Primer discurso de la Montaña: la misión de los apóstoles y de los discípulos
Jesús va solo, a paso rápido, por un camino principal, hacia un monte.
Este monte se alza a uno de los lados del camino, que va del lago hacia el oeste; del lago lo separa un poco de terreno llano. Empieza con una suave y baja elevación que se prolonga por mucho espacio (una meseta, desde la que se ve todo el lago, con la ciudad de Tiberíades hacia el Sur, y las otras, menos hermosas, que suben hacia el norte); después el monte se eleva con pendiente más bien pronunciada, hasta un pico, y luego desciende para volver a elevarse hasta otro pico semejante, formando una curiosa figura de silla de montar.
Jesús emprende la subida al rellano por una senda para mulas todavía bastante aceptable. Llega a un pueblecito cuyos habitantes se dedican a la explotación agrícola de esta meseta. Empiezan ya a brotar espigas de trigo. Cruza el pueblo. Sigue por campos y prados llenos de flores y frufrú de cereales. El día está sereno y muestra todas las bellezas de la naturaleza de los alrededores.
Siguiendo más allá del otero al que se dirige Jesús, está – al norte – la cima imponente del Hermón, la verde llanura del lago Merón – que desde aquí no se ve – y luego otros montes orientados hacia el lado noroccidental del lago de Tiberíades, y, al otro lado del lago, más montes – suavizados sus perfiles por la lejanía – y delicadas llanuras. Hacia el sur, al otro lado del camino principal, las colinas que creo que ocultan a Nazaret. Cuanto más se sube, más se extiende la vista. No veo lo que hay al oeste, porque el monte hace de pared.
Al primero que encuentra Jesús es al apóstol Felipe, que parece estar de guardia en ese sitio.
-¿Cómo, Maestro? ¿Tú aquí? Te esperábamos en el camino. Estoy esperando a los compañeros, que han ido a buscar leche donde los pastores que están por estas cimas. Abajo, en el camino, están Simón y Judas de Simón, y con ellos Isaac y… -¡Ah, ahí vienen! ¡Venid! ¡Venid! ¡Está aquí el Maestro!
Los apóstoles, que bajan con frascos y cantimploras, se echan a correr; los más jóvenes, naturalmente, llegan antes. Su acogida al Maestro es conmovedora. Ya reunidos, todos quieren hablar, contar cosas. Jesús sonríe.
-¡Te esperábamos en el camino!
-¡Pensábamos que hoy tampoco venías!
-Hay mucha gente, ¿sabes?
-Nos turbaba mucho el hecho de que hubiera escribas, y hasta discípulos de Gamaliel…
-¡Claro, Señor, es que nos has dejado justo en el momento más inoportuno! No he tenido nunca tanto miedo como ahí. ¡No me vuelvas a gastar una broma como ésta!
Pedro se queja. Jesús sonríe y pregunta:
-Pero, ¿os ha pasado algo malo?
-¡No! ¡No! Es más… ¡Oh, Maestro mío!, ¿no sabes que ha hablado Juan?… Parecía como si hablaras Tú en él. Yo… nosotros estábamos asombrados… ¡Este muchacho, que hace no más de un año de lo único que era capaz era de echar la red!…
Pedro manifiesta todavía admiración y tira enérgicamente hacia sí al risueño Juan, que guarda silencio, y le da unos meneos afectuosos.
-Mirad. Juzgad si os parece posible que este niño haya dicho con esta boca risueña esas palabras. ¡Parecía Salomón! -También Simón ha hablado bien, mi Señor; se ha comportado exactamente como «cabeza»» dice Juan.
-¡Claro! ¡Me ha cogido y me ha puesto allí! ¡En fin!… Dicen que he hablado bien. Será así. No lo sé, porque, entre el
asombro por las palabras de Juan y el miedo a hablar en medio de tanta gente y a hacerte quedar mal, estaba aturdido… -¿A mí? Tú eras el que hablabas. Habrías quedado mal tú, Simón – dice Jesús para pincharle.
-¡Por mí…! De mí no me importaba nada. Lo que no quería era que se mofasen de ti, considerándote estúpido por haber elegido como apóstol a un tarado mental.
