Jesús concurre con las romanas en el jardín de Juana de Cusa.
Jesús, con la ayuda de un barquero que lo ha recibido en su pequeña barca, llega al espigón del jardín de Cusa. Lo ve un jardinero y se apresura a abrirle la verja que intercepta a los extraños la entrada a la propiedad por la parte del lago. Es una verja alta y resistente, oculta por un seto tupidísimo y también alto (de laurel y boj por la parte externa, la que da al lago; de rosas de todos los colores por la parte interna, hacia la casa). Los espléndidos rosales cubren de flores las frondas broncíneas de los laureles y bojes, se insinúan entre el ramaje, se asoman al otro lado, por el que, cuando rebasan de1 todo la verde barrera, cuelgan sus florecidas ramas. Solamente en un punto, a la altura del paseo, la verja se muestra desnuda, y se abre para dar paso a quien o viene del lago o a él va.
-Paz a esta casa y a ti, Yoanás. ¿Dónde está la señora?
-Allí, con sus amigas. Voy a llamarla. Hace tres días que te están esperando, porque temían llegar con retraso.
Jesús sonríe. El sirviente va corriendo a llamar a Juana. Mientras tanto, Jesús dirige sus pasos lentamente hacia el lugar señalado, admirando el espléndido jardín – se podría decir la espléndida rosaleda – que Cusa ha dispuesto para su mujer. Rosas de todos los olores, tamaños y formas, en esta ensenada del lago protegida, ríen ya, precoces y magníficas; hay también otras flores, pero todavía no se han abierto y su presencia es mínima comparada con la abundancia de rosales.
Acude Juana. Ni siquiera se detiene a posar en el suelo un cestillo que tenía lleno de rosas hasta la mitad, ni a dejar las tijeras con las que estaba cortando; corre así, ligera y graciosa con su rico vestido de sutil lana de un rosa tenuísimo, cuyos repliegues están sujetos por pequeños discos y fíbulas de filigrana de plata en que brillan pálidos granates. Sobre sus cabe-los negros y ondulados, una diadema en forma de mitra, también de plata y granates, sujeta un velo de lino cendalí ligerísimo, rosa igualmente, que cae hacia atrás dejando descubiertas las orejas menudas que soportan el peso de unos pendientes similares a la diadema, y que deja ver también la cara risueña y el esbelto cuello, en cuya base brilla un collar del mismo trabajo que los otros ornatos preciosos.
Deja caer su cesto a los pies de Jesús y se arrodilla a besarle la túnica entre las rosas desparramadas. -Paz a ti, Juana. Como ves, he venido.
-Y yo me alegro de ello. También mis amigas han venido. Pero ahora tengo la impresión de que he actuado mal haciéndolo. ¡Cómo vais a poder entenderos! ¡Son completamente paganas!
Juana esta un poco turbada.
Jesús sonríe. Le pone una mano sobre la cabeza y dice:
-No temas. Nos entenderemos muy bien. Has actuado muy bien «haciéndolo». El encuentro abundará en bienes, como tu jardín en rosas. Recoge ahora estas pobres flores que has dejado caer y vamos a donde tus amigas.
-¡Rosas hay muchas! Lo hacía por pasar el tiempo y también porque esas amigas son muy… voluptuosas… Les gustan las flores como si fueran… no sé…
-¡A mí también me gustan! Fíjate, ya hemos encontrado un tema para entenderme con ellas. ¡Venga, recojamos estas espléndidas rosas!
Jesús se agacha para dar ejemplo.
-¡Tú no, Tú no, Señor! Si es tu deseo… Mira… ya está.
Caminan hasta una pequeña pérgola hecha de un trenzado multicolor de rosas. A la entrada hay tres romanas, mirando de hito en hito; son Plautina, Valeria y Lidia. La primera y la última permanecen quietas, pero Valeria se echa a correr y, en llegando a la altura de Jesús, se inclina y dice:
-¡Salve, Salvador de mi pequeña Fausta!
-¡Paz y luz a ti y a tus amigas!
Las amigas se inclinan sin decir nada.
A Plautina la conocemos ya. Es alta, majestuosa; sus ojos negros son espléndidos, un poco imperiosos; su nariz, bajo una frente lisa y blanquísima, es recta, perfecta; boca bien dibujada, aunque un poco túmida; el mentón, redondeado y marcado: me recuerda a ciertas bellísimas estatuas de emperatrices romanas. Gruesos anillos lucen en sus preciosas manos; anchos brazaletes ciñen sus brazos, en las muñecas y por encima de los codos, brazos verdaderamente estatuarios, que, bajo la corta manga drapeada, aparecen blanco-rosados, lisos, perfectos.
