qué, si no podéis hacerlo, usáis la vista, la palabra, la libertad de los miembros, para respaldar un juramento? No desafiéis a Dios; podría cogeros la palabra y secar vuestros ojos como puede secar también vuestros pomares, o arrancaros los hijos como puede arrebataros la casa, para recordaros que Él es el Señor y vosotros los súbditos, y que incurre en maldición aquel que se idolatra hasta el punto de considerarse a sí mismo más que Dios al desafiarlo mi mintiendo.
Decid: «si’> «sí»; «no», «no». Nada más. Si hay más es que os lo ha sugerido el Maligno; y además para reírse de vosotros, pues no podréis retener todo y caeréis, por tanto, en renuncio, y seréis objeto de las burlas de los demás y conocidos por embusteros.
Sinceridad, hijos, en la palabra y en la oración. No hagáis como los hipócritas, que, cuando oran, quieren hacerlo en las sinagogas, en las esquinas de las plazas, para ser vistos por los hombres píos y justos, mientras que luego, hacia dentro de la familia, son culpables con Dios y el prójimo. ¿No os dais cuenta de que esto es como jurar en falso? ¿Por qué queréis sostener lo no verdadero para ganar una inmerecida estima? La finalidad de la oración hipócrita es decir: «Verdaderamente soy un santo. Lo juro ante los ojos de quienes me ven, que deberán reconocer que me ven orar». Pues bien, semejante oración – verdadero velo extendido sobre una maldad real – hecha con una finalidad de este tipo se convierte en blasfemia.
Dejad que Dios os proclame santos. Haced que vuestra vida toda grite por vosotros: «He aquí a un siervo de Dios». Y vosotros, vosotros, por caridad hacia vosotros mismos, guardad silencio. No hagáis de vuestra lengua, movida por la soberbia, objeto de escándalo ante los ojos de los ángeles. Mejor sería que en ese mismo instante quedarais mudos, si no tenéis la fuerza de dominar el orgullo y la lengua con la que os autoproclamáis justos y gratos a Dios. Dejad a los soberbios y a los falsos esta pobre alegría, dejadles a ellos esta efímera recompensa – ¡mísera recompensa! -, que en realidad es la que quieren. Pues bien, no recibirán ninguna otra, porque más de una no se puede recibir: o la verdadera, del Cielo, que es eterna y justa; o la verdadera, de la tierra, que dura lo que la vida del hombre e incluso menos, y que después, siendo injusta como es, se paga, pasada esta vida, con un castigo verdaderamente mortificador.
Oíd cómo debéis orar (con los labios, con el trabajo, con la totalidad de vosotros mismos): debéis orar por impulso de un corazón amante de Dios, a quien siente Padre; de un corazón que siempre tiene presente quién es el Creador y quién la criatura, y que se comporta con amor reverente en presencia de Dios, siempre, ya ore, ya comercie, ya camine, ya descanse, ya logre un beneficio o se lo proporcione a otros.
He dicho «por impulso del corazón»: ésta es la primera y esencial cualidad; porque todo viene del corazón, y, como es el corazón, tal es la mente, la palabra, la mirada, la acción. El hombre justo extrae el bien de su corazón de justo. Cuanto más bien extrae más bien en encuentra, porque el bien realizado genera un nuevo bien, de la misma forma que la sangre se renueva en el círculo de las venas para volver al corazón enriquecida de elementos siempre nuevos, extraídos del oxígeno que ha absorbido y de la sustancia de los alimentos que ha asimilado. Por el contrario, el perverso, de su tenebroso corazón henchido de fraude y venenos, no puede extraer sino fraude y veneno, que aumentan cada vez más, corroborados por las culpas que van acumulándose (en el bueno son las bendiciones de Dios las que confirman, y también se acumulan). Creed, igualmente, que la exuberancia del corazón rebosa a través de los labios y se revela en las acciones.
Haceos un corazón humilde y puro, amoroso, confiado, sincero. Amad a Dios con el púdico amor que siente una virgen hacia su prometido. En verdad os digo que toda alma es virgen prometida al eterno Amante, a Dios nuestro Señor; esta tierra es el tiempo del noviazgo, tiempo en que el ángel custodio otorgado a cada hombre espiritual paraninfo, y todas las horas y las contingencias de la vida son otras tantas doncellas que preparan el ajuar nupcial; la hora de su muerte es la hora de la boda, es entonces cuando viene el conocimiento, el abrazo, la fusión, es entonces cuando, vestida ya de esposa cumplida, el alma puede alzar su velo y echarse en brazos de su Dios, sin que por amar así a su Esposo pueda inducir a otros al escándalo.
Pero por ahora, ¡oh, almas sacrificadas aún en el vínculo del noviazgo con Dios!, cuando queráis hablar con vuestro Prometido, entrad en la paz de vuestra casa (sobre todo en la paz de vuestra morada interior) y hablad, cual ángeles de carne acompañados por sus ángeles custodios, al Rey de los ángeles; hablad a vuestro Padre en el secreto de vuestro corazón y de vuestra estancia interior; dejad afuera todo lo que sea mundo: el frenesí de ser notados, de edificar; los escrúpulos de las largas oraciones sobresaturadas de palabras, pero monótonas, tibias, mortecinas en cuanto al amor.
¡Por favor, liberaos de prevenciones cuando oréis! En verdad, hay algunos que derrochan horas y horas repitiendo sólo con los labios un monólogo (un verdadero soliloquio porque ni siquiera el ángel custodio lo escucha, pues en efecto es un gran rumor vano que el ángel trata de remediar abismándose en ardiente oración en favor de este hombre necio que le ha sido encomendado). En verdad, hay algunos que no utilizarían de forma distinta esas horas ni aunque Dios se les apareciera y les dijese: «La salud del mundo depende de que dejes esta parola sin alma para ir simplemente a sacar agua de un pozo y verterla en la tierra por amor a mí y a tus semejantes». En verdad, hay algunos que consideran más valioso su monólogo que el acto cortés de recibir en modo acogedor una visita, o que el acto caritativo de socorrer a un necesitado: son almas que han caído en la idolatría de la oración.
La oración es acción de amor. Ahora bien, se puede amar tanto rezando como haciendo pan, tanto meditando como asistiendo a un enfermo, tanto realizando un peregrinaje al Templo como atendiendo a la familia, tanto sacrificando un cordero como sacrificando nuestros deseos -justos – de recogernos en el Señor. Basta con que uno empape todo sí mismo y toda acción suya en el amor. ¡No tengáis miedo! El Padre ve las cosas. El Padre comprende. El Padre escucha. El Padre concede. ¡Cuántas gracias se reciben por un solo, verdadero, perfecto suspiro de amor; cuánta abundancia, por un sacrificio íntimo hecho con amor! No seáis como los gentiles. Dios no necesita que le digáis lo que debe hacer «porque lo necesitáis». Eso pueden decírselo los paganos a sus ídolos, que no pueden comprender, pero no vosotros a Dios, al verdadero, espiritual Dios que no es sólo Dios y Rey sino que además es vuestro Padre y sabe, antes de que se lo pidáis, de qué tenéis necesidad.
Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe, quien busca encuentra, a quien llame se le abrirá. Cuando vuestro hijo os tiende su manita diciéndoos: «Padre, tengo hambre», ¿acaso le dais una piedra?, ¿le dais una serpiente, si os pide un pez? No; es más, no sólo le dais el pan y el pescado, sino que además le hacéis una caricia y lo bendecís, pues a un padre le resulta dulce alimentar a su hijo y verlo sonreír feliz. Pues si vosotros, que tenéis un corazón imperfecto, sabéis dar buenos dones a vuestros hijos sólo por el amor natural, que también lo posee el animal hacia su prole, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los Cielos concederá a quienes se lo pidan las cosas buenas y necesarias para su bien! ¡No tengáis miedo de pedir, ni tampoco de no obtener!
Pero quiero poneros en guardia contra un fácil error: entre los creyentes hay paganos cuya religión es un amasijo de supersticiones y fe, un edificio profanado en el que han echado raíces hierbas parásitas de todo tipo, hasta el punto de que éste se va desmoronando y al fina1 se derrumba; son paganos de la religión verdadera, débiles en la fe y el amor, que sienten que su fe muere cuando no se ven escuchados. Pues bien, no hagáis como ellos.
Sucede que pedís en un momento dado, y os parece justo hacerlo – la verdad es que para ese momento no sería injusta tampoco la gracia pedida -, pero la vida no termina en ese momento y lo que es bueno hoy puede no serlo mañana (pero vosotros, conociendo sólo el presente – lo cual es también una gracia de Dios – esto lo desconocéis). Sin embargo, Dios conoce también el futuro, y muchas veces no satisface una oración vuestra para ahorraros una pena mayor.
En este año de vida pública, más de una vez he oído corazones que referían haberse quejado de cuánto habían sufrido cuando no se habían sentido escuchados por Dios, pero que luego habían reconocido que ello significó un bien porque la gracia en cuestión les habría impedido alcanzar posteriormente a Dios. A otros les he oído decir – y decirme a mí -: «Señor, ¿por qué no respondes a mi súplica?; con todos lo haces, ¿por qué conmigo no?». Y, no obstante, a pesar del dolor que me producía el sufrimiento que veía, he tenido que decir: «No puedo», porque haber condescendido a su petición habría significado poner un estorbo a su vuelo hacia la vida perfecta. Incluso el Padre -también a veces dice: «No puedo»; no porque no pueda cumplir inmediatamente ese acto, sino porque no quiere hacerlo, dado que conoce las consecuencias que se seguirían.
Escuchad: un niño tiene sus entrañas enfermas. La madre llama al médico y éste dice: «Necesita ayuno absoluto». El niño se echa a llorar, grita, suplica, parece languidecer. La madre, compasiva siempre, une sus lamentos a los de su hijo; le parece una crueldad del médico esa prohibición absoluta, le parece que el ayuno y el llanto pueden perjudicar a su hijo… Y, a pesar de todo, el médico se muestra inexorable. Al final dice: «Mujer: yo sé; tú, no; ¿quieres perder a tu hijo o que te lo salve?». La madre grita: «¡Quiero que viva!». «Pues entonces – dice el médico – no puedo conceder alimento… significaría la muerte.” Pues bien, lo mismo dice el Padre algunas veces. Vosotros, madres compasivas respecto a vuestro yo, no queréis oírlo llorar por no haber recibido una gracia; sin embargo, Dios dice: «No puedo. Te perjudicaría». Llegará el día, o la eternidad, en que se dirá: «¡Gracias, Dios mío, por no haber escuchado mi estupidez!».
Lo que he dicho respecto a la oración, lo digo respecto al ayuno. Cuando ayunéis, no pongáis aspecto melancólico, como hacen los hipócritas, que con arte deslucen su rostro para, que el mundo sepa y crea – aunque no sea verdad – que ayunan. Estos también han recibido ya, en la alabanza del mundo, su compensación; no recibirán ninguna otra. Vosotros, por el contrario, cuando ayunéis, poned expresión alegre, lavaos con esmero la cara para que se vea fresca y sedosa, ungíos la barba, perfumaos el pelo, presentad esa sonrisa en los labios propia de quien ha comido bien: ¡Verdaderamente no hay alimento que sacie tanto como el amor, y quien ayuna con espíritu de amor de amor se nutre! En verdad os digo que, aunque el mundo os llame «vanidosos» o «publicanos», vuestro Padre verá vuestro secreto heroico y os recompensará doblemente, por el ayuno y por el sacrificio de no haber recibido alabanza.
Y ahora, nutrida el alma, id a dar alimento al cuerpo. ‘Aquellos dos pobres que se queden con nosotros: serán los benditos huéspedes que darán sabor a nuestro pan. La paz sea con vosotros.
Los dos pobres se quedan. Son una mujer muy delgada y un anciano muy viejo. No están juntos, se han encontrado allí por azar. Se habían quedado en un ángulo, acoquinados, poniendo inútilmente la mano a quienes pasaban por delante.
Ahora no se atreven a acercarse, pero Jesús va directamente hacia ellos y los coge de la mano para ponerlos en el centro del grupo de los discípulos, bajo una especie de tienda que Pedro ha montado en un ángulo (quizás les sirve de refugio durante la noche y como lugar de reunión durante las horas más calurosas del día: es un cobertizo de ramajes y de… mantos, pero sirve para su finalidad, a pesar de que sea tan bajo, que Jesús y Judas Iscariote, los dos más altos. tienen que agacharse para poder entrar).
-Aquí tenéis a un padre y a una hermana nuestra. Traed todo lo que tenemos. Mientras comemos escucharemos su
historia.
Y Jesús se pone personalmente a servir a los dos vergonzosos y escucha la dolorosa narración. Ambos viven solos: el viejo, desde cuando su hija se fue con su marido a un lugar lejano y se olvidó de su padre; la mujer, que además está enferma, desde que su marido murió a causa de una fiebre.
-El mundo – dice el anciano – nos desprecia porque somos pobres. Voy pidiendo limosna para juntar unos ahorrillos y poder cumplir la Pascua. Tengo ochenta años. Siempre la he cumplido. Esta puede ser la última. No quiero ir con Abraham, a su seno, con algún -remordimiento. De la misma forma que perdono a mi hija, espero ser perdonado. Quiero cumplir mi Pascua.
-Largo camino, padre.
-Más largo es el del Cielo, si se incumple el rito.
-¿Vas sólo?… ¿Y si te sientes mal por el camino?
-Me cerrará los párpados el ángel de Dios.
Jesús acaricia la cabeza temblorosa y blanca del anciano, y pregunta a la mujer:
-¿Y tú?
-Voy en busca de trabajo. Si estuviera mejor alimentada, me curaría de mis fiebres; una vez sana, podría trabajar incluso en los campos de cereales.
-¿Crees que sólo el alimento te curaría?
-No. Estás también Tú… Pero, yo soy una pobre cosa, demasiado pobre cosa como para poder pedir conmiseración. -Y, si te curara, ¿qué pedirías después?
-Nada más. Habría recibido ya con creces cuanto puedo esperar.
Jesús sonríe y le da un trozo de pan mojado en un poco de agua y vinagre, que hace de bebida. La mujer se lo come sin hablar. Jesús continúa sonriendo.
-La comida termina pronto (¡era tan parca!…). Apóstoles y discípulos van en busca de sombra por las laderas, entre los
matorrales. Jesús se queda bajo el cobertizo. El anciano se ha apoyado contra la pared herbosa; ahora, cansado, duerme.
Pasado un poco de tiempo, la mujer, que también se había alejado en busca de sombra y descanso, vuelve hacia Jesús,
que le sonríe para infundirle ánimo. Ella se acerca, tímida, pero al mismo tiempo contenta, casi hasta la tienda; luego la vence la
alegría y da los últimos pasos velozmente para caer finalmente rostro en tierra emitiendo un grito reprimido: -¡Me has curado! ¡Bendito! ¡Es la hora del temblor fuerte y no se me repite!… – y besa los pies a Jesús. -¡Estás segura de estar curada? Yo no te lo he dicho. Podría ser una casualidad…
-¡No! Ahora he comprendido tu sonrisa cuando me dabas el trozo de pan. Tu virtud ha entrado en mí con ese bocado. No tengo nada que darte a cambio, sino mi corazón. Manda a tu sierva, Señor, que te obedecerá hasta la muerte.
-Sí. ¿Ves aquel anciano? Está solo y es un hombre justo. Tú tenías marido, pero te fue arrebatado por la muerte; él tenía una hija, pero se la quitó el egoísmo. Esto es peor. Y, no obstante, no impreca; pero no es justo que vaya sólo en sus últimas horas. Sé hija para él.
-Sí, mi Señor.
-Fíjate que ello significa trabajar para dos.
-Ahora me siento fuerte. Lo haré.
-Ve, entonces, allí, encima de ese risco, y dile al hombre que está descansando, aquél vestido de gris, que venga aquí. La mujer va sin demora y vuelve con Simón Zelote.
-Ven, Simón. Debo hablarte. Espera, mujer.
Jesús se aleja unos metros.
-¿Crees que a Lázaro le supondrá alguna dificultad el recibir a una trabajadora más?
-¡Lázaro! ¡Si creo que ni siquiera sabe cuántos le prestan servicio! ¡Uno más o menos…! … Pero, ¿de quién se trata? -Es aquella mujer. La he curado y…
-No sigas, Maestro; si la has curado, es señal de que la amas, y lo que Tú amas es sagrado para Lázaro. Empeño mi palabra por él.
-Es verdad, lo que Yo amo es sagrado para Lázaro; bien dices Por este motivo, Lázaro será santo, porque, amando lo que Yo amo ama la perfección. Deseo vincular a aquel anciano con esa mujer, y que aquel patriarca pueda cumplir con júbilo su última Pascua. Quiero mucho a los ancianos santos, y, si puedo hacerles sereno el crepúsculo de la vida, me siento dichoso.
-También amas a los niños…
-Sí, y a los enfermos…
-Y a los que lloran…
-Y a los que están solos…
-¡Maestro mío!, ¿no te das cuenta de que amas a todos, incluso a tus enemigos?
-No me doy cuenta, Simón; amar es mi naturaleza. Mira, el patriarca se está despertando. Vamos a decirle que celebrará la Pascua con una hija a su lado, y sin necesidad de buscarse el pan.
Vuelven a la tienda, donde la mujer los está esperando. Acto seguido van los tres donde el anciano, que está sentado, atándose las sandalias.
-¿Qué piensas hacer, padre?
-Voy a descender hacia el valle. Espero encontrar un refugio para la noche. Mañana pediré limosna por el camino, y luego, abajo, abajo, abajo,… dentro de un mes, si no me he muerto, estaré en el Templo.
-No.
-¿No debo hacerlo? ¿Por qué?
-Porque el buen Dios no quiere. No vas a ir solo. Esta mujer irá contigo. Te conducirá al lugar que voy a indicaros; os acogerán por amor a mí. Celebrarás tu Pascua, pero sin penalidades. Ya has llevado tu cruz, padre; pósala ahora, y recógete en acción de gracias al buen Dios.
-¿Por qué esto?… ¿Por qué esto?… No… no merezco tanto… Tú… una hija… Es más que si me dieras veinte años… ¿A dónde me quieres enviar?…
El anciano llora entre la espesura de su poblada barba.
-Con Lázaro de Teófilo. No sé si lo conoces.
-Soy de la zona confinante con Siria. ¡Claro que me acuerdo de Teófilo! ¡Oh, Hijo bendito de Dios, deja que te bendiga! Y Jesús, que está sentado en la hierba frente al anciano, se inclina realmente para dejar que éste le imponga, solemne,
las manos sobre su cabeza y pronuncie, poderoso y con voz cavernosa de anciano venerable, la antigua bendición: «El Señor te
bendiga y te guarde. El Señor te muestre su rostro y tenga misericordia de ti. El Señor vuelva a ti su rostro y te dé su paz. Y Jesús, Simón y la mujer responden juntos:
-Y así sea.