Áglae en casa de María, en Nazaret
María está trabajando serena una tela. Es ya de noche. Todas las puertas están cerradas. Una lamparita de tres bocas ilumina una pequeña habitación de Nazaret, especialmente la mesa junto a la que está sentada la Virgen. La tela – quizás es una sábana —pende del arquibanco y desde las rodillas hasta el suelo. Así, María, que está vestida de azul oscuro, parece emerger de un cúmulo de nieve. Está sola. Cose ligera, con la cabeza inclinada hacia su trabajo. La luz enciende la parte más alta de su cabeza con reflejos de pálido oro, el resto de su rostro está en la penumbra.
En la habitación, bien ordenada, reina el máximo silencio. De la calle, desierta en la noche, no llega ningún ruido; tampoco del huerto. La pesada puerta que a éste conduce desde la habitación en que María está trabajando – la misma en que generalmente come y recibe a las personas amigas – está cerrada, impidiendo que el ruido que hace el agua de la fuente al caer en la pila pueda entrar. Reina verdaderamente el más profundo silencio. Desearía saber en qué piensa la Virgen mientras sus manos trabajan veloces…
Llaman discretamente a la puerta de la calle. María levanta la cabeza y escucha (tan ligero ha sido el sonido, que María debe pensar que lo ha producido algún animal nocturno, o un ligero viento que haya golpeado la puerta, y vuelve a inclinar la cabeza hacia su trabajo). Pero el sonido se repite, esta vez de forma más perceptible. María se levanta y va hacia la puerta. Pregunta antes de abrir:
-¿Quién llama?
Responde una voz fina:
-Una mujer. ¡En nombre de Jesús, piedad de mí!
María abre inmediatamente. Mantiene en alto la lámpara para conocer a esta peregrina. Ve sólo un amasijo de tela, una maraña que no deja traslucir nada; una pobre maraña curvada con profunda reverencia y que dice:
-¡Ave! ¡Señora! – y repite: « ¡En nombre de Jesús, piedad de mí!».
-Entra. Dime qué quieres. No te conozco.
-Ninguno me conoce y al mismo tiempo muchos me conocen, Señora. Me conoce el Vicio y me conoce la Santidad. Necesito que la Piedad me abra ahora sus brazos. La Piedad eres tú… – y se echa a llorar.
-Entra, entra. Dime. Me basta lo que has dicho para comprender que eres una desdichada. Pero no sé todavía quién eres. Tu nombre, hermana.
-¡No, hermana no! No puedo ser hermana tuya… Tú eres la Madre del Bien… yo… yo soy el Mal… – y llora cada vez más fuerte bajo su manto, echado incluso sobre la cara para esconderla enteramente
María deja la lámpara en un asiento, coge la mano de la desconocida, que está arrodillada en el umbral de la puerta, y la obliga a levantarse.
María no la conoce… yo sí: es la velada de Agua Especiosa.
Se pone en pie, avergonzada, temblorosa, estremecida por su propio llanto, pero se sigue resistiendo a entrar, y dice: -Soy pagana Señora. Para vosotros, hebreos, sería basura aunque fuera santa, soy doblemente basura porque soy una meretriz.
-Si vienes a mí, si buscas a mi Hijo a través de mí, no puedes ser sino un corazón arrepentido. Esta casa acoge a todo el que lleve pe nombre Dolor – y tira de ella hacia dentro y cierra la puerta. Pone la lámpara de nuevo en la mesa, le ofrece un asiento y le dice:
-Habla.
Pero la velada no se quiere sentar; un poco cabizbaja, continúa llorando. María está frente a ella, dulce y majestuosa; está esperando a que el llanto se calme; entretanto ora. La veo orar con todo su aspecto, aunque nada en Ella tome actitud de oración (ni las manos que no sueltan la pequeña mano de la velada, ni los labios, que están cerrados).
Por fin el llanto se calma. La velada se enjuga el rostro con su velo y dice:
-Pero no he venido desde tan lejos para seguir estando en el anonimato. Ésta es la hora de mi redención y debo desnudar mi corazón para… para mostrarte cuántas llagas lo cubren. Tú eres una madre, y además… su Madre, por eso tendrás piedad de mí.
-Sí, hija.
-¡Sí!, ¡llámame hija!… Tenía a mi madre, pero la abandoné. Me dijeron que había muerto de dolor. Tenía a mi padre, pero me maldijo, y todavía hoy dice a sus conciudadanos: «No tengo ya ninguna hija»…
Rompe de nuevo a llorar impetuosamente. María palidece de pena y le pone una mano en la cabeza para consolarla. La velada sigue diciendo:
-No tendré ya a nadie que me llame hija… Sí, acaríciame así, como hacía mi madre cuando yo era pura y buena… Deja que te bese esta mano y que con ella enjugue mi llanto. Mi llanto solo no me lava. ¡Cuánto he llorado desde que he comprendido!… Ya antes había llorado, es horroroso no ser sino carne utilizada e insultada por el hombre. Pero eran lloros de animal apaleado, que odia a quien lo tortura, y contra él se revuelve; y esos lloros ensuciaban cada vez más, porque… yo cambiaba de dueño pero no cambiaba de animalidad… Hace ocho meses que lloro… porque he comprendido… He comprendo mi miseria y podredumbre, que me cubren y me hastían y me producen náuseas… Pero mi llanto, que cada vez es más consciente, no me lava; se mezcla con mi inmundicia, pero no la quita. ¡Oh Madre, seca tú mi llanto, y quedaré limpia y podré acercarme a mi Salvador!
-Sí, hija, sí. Siéntate. Aquí, conmigo. Habla con serenidad. Deposita aquí, sobre mis rodillas maternas, todo tu peso. María se sienta.
Pero la velada se desliza hasta el suelo, a sus pies, porque quiere hablarle en esa postura. Comienza suavemente:
-Soy de Siracusa… Tengo veintiséis años… Era hija de un administrador – como diríais vosotros; nosotros decimos procurador – de un noble señor romano. Era hija única. Vivía feliz. Residíamos cerca de la marina, en el bellísimo chalet de la propiedad que administraba mi padre. De vez en cuando venía el dueño, o su mujer, y los hijos… Nos trataban bien. Conmigo eran buenos. Las niñas jugaban conmigo… Mi madre era feliz… se sentía orgullosa de mí. Yo era guapa… inteligente… Todo me salía bien y sin dificultad… Pero estimaba más lo frívolo que lo bueno. En Siracusa hay un teatro notable….bonito….grande….En él se celebran los juegos y se representan comedias… En las comedias y tragedias actúan mucho los mimos, para poner de relieve, con sus muchas danzas, el significado del coro. Tú no lo sabes… pero también con las manos y movimientos del cuerpo podemos expresar los sentimientos del hombre turbado por alguna pasión… Jovencitos y niñas se forman en un gimnasio especial para ser mimos; deben ser hermosos como dioses, ágiles como mariposas… A mí me gustaba mucho subir a una especie de altura desde la que se dominaba este lugar y ver las danzas de los mimos; luego las repetía yo por mi cuenta en los prados floridos, en las doradas arenas de mi terreno, en el jardín del chalet. Parecía una estatua de arte, o un viento surcando los espacios: sí, sabía muy bien pararme en poses estatuarias o trasvolar sin tocar casi el suelo. Mis amigas ricas me admiraban y mi madre se sentía orgullosa…
La velada habla, recuerda, se representa de nuevo, ve como en un sueño el pasado, y llora; sus sollozos son las comas de sus palabras.
-Un día – era el mes de mayo – Siracusa estaba toda florida. Hacía poco que habían concluido las fiestas. Me había entusiasmado una de las danzas representadas en el teatro… Los dueños de la propiedad me habían llevado a este espectáculo con sus hijas. Tenía entonces catorce años… En aquella danza, los mimos, que debían representar a las ninfas de primavera acudiendo a adorar a Ceres, bailaban coronadas de rosas, vestidas de rosas… sólo de rosas, porque el vestido era un velo sutilísimo, una red de tela de araña sobre la que habían sido esparcidas rosas… Bailando, parecían aladas Hebes, de tan ligeras como se movían, y aparecían sus espléndidos cuerpos, separadas como estaban las franjas de velo florido para poner a sus espaldas alas… Estudié esa danza… y un día… y un día…
La velada llora aún más intensamente… Luego toma nuevas fuerzas.
-Era hermosa. Lo soy. Mira.
Se pone de pie echando rápida hacia atrás el velo y dejando caer el manto. Yo me quedo estupefacta porque veo aparecer, tras las ropas desechadas, a Áglae, bellísima incluso así: con una humilde túnica, peinado sencillo de trenzas, sin joyas, sin pomposas vestiduras; una verdadera flor de carne, flor esbelta y perfecta; su cara, bellísima, es de un moreno pálido; sus ojos, de terciopelo, llenos de fuego.
Vuelve a arrodillarse delante de María:
-Era bonita, por desgracia para mí. Y estaba desquiciada. Aquel día me vestí de velos. Me ayudaron las niñas, que eran mis señoras, a las cuales les gustaba verme bailar… Me vestí en una estría de playa dorada, frente al mar azul. En la playa – que en ese lugar estaba desierta – había silvestres flores blancas y amarillas, con su penetrante perfume de almendra, vainilla, de carne recién lavada; también de las agruras provenían oleadas de penetrante perfume, y olían las rosaleras siracusanas, y el mar y la arena; el sol extraía olor de todas las cosas… una sensación de grandeza cósmica que me embriagaba. Me sentía ninfa también yo, y adoraba… ¿a quién?: ¿a la Tierra fecunda?, ¿al Sol fecundador? No lo sé. Siendo pagana entre los paganos, supongo que adoraría al Sentido, a mi despótico rey, desconocido para mí como tal rey y más poderoso que un dios… Me puse una corona de rosas cortadas del jardín… y bailé… Me sentía ebria de luz, de aromas, del placer de ser joven, ágil y bonita. Bailé… y fui vista. Vi que me miraban… mas no me avergoncé de aparecer desnuda ante dos ojos concupiscentes de hombre; antes al contrario, me complací en aumentar mis vuelos… La complacencia en ser admirada me ponía verdaderamente alas… Ello habría de significar mi perdición. Pasados tres días, como los dueños de la propiedad se habían ido de regreso a su patricia morada de Roma, me quedé sola. No me quedé en casa… Aquellos dos ojos admiradores me habían revelado otra cosa más allá de la danza, me habían revelado el sentido y el sexo.
Áglae advierte en María un gesto involuntario de disgusto.
-¡Quizás es que te repugno, porque tú eres pura…!
-Habla, habla, hija. Mejor a María que a Él. María es un mar que lava…
-Sí, mejor a ti. Me lo dije yo a mí misma también, cuando supe que Él tenía una madre… Porque antes, viéndolo tan distinto de todos demás hombres (el único que es todo espíritu) – ahora sé que el espíritu existe y qué es -, antes, no habría podido decir de qué estaba formado tu Hijo, tan sin sensualidad a pesar de ser hombre, y para mis adentros pensaba que no tenía madre sino que había descendido a esta Tierra así, sin más, para salvar a estas horrendas ruinas humanas, de las cuales yo soy la más grande…
Todos los días volví a aquel lugar, con la esperanza de volver a ver a aquel hombre joven, moreno, guapo… Pasado un tiempo, lo vi de nuevo… Me habló y me dijo: «Ven conmigo a Roma. Te llevaré a la corte imperial. Serás la perla de Roma». Dije: «Sí, seré tu esposa fiel. Ven a casa de mi padre». Se echó a reír burlonamente, y me besó. Dijo: «No, no esposa sino diosa; yo seré tu sacerdote y te revelaré los secretos de la vida y del placer». Yo estaba fuera de mis cabales. Era una niña. Lo que no quitaba para que no ignorase lo que era la vida… Era astuta. De todas formas, aunque no estaba en mis cabales, no era todavía una depravada… así que me dio asco su propuesta. Me libré de sus brazos y corrí hacia mi casa… Pero no le dije nada a mi madre… y no supe resistir al deseo de volver a ver a ese hombre … Sus besos me habían hecho enloquecer más aún… Volví… Apenas llegué a la playa solitaria, me abrazó, besándome con frenesí: una lluvia de besos, de palabras de amor, de preguntas («¿acaso no está ya todo en este amor?», «¿no es más dulce que un vínculo?», «¿qué más quieres?», «¿puedes, acaso, vivir sin esto?»).
Oh, Madre! Esa misma noche huí con ese sucio patricio… Y vine a ser un andrajo bajo el pie de su animalidad (no una diosa, sino barro; no una perla, sino estiércol). No se me reveló la vida, sino las porquerías de la vida, la infamia, el asco, el dolor, la vergüenza, la infinita miseria de no ser ya ni siquiera mía… Y luego, la caída total. Después de seis meses de orgía, cansado de mí, ese hombre pasó a nuevos amores; yo pasé a ser una mujer pública. Saqué partido a mis dotes de bailarina… Para aquel entonces ya sabía que mi madre había muerto de dolor y que ya no tenía ni casa ni padre… Me recibió en su escuela un maestro de baile. Me perfeccionó… me gozó… y me lanzó, cual flor experta en todas las artes de la sensualidad, al ambiente del corrompido patriciado de Roma; así, la flor -ya sucia – cayó en una cloaca. Durante diez años he ido descendiendo cada vez más al abismo. Luego me trajeron aquí para alegrar los tiempos libres de Herodes. Aquí pasé a ser del nuevo patrón. ¡Oh, cualquiera de nosotras es como un perro atado con una cadena; más atada incluso que los propios perros! ¡Y no hay amo de jauría más brutal que el hombre que posee a una mujer! ¡Madre… estás temblando!… Sientes horror de mí, ¿no?
María se ha llevado la mano a su corazón, como si lo tuviera herido. Y responde:
-No, de ti no. Lo que me horroriza es el Mal, que tanto domina la tierra. Sigue, desventurada criatura.
-Me llevó a Hebrón… ¿Vivía libre?, ¿era rica? Sí, digámoslo así, en cuanto que no estaba encarcelada y en cuanto que nadaba en joyas; pero la realidad era que sólo podía ver a quien él quería que viese, y no tenía derecho ni siquiera a mí misma.
Un día vino a Hebrón un hombre, el Hombre, tu Hijo. Él estimaba aquella casa. Lo supe y lo invité a entrar. Samay no estaba… Desde la ventana ya había oído palabras y había visto un aspecto que habían conmovido mi corazón. Pero, Madre; te juro que no fue la carne la que me movió hacia tu Jesús. Lo que El me reveló fue la causa de que me acercara al umbral de la puerta, desafiando las burlas del vulgo, para decirle: «Entra»; fue el alma, esa alma que hasta entonces no sabía que tenía. Me dijo: «Mi Nombre quiere decir Salvador. Salvo a quien tiene buena voluntad de ser salvado; salvo enseñando a ser puros, a querer el dolor por el honor, a querer el Bien a toda costa. Yo soy Aquel que busca a los perdidos, Aquel que da la Vida; soy Pureza y Verdad». Me dijo que yo también tenía un alma, pero que 1a había matado con mi modo de vivir. No obstante, no me maldijo ni se burló de mí. ¡Y no puso en mí sus ojos un solo momento! Es el primer hombre que no me ha comido con su ávida mirada, porque llevo conmigo la tremenda maldición de atraer al hombre… Me dijo que quien lo busca lo encuentra, porque está donde hay necesidad de médico, medicinas. Y se marchó. Pero sus palabras quedaron aquí y aquí han permanecido. Yo me decía: «Su Nombre quiere decir Salvador», como queriendo empezar a curarme. De su visita me habían quedado sus palabras y sus amigos, los pastores. Mi primer paso fue darles a los pastores limosna y pedirles oraciones… Luego… me escapé…
Fue una fuga santa: huí del pecado yendo en busca del Salvador Busqué, busqué, segura de que lo encontraría porque así me lo había prometido. Me mandaron a donde un hombre de nombre Juan, creyendo que era Él, pero no era. Posteriormente, un hebreo me indicó el camino de Agua Especiosa. Vivía de la venta del oro que tenía, que era mucho. Durante los meses en que viví errante tuve que mantener cubierto mi rostro para que no me atrapasen de nuevo, y porque además Áglae realmente estaba sepultada bajo ese velo; había muerto la vieja Áglae, quedaba sólo esa alma suya herida y desangrada que iba en busca de su médico. Muchas veces tuve que huir de la sensualidad del varón, que me perseguía a pesar de estar tan oculta bajo mis vestiduras. Incluso uno de los amigos de tu Hijo…
En Agua Especiosa vivía como un animal. Vivía pobre pero feliz. Ni el rocío ni el río me limpiaron como sus palabras. ¡Oh, ni una sola perdí! Una vez perdonó a un asesino. Oí sus palabras y estuve por decirle: «¡Perdóname también a mí!». Otra vez habló de la inocencia perdida. ¡Oh, qué llanto de nostalgia! Otra vez curó a un leproso… y estuve por gritar: «¡Límpiame a mí de mi pecado…!». Otra vez curó a un demente romano… y lloré… y mandó que me dijeran que las patrias pasan pero el Cielo permanece. Una noche de tormenta me ofreció la casa… y se preocupó de que el encargado me diera posada… a través de un niño, me dijo: «No llores»… ¡Oh, qué bondad la suya! ¡Qué miseria la mía!: tan grandes ambas, que no me atreví a portar mi miseria a sus pies, a pesar de que uno de los suyos, de noche, me instruyera acerca de la infinita misericordia de tu Hijo. Luego, mi Salvador se fue, insidiado por quienes veían pecado en el deseo de un alma renacida… Lo esperé… Pero lo esperaba también la venganza de aquellos que son aun mucho más indignos que yo de mirarlo, porque yo he pecado como pagana contra mí misma, pero ellos pecan, conociendo ya a Dios, contra el Hijo de Dios… Y me maltrataron. Pero me hirieron más sus acusaciones que las piedras; hirieron más ellos mi alma que mi carne, hundiéndola en la desesperación.
¡Oh, qué tremenda lucha conmigo misma! Andrajosa, sangrante, herida, febril, ya sin Médico, sin techo ni pan, miré hacia atrás, miré al futuro… El pasado me decía: «Vuelve»; el presente: «Mátate»; el futuro: «Ten esperanza». He tenido esperanza. No me he quitado la vi-da; lo haría, eso sí, si Él me rechazara, porque no quiero volver a ser lo que era. A duras penas llegué a un pueblo pidiendo asilo. Me reconocieron. Tuve que salir huyendo como un animal, y he tenido que seguir huyendo de
todos los lugares, perseguida siempre, siempre ultrajada, siempre maldecida, porque quería ser honesta y porque se esfumaban las esperanzas de quienes por medio de mí querían asestar sus golpes contra tu Hijo. Subí hasta Galilea siguiendo el curso del río y vine hasta aquí… Tú no estabas… Fui a Cafarnaúm: acababas de partir. Pero me vio un anciano, uno de sus enemigos, y me habló de mí como prueba evidente contra Él – tu Hijo – y, dado que yo lloraba y no reaccionaba, me dijo: «Todo podría cambiar para ti si quisieras ser mi amante y mi cómplice para acusar al Rabí nazareno. Bastaría con que dijeras, ante mis amigos, que Él era tu amante…». Huí como quien ve abrirse una mata florida al desenroscarse una serpiente.
Y comprendí que ya no podía ir a postrarme a sus pies. Por eso vengo a ti. Aquí estoy: pisotéame; soy sólo fango. Aquí me tienes: aléjame de tu presencia, porque soy pecadora. Dime mi nombre: meretriz. Estoy dispuesta a aceptar todo lo que me digas o hagas. Pero, ten piedad, Madre; toma mi pobre alma sucia y llévala a El. Cierto es que poner en tus manos mi lujuria es delito, pero son el único lugar en que estará protegida del mundo – que la quiere para sí – y se hará penitente. Dime cómo he de comportarme. Dime qué tengo que hacer. Dime cuál es el medio que debo seguir para dejar de ser Aglae. ¿Qué debo amputarme? ¿Qué debo arrancarme para dejar de ser pecado, seducción, para no tener que temer ni a mí misma ni al hombre? ¿Tengo que arrancarme los ojos? ¿Tengo que quemarme los labios? ¿Tengo que cortarme la lengua? Ojos, labios, lengua… me han servido en el mal; no quiero ya más el mal; estoy dispuesta a sacrificarlos para castigarme a mí y a ellos mismos. ¿0 quieres que me ampute estas concupiscentes caderas que me han impulsado a depravados amores, o que me arranque estas vísceras insaciables, de las que siempre temo un nuevo despertar? Dime, dime, ¿cuál es la vía para olvidarse de que se es hembra, y para hacérselo olvidar a los demás?
María está estremecida. Llora, sufre… pero el único signo de su dolor son las lágrimas que caen sobre la arrepentida. -Quiero morir perdonada. Quiero morir sin otro recuerdo sino el del Salvador. Quiero morir con su Sabiduría como amiga… ¡Y no puedo acercarme a Él, porque el mundo nos acecha, a mí y a Él, para acusarnos…».
Áglae llora, tirada en el suelo como un trapo.
María se pone en pie y casi jadeando, susurra:
-¡Qué difícil es ser redentores!
Áglae, que lo ha oído, intuyendo el movimiento de María, dice quejumbrosamente:
-¿Ves cómo tú también sientes repulsa? Me marcho. Todo está perdido.
-No, hija, no está perdido todo; ahora empieza todo para ti. Escúchame, alma abatida: no gimo por ti, sino por este mundo cruel; no te dejo marcharte; te acojo, pobre golondrina lanzada contra mis paredes por la ventisca; te llevaré a donde Jesús y Él te señalará el camino de tu redención…
-Ya no tengo esperanza… El mundo tiene razón, no puedo ser perdonada.
-No te puede perdonar el mundo, pero sí Dios. Déjame que te hable en nombre del supremo Amor, que me ha dado un Hijo para que yo lo dé al mundo; que me ha sacado de la feliz ignorancia de mi virginidad consagrada, para que el mundo tuviera el Perdón, y me ha sacado sangre, pero no en el parto sino del corazón, al revelarme que mi Hijo es la gran Víctima. Mírame, hija. En este corazón hay una gran herida, que me punza desde hace más de treinta años, que se abre cada vez más y me consume. ¿Sabes cuál es su nombre?
-Dolor.
-No. Amor. El amor es lo que abre mis venas para hacer que no esté solo el Hijo en su acto salvador; es el amor lo que me da fuego para que yo purifique a quienes no se atreven a ir a mi Hijo; el amor hace brotar lágrimas con que lavar a los pecadores. Tú querías mis caricias; te doy mis lágrimas, que te hacen ya blanca para poder mirar a mi Señor. ¡No llores de ese modo! No eres la única pecadora que se acerca al Señor y se despide de Él ya redimida; otras hubo y otras habrá.
¿Dudas, acaso, de que Él te pueda perdonar? ¿No ves en todo lo que te ha ocurrido un misterioso designio de la Bondad Divina? ¿Quién te condujo a Judea?, ¿y a la casa de Juan? ¿Quién te movió a asomarte a la ventana aquella mañana? ¿Quién encendió en ti una luz para ilustrarte sus palabras? ¿Quién te dio la capacidad de entender que la caridad, unida a la oración del favorecido, obtienen auxilio divino? ¿Quién te dio fuerzas para huir de la casa de Samay?, ¿quién, de perseverar los primeros días hasta su llegada? ¿Quién te puso en su camino? ¿Quién te capacitó para vivir como una penitente a fin de que se fuera purificando tu alma? ¿Quién ha hecho en ti alma de mártir, de creyente, de mujer perseverante, de mujer pura?…
Sí, no menees la cabeza. ¿Piensas, acaso, que sólo es puro quien no ha conocido la sensualidad? ¿O piensas que el alma no puede jamás volver a ser virgen y bella? ¡Hija, créeme que entre mi pureza, toda ella gracia del Señor, y tu heroica ascensión, rehaciendo el camino, hacia la cima de tu pureza perdida, es mayor la tuya! Tú la construyes, contra el apetito de los sentidos, la necesidad y el hábito; en mí es dote natural, como respirar. Tú debes cercenar tu pensamiento, los sentimientos, la carne, para no recordar, para no desear, para no secundar; yo… ¿puede, acaso, una criaturita de pocas horas desear la carne?, ¿tiene mérito por no hacerlo? Pues así yo. Yo no conozco esa trágica hambre que ha hecho de la humanidad una víctima, no conozco sino la santísima hambre de Dios; tú, sin embargo, ésta no la conocías, y has conseguido aprenderla, y has domado la otra, trágica y horrenda, por amor a Dios, que ahora es tu único amor. ¡Sonríe, hija de la Misericordia divina! ¡Mi Hijo está haciendo en ti lo que te dijo en Hebrón. Ya lo ha hecho. Estás ya salvada, porque has tenido buena voluntad de salvarte, porque has aprendido la pureza, el dolor, el Bien. Tu alma ha renacido. Sí, necesitas su palabra, que te diga en nombre de Dios: «Estás perdonada». Eso yo no lo puedo decir, pero ya desde ahora te doy mi beso como promesa, como principio de perdón…
¡Oh, Espíritu eterno, un poco de ti siempre está en tu María! ¡Deja que Ella te infunda, Espíritu santificador, sobre esta criatura que llora y espera! ¡Por nuestro Hijo, oh Dios de amor, salva a ésta que de Dios espera salvación! ¡Que la Gracia, de que dijo el ángel Dios me ha colmado, se pose milagrosamente sobre esta mujer, y la mantenga hasta que Jesús, el Salvador bendito, el supremo Sacerdote, la absuelva en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu!…
Es de noche, hija. Estás cansada. Tus vestidos, hechos jirones. Ven. Descansa. Mañana te pondrás en camino… Te enviaré a una familia de personas honradas, porque aquí ya vienen demasiados. Te daré un vestido en todo igual al mío.
Parecerás una hebrea. Yo veré a mi Hijo en Judea, no antes, porque la Pascua se aproxima y para el novilunio de Abril estaremos en Betania; así que le hablaré de ti. Ve a casa de Simón el Zelote. Allí me encontrarás y te conduciré a Él.
Áglae sigue llorando, pero ahora con paz. Está sentada en el suelo. También María se ha sentado de nuevo, y Áglae deposita su cabeza sobre las rodillas de María y le besa la mano… Luego susurra quejumbrosa:
-Me reconocerán…
-¡Oh, no! No temas. Tu vestido era demasiado conocido. Yo te prepararé para este viaje tuyo hacia el Perdón; serás como la virgen preparada para su boda: distinta y desconocida para la muchedumbre que ignora el rito. Ven. Tengo una pequeña habitación al lado de la mía. En ella se alojan santos y peregrinos deseosos de ir a Dios; te hospedará también a ti.
Aglae hace ademán de querer recoger el manto y el velo.
-Deja. Son los vestidos de la pobre Áglae extraviada, que ya no existe… y ni siquiera debe quedar de ella el vestido: ha experimentado demasiado odio, y tanto daño hace el odio cuanto el pecado.
Salen al oscuro huerto. Entran en el cuarto de José. María enciende una lamparilla que hay encima de una repisa, acaricia una vez más a la arrepentida, cierra la puerta y, con su triple llamita, se hace luz para ver a dónde puede llevar el manto desgarrado de Áglae para que ningún visitante lo vea al día siguiente.