Lidia, por el contrario, es rubia, más delgada y joven. Su belleza no es majestuosa como la de Plautina, pero tiene toda la gracia de una juventud femenil aún un poco inmadura. Bueno, dado que estamos en tema pagano, podría decir que si Plautina parece la estatua de una emperatriz, Lidia podría ser una Diana o una ninfa de gentil y púdico aspecto.
Valeria, ahora que ha superado la desesperación de cuando la vimos en Cesárea, se presenta en su belleza de joven madre, de formas llenas aunque todavía muy juveniles, de mirada serena, propia de una madre que se siente feliz de poder amantar a su hijo, y verlo crecer alimentado con su leche; de tez rosada y pelo castaño, tiene una sonrisa plácida y muy dulce.
Me da la impresión de que son damas de rango inferior al de Plautina, a la que, incluso con la mirada, veneran como a una reina.
-¿Estabais recogiendo flores? Seguid, seguid. Podemos hablar mientras cogéis estas maravillosas obras del Creador que son las flores, mientras las colocáis en estas copas preciosas con la habilidad de que Roma es maestra, para alargarles la vida – ¡ay, demasiado breve! -… Si admiramos este capullo, que apenas si abre la sonrisa de sus pétalos amarillo-rosas, ¿cómo podremos no lamentar el verlo morir? ¡Ah, cuán asombrados se quedarían los hebreos si me oyeran decir esto!… Y es que también en esta criatura, en la flor, sentimos un algo que tiene vida, y nos duele presenciar su fin. Pero la planta es más sabia que nosotros: sabe que en el lugar en que se ha producido cada una de las heridas de un tallo cortado nacerá un rebrote que dará origen a una nueva rosa. Así pues, nuestra mente debe aprehender esta enseñanza y hacer del amor un poco sensual hacia la flor estímulo para un pensamiento más alto.
-¿Cuál, Maestro? – pregunta Plautina, que está escuchando atenta y seducida por el pensamiento elegante del Maestro
hebreo.
-Éste: que de la misma forma que la planta, mientras su raíz reciba alimento del suelo, no muere porque se le mueran algunos tallos, así la humanidad tampoco muere porque un ser se cierre al vivir terreno, sino que siempre germinan nuevas flores; además, mientras que la flor -y éste es un pensamiento más alto aún, que nos mueve a bendecir al Creador – una vez muerta no revive – lo cual es motivo de tristeza -, el hombre cuando duerme el último sueño no está muerto, sino que posee una vida aún más fúlgida, pues recibe, en lo que constituye su parte mejor, de su Creador que lo formó, eterna vida y esplendor. Por eso, Valeria, aunque tu hija hubiera muerto, no habrías perdido su caricia: tu criatura – separada, pero no olvidada de tu amor – siempre habría besado tu alma. ¿Te das cuenta de que es dulce creer en la vida eterna? ¿Dónde está ahora tu hijita?
-Tapada en aquella cuna. Nunca me habría separado de ella, porque el amor por mi marido y mi hija eran los dos motivos de mi vida; pero ahora, que sé lo que es verla morir, no la dejo ni por un instante.
Jesús se dirige hacia un asiento sobre el que ha sido colocada una especie de cunita de madera. Levanta la rica colcha que por entero la cubre, para mirar a la pequeñuela durmiente, la cual, dulcemente se despierta al llegarle aire más puro. Sus ojillos se abren sorprendidos. Una sonrisa angélica despega su boca, mientras sus manitas, antes cerradas, se abren ávidas de aferrar los ondeantes cabellos de Jesús; un gorjeo de gorrioncillo signa el discurrir de un contenido en su pensamiento; en fin, emite, como un trino, la grande y universal palabra:
-¡Mamá!
-Tómala, tómala – dice Jesús, apartándose para permitir que Valeria se incline hacia la cuna.
-¡Te va a molestar!… Voy a llamar a una esclava para que le dé un paseo por el jardín.
-¿Molestarme? ¡No! Nunca me molestan los niños. Son siempre mis amigos.
-¿Tienes hijos, o sobrinos, Maestro? – pregunta Plautina al observar con qué sonrisas Jesús provoca a la niña para que se
ría.
-No tengo ni hijos ni sobrinos, pero amo a los niños, al igual que aprecio las flores, porque son puros y sin malicia. Trae, mujer, déjame a tu pequeñuela, que me resulta muy dulce apretar contra mi corazón a un angelito.