Jesús se ilumina de alegría por la humildad y el amor de Pedro, pero lo único que pregunta es:
-¿Y los demás?
-También Simón Zelote ha hablado bien; pero bueno, es lógico en él. ¡Éste ha sido la sorpresa! La verdad es que, desde que hemos estado en oración, este muchacho parece tener continuamente el alma en el Cielo.
-¡Es cierto! ¡Es cierto!
Todos confirman las palabras de Pedro. Y luego siguen hablando de las cosas que han sucedido.
-¿Sabes? Entre los discípulos, ahora hay dos que, según Judas de Simón, son muy importantes. Judas está actuando mucho. ¡Claro, conoce a mucha gente importante, y además sabe tratar a estas personas! Y le gusta hablar… Habla bien. No obstante, la gente prefiere escuchar a Simón, a tus hermanos y, sobre todo, a este muchacho. Ayer me dijo un hombre: «Habla bien ese joven – se refería a Judas – pero prefiero escucharte a ti». ¡Pobre hombre, mira que preferir escucharme a mí, que no sé decir más que cuatro palabras!… Pero… ¿cómo es que has venido hasta aquí?; el lugar de la cita era el camino. Hemos estado allí.
-Porque sabía que os encontraría aquí. Ahora escuchadme. Bajad y decid a los otros que vengan; también a los discípulos ya conocidos. La gente no, que no vengo hoy, que quiero hablaros sólo a vosotros.
-Es mejor entonces dejar pasar un rato, esperar a que caiga la tarde, porque cuando empieza a declinar el sol la gente comienza a distribuirse por los caseríos cercanos, para volver al día siguiente por la mañana a esperarte. Si no… ¿quién va a ser capaz de contenerlos?
-De acuerdo, hacedlo así. Os espero allá, en lo alto de aquella cima. Las noches son ya suaves y podemos dormir al raso. -Donde quieras, Maestro, con tal de que estés con nosotros.
Los discípulos se ponen en camino. Jesús reanuda la subida del monte hasta la cima (la misma de la visión del año pasado respecto al final del discurso de la Montaña y respecto al primer encuentro con la Magdalena). El panorama, que empieza a encenderse a causa del principio del ocaso, se hace más amplio todavía.
Jesús se sienta en una voluminosa piedra y se recoge en estado de meditación. Así permanece hasta que el ruido de los pasos provenientes del sendero le avisa de que los apóstoles están ya de regreso. Declina la tarde. No obstante, a la altura en que están, todavía el sol resiste, extrayendo perfume de todo hilo de hierba y de toda florecilla. Muguetes silvestres emanan intenso perfume, mientras los altos tallos de los narcisos agitan sus estrellas y sus capullos como para atraer el rocío.
Jesús se pone en pie y los recibe con su saludo:
-La paz sea con vosotros.
Son muchos los discípulos que han subido con los apóstoles; Isaac los capitanea, con esa sonrisa suya de asceta en su rostro enjuto. Se arremolinan todos en torno a Jesús, que ahora está saludando en particular a Judas Iscariote y a Simón Zelote.
-He querido reuniros a todos conmigo para estar unas horas sólo con vosotros, para hablaros sólo a vosotros. Tengo algo que deciros para prepararos más a vuestra misión. Comamos. Luego hablaremos; durante el sueño el alma seguirá saboreando la doctrina.
Tras consumir la parca cena, se disponen en círculo alrededor de Jesús, que está sentado en una piedra grande. Son, aproximadamente, un centenar – quizás más – entre discípulos y apóstoles: una corona de rostros atentos iluminados fantasmagóricamente por la llama de dos fuegos.
Jesús habla despacio, gesticulando sereno; su rostro, destacándose de su vestidura azul oscura, y bajo el rayo de la Luna nueva – pequeña coma de luna en el cielo, filo de luz que acaricia al Dueño del Cielo y de la tierra – que cae justo donde está Él, parece más blanco.
-He querido que vinierais aquí, aparte, porque sois mis amigos. Os he llamado después de la primera prueba de los doce, para ampliar el círculo de mis discípulos operantes, y también para oír de vuestros labios las primeras reacciones ante el hecho de que os dirijan estos continuadores míos que os he designado. Sé que todo ha ido bien. Yo sostenía, con la oración, las almas de los apóstoles, que han salido del retiro con una fuerza nueva en la mente y en el corazón una fuerza que no proviene de industria humana sino del completo abandono en Dios.
Los que más han dado son los que más se han olvidado de sí, que es cosa ardua. El hombre está hecho de recuerdos. Los recuerdos del propio yo son los que tienen más voz. Hay que distinguir dos yoes. Existe el yo espiritual dado por el alma que se acuerda de Dios y de su origen divino, y existe también el yo inferior de la carne que se acuerda de esas mil exigencias que todo lo abrazan de sí misma y de las pasiones y que – puesto que son tantas voces como para formar un coro – se imponen, si el espíritu no está bien firme, a la voz solitaria del espíritu que recuerda su nobleza de hijo de Dios. Es por ello por lo que – excepto en este recuerdo santo, que habría que estimular cada vez más y mantener vivo y fuerte -, para ser perfectos como discípulos, hay que saber olvidarse de uno mismo, en todos los recuerdos, las exigencias, las pávidas reflexiones del yo humano.
En esta primera prueba, los que, de los doce, han dado más han sido los que más se han olvidado (no sólo de su pasado, sino también de los límites de su personalidad); han sido los que se han olvidado de lo que eran y se han fundido con Dios de tal forma que nada temían.
¿A qué eran debidas las reservas de algunos? Pues a que se han acordado de sus escrúpulos, consideraciones y prevenciones habituales. ¿Por qué el laconismo de otros?: pues porque se han acordado de su falta de preparación doctrinal y han tenido miedo a quedar mal o hacerme quedar mal a mí. ¿Por qué las vistosas exhibiciones de otros?: porque se han acordado de sus soberbias habituales, de sus deseos de que los miren y los aplaudan, de sobresalir, de ser «algo». Finalmente, por el contrario, ¿por qué la improvisa manifestación en otros de una oratoria rabínica segura, persuasiva, triunfal?: porque éstos, y sólo éstos – así como también aquellos que hasta ese momento se han comportado con humildad y han tratado de pasar inadvertidos y que, llegado el momento, han sabido, al instante, asumir la dignidad de primado que se les había conferido y que nunca habían querido ejercitar por temor a presumir demasiado -, éstos han sabido acordarse de Dios. Las primeras tres categorías se han acordado del yo inferior; la otra (la cuarta), del yo superior, y no han tenido miedo. Sentían a Dios con ellos, a Dios en ellos, y no han tenido miedo: ¡Santa osadía que viene del hecho de estar con Dios!
Escuchad entonces, apóstoles y discípulos: vosotros, apóstoles, ya habéis oído estos conceptos, pero ahora los entenderéis con mayor profundidad; vosotros, discípulos, no los habéis oído todavía, o habéis oído sólo alguna parte, y necesitáis que se os graben en el corazón. Voy a hacer cada vez más uso de vosotros, dado que continuamente se va agrandando el rebaño de Cristo; el mundo os va a agredir cada vez más, pues aumenta el número de lobos contra mí, el Pastor, y contra mi rebaño… Pues bien, quiero armar vuestras manos para que podáis defender mi Doctrina y mi rebaño. Lo que es suficiente para el rebaño no lo es para vosotros, pequeños pastores. Si a las ovejas les es lícito cometer errores, comiendo hierbas que amargan la sangre o enloquecen el deseo, no es lícito que vosotros cometáis los mismos errores, llevando a muchas ovejas a la perdición; pues debéis pensar que donde hay un pastor ídolo perecen las ovejas, o por efecto de sustancias venenosas o por la agresión de los lobos.
Vosotros sois la sal de la tierra y la luz del mundo. Mas, si no respondierais a vuestra misión, os convertiríais en sal insípida e inútil; ya nada podría devolveros el sabor, pues ni siquiera Dios os lo habría podido dar, puesto que, habiéndola recibido como don vosotros la habríais desalado, introduciéndola en las insípidas y sucias aguas de la humanidad, dulcificándola con el dulzor corrompido de la sensualidad, mezclando con la pura sal de Dios un cúmulo de detritos de soberbia, avaricia, gula, lujuria, ira, pereza (de manera que viene a resultar que hay un grano de sal por cada siete veces siete granos de cada uno de los vicios). Vuestra sal, entonces, no sería sino una mezcla de arenas (entre las cuales se habría perdido el pobre grano de sal solo), de arenas que rechinarían en los dientes, dejando en la boca sabor a tierra y haciendo el alimento repugnante y detestable. Ya ni siquiera serviría para otros usos inferiores, porque un saber empapado en los siete vicios dañaría incluso a las misiones humanas. Pues bien, en ese caso, la sal no serviría sino para diseminarla por el suelo y que la pisaran los indiferentes pies del pueblo. ¡Cuántos, cuántos del pueblo podrán por este motivo pisotear a los hombres de Dios! Y todo porque éstos, que habían sido llamados, permitirán al pueblo pisotearlos sin ninguna consideración. En efecto, en ese caso, no serían ya sustancia de la que se echa mano para obtener sabor de cosas selectas, celestes, sino que serían únicamente, eso, detritos.
Vosotros sois la luz del mundo; sois como esta cima, que ha sido la última en perder el sol y es la primera en platearse de luna. Cuando uno está en un lugar elevado, destaca, y se le ve, porque hasta el ojo más distraído se detiene alguna vez a mirar a los lugares altos (yo diría que el ojo físico – considerado comúnmente espejo del alma – refleja el anhelo de ésta, ese anhelo que muchas veces pasa desapercibido pero que permanece siempre vivo, con sólo que el hombre no se haya convertido en un demonio; ese anhelo de lo alto, donde la instintiva razón coloca al Altísimo; y, buscando el Cielo, levanta, alguna vez al menos en la vida, la mirada hacia lo alto).
Por favor, traed a vuestra memoria lo que todos, desde nuestra niñez, hacemos al entrar en Jerusalén. ¿Hacia dónde se dirigen, ágiles, nuestros ojos? Hacia el monte Moria, coronado por el triunfo de mármol y oro del Templo. ¿Y una vez dentro del recinto sagrado?… Miramos a las preciosas cúpulas que resplandecen heridas por el sol. ¡Cuán bello es este astro esparcido por los atrios, pórticos y claustros del recinto del Templo! Sin embargo, el ojo corre hacia las cúpulas. Evocad también, os lo ruego, los momentos en que vamos de camino: ¿hacia dónde se dirige nuestra mirada, como queriendo olvidarnos de lo largo del recorrido, de su monotonía, cansancio, calor o barro?: se dirige hacia las cimas, aunque sean pequeñas o estén lejos. ¡Cuánto nos consuela su vista, si vamos por una llanura rasa y uniforme! ¿Encontramos barro en nuestro camino?; allí, esplendor. ¿Aquí, aire sofocante?; allí, frescura. ¿Aquí, límite a nuestra vista?; allí, amplitud. Por el simple hecho de mirar a las cimas, ya nos parece menos caluroso el día, menos cenagoso el barro, menos tristes nuestros pasos. Si, además, resplandece una ciudad en la cúspide del monte, entonces no hay ojos que no se detengan a admirarla. Podemos decir que incluso construcciones de poca importancia ganan en belleza si están, casi como suspendidas en el aire, en la cima de una montaña. Por esta razón, no sólo en la verdadera sino también en las falsas religiones, siempre que ha sido posible, se han edificado los templos en lugares altos, y, si no había colinas o montes, se han construido, a fuerza de brazos, sobre bases de piedra realzadas. ¿Por qué esto? Porque se quiere que el templo sea visto, para, viéndolo, mover el pensamiento hacia Dios.
Os he comparado a una luz. El que enciende de noche una lámpara en una casa, ¿dónde la pone?: ¿en el agujero de debajo del horno?, ¿en la cueva que usa como bodega?, ¿cerrada dentro de un arquibanco?, ¿única y simplemente, sofocada bajo el celemín? No, porque sería inútil encenderla. Por el contrario, la lámpara se coloca sobre una repisa, o se cuelga en su soporte para que, estando en un punto alto, dé luz a toda la habitación y a los que en ella están. Ahora bien, precisamente por el hecho de que lo que ocupa un lugar elevado debe recordar a Dios y dar luz, tiene que estar a la altura de su función.
Vosotros debéis recordar al Dios verdadero. Preocupaos, pues, de que no anide en vosotros el septipartito paganismo, porque, de ser así, vendríais a ser lugares elevados profanos, con sagrados bosquecillos dedicados a un dios, y arrastraríais en vuestro paganismo a los que os mirasen como a templos de Dios. Debéis ser portadores de la luz de Dios; ahora bien, una mecha sucia, o no embebida de aceite, produce humo y no da luz, emana mal olor y no ilumina. Una luz celada tras un cuarzo sucio no crea ese primoroso resplandor, ese juego de reflejos en el brillante mineral, sino que languidece tras el velo de negro humo que hace opaca a la diamantina protección.
La luz de Dios resplandece donde la voluntad se muestra solícita en limpiar a diario, quitando las escorias que el mismo trabajo produce, con sus contactos, reacciones y desilusiones. La luz de Dios resplandece donde la mecha está empapada de abundante líquido de oración y caridad. La luz de Dios se multiplica en infinitos resplandores – como infinitas son las perfecciones de Dios, cada una de las cuales suscita en el santo una virtud ejercitada heroicamente – si el siervo de Dios conserva limpio del negro hollín de toda humeante mala pasión el cuarzo invulnerable de su alma; cuarzo invulnerable, invulnerable! (La voz de Jesús truena en este final, retumbando en el anfiteatro natural).
Sólo Dios tiene el derecho y el poder de incidir trazos sobre ese cristal, de escribir en él su santísimo Nombre con el diamante de su voluntad; viniendo su Nombre, así, a ser ornamento determinante de una más viva refracción de sobrenaturales bellezas sobre el cuarzo purísimo. Mas si el necio siervo del Señor, perdiendo el control de sí mismo y distrayéndose de su misión – entera y únicamente sobrenatural –, se deja incidir falsas decoraciones rayones, no incisiones -, misteriosas y satánicas claves grabadas por la zarpa de fuego de Satanás… entonces no, entonces la admirable lámpara deja de resplandecer con
hermosura y permanente integridad; se raja y se rompe y sofoca la llama con los restos del cristal fragmentado; o, si no se raja, queda en ella, al menos, una intricada red de signos de inequivocable naturaleza en los cuales el hollín se deposita y se introduce, ejerciendo acción corrosiva.
¡Desdichados, tres veces desdichados esos pastores que pierden la caridad, que se niegan a subir, día tras día, para conducir a zonas elevadas al rebaño que, para subir, espera a que emprendan su ascesis: yo descargaré mi mano sobre ellos, los derrocaré de su puesto y apagaré del todo su humo!
¡Desdichados, tres veces desdichados esos maestros que repudian la Sabiduría para saturarse de una ciencia no pocas veces contraria, siempre soberbia, alguna vez satánica; porque los hace hombres’. Pensad – escuchad esto y conservadlo – que si los hombres tienen como destino hacerse como Dios (con la santificación, que hace del hombre un hijo de Dios), el maestro, el sacerdote, debería tener ya desde este mundo sólo el aspecto de hijo de Dios, de criatura resuelta toda en alma y perfección; debería tener, digo, para llevar a Dios a sus discípulos. ¡Anatema a los maestros de sobrenatural doctrina que se transforman en ídolos de humano saber!
¡Desdichados, siete veces desdichados, mis sacerdotes muertos al espíritu, aquellos que con su insipidez, con su tibieza de carne medio muerta, con su sueño lleno de alucinaciones de todo lo que no es el Dios uno y trino, y de cálculos de todo lo que no es el sobrehumano deseo de aumentar las riquezas de los corazones y de Dios, conducen una vida mezquina, humana, abúlica, arrastrando hacia sus aguas muertas a quienes, considerándolos «vida», los siguen! ¡Maldición divina sobre los corruptores de mi pequeño, amado rebaño! Os pediré justificación, ¡oh incumplidores siervos del Señor!, de todo el tiempo que habéis tenido, de cada una de las horas, de cada contingencia, de todas las consecuencias; a vosotros os la pediré, no a los que perecen por vuestra indolencia… y exigiré castigo.
Recordad estas palabras. Ahora marchaos. Yo voy a subir hasta la cima. Dormid si queréis. Mañana el Pastor abrirá para el rebaño los pastos de la Verdad.