Y se sienta con la niñita; ella lo observa y despeina la barba de Jesús; luego encuentra más interés en las franjas del manto y en el cordón de la túnica, a los cuales dedica un largo y misterioso discurso.
Plautina dice:
-Nuestra buena y sabia amiga, una de las pocas que no se desdeña de tratar con nosotras y que, al mismo tiempo, no se corrompe con nosotras, te habrá dicho que nuestro deseo era verte y oírte para juzgarte por lo que eres, porque Roma no cree en fábulas… ¿Por qué sonríes, Maestro?
-Después te lo digo. Prosigue.
-Porque Roma no cree en fábulas y quiere juzgar con ciencia y con conciencia antes de condenar o exaltar. Tu pueblo te exalta y te calumnia con igual medida. Tus obras mueven a exaltarte; las palabras de muchos hebreos, a creerte poco menos que un delincuente. Tus palabras son solemnes y sabias como las de un filósofo. Roma se siente muy atraída por las doctrinas filosóficas, aunque reconozco que nuestros actuales filósofos no poseen una doctrina satisfactoria, incluso porque su forma de vivir no está en consonancia con la doctrina.
-No pueden vivir en consonancia con su doctrina.
-Porque son paganos, ¿no es cierto?
-No. Porque son ateos.
-¿Ateos? ¡Pero si tienen sus dioses!…
-Ya ni siquiera esos, mujer. Te recuerdo a los antiguos filósofos, a los más grandes. También eran paganos, y, a pesar de todo, ¡fíjate qué noble fue su vida!: a pesar de convivir con el error -porque el hombre gravita hacia el error-, cuando se encontraron frente a los misterios más grandes, la vida y la muerte, cuando fueron puestos ante el dilema honestidad o deshonestidad, virtud o vicio, heroísmo o cobardía, y vieron que si se volvían al mal sería en perjuicio de su patria y de los ciudadanos, entonces, con voluntad de gigante, se deshicieron de los tentáculos de los nefastos pulpos y, libres y santos, supieron querer el Bien a costa de cualquier cosa, este Bien que no es sino Dios.
-Se dice que eres Dios. ¿Es verdad?
-Yo soy el Hijo del verdadero Dios, hecho Carne sin dejar de ser Dios.
-Pero, ¿qué es Dios? A juzgar por ti, el mayor de los maestros.
-Dios es mucho más que un maestro. No rebajéis la idea sublime de la Divinidad encerrándola en los límites de la sabiduría.
-La sabiduría es una divinidad. Nosotros tenemos a Minerva, que es la diosa del saber.
-También a Venus, diosa del placer. ¿Cómo podéis pensar que un dios, o sea, un ser superior a los mortales, tenga en grado perfecto todos los aspectos denigrantes de los mortales? ¿Cómo podéis pensar que un ser eterno tenga eternamente esos pequeños, mezquinos, humillantes placeres de quien tiene una hora de tiempo, y que a ello reduzca la finalidad de su vida? ¿No pensáis en lo sucio que es ese Cielo al que llamáis Olimpo, donde fermentan los más acerbos extractos de la humanidad? Si miráis a vuestro Cielo, ¿qué veis?: lujuria, delitos, odios, guerras, robos, crápula, celadas, venganzas. ¿Qué hacéis para celebrar las fiestas de vuestros dioses?: orgías. ¿Qué culto les dais? ¿Dónde está la verdadera castidad de las consagradas a Vesta? ¿En qué código divino se basan vuestros pontífices para juzgar? ¿Qué palabras pueden leer vuestros augures en el vuelo de las aves o en el fragor del trueno? ¿Qué respuestas pueden dar a vuestros arúspices las sangrantes entrañas de los animales sacrificados? Me acabas de decir hace un momento: «Roma no cree en historietas». Y entonces, ¿por qué creéis que doce pobres hombres, haciendo dar una vuelta en torno a los campos a un cerdo, una oveja y un toro, e inmolándolos después, pueden atraerse a Ceres, si tenéis infinitas deidades, que se odian entre sí, y además vengativas, según creéis? No. Dios es muy distinto de eso, es eterno, único y espiritual.
-Pero Tú dices ser Dios, y eres carne.
-Hay un altar sin dios en la patria de los dioses. La sabiduría humana lo ha dedicado al Dios desconocido, porque los sabios, los verdaderos filósofos, intuyeron que había algo más detrás del escenario historiado producido por esos eternos niños que son los hombres cuyos espíritus están fajados por el error. Ahora bien, si esos sabios – que intuyeron que tras el engañoso escenario había algo más, algo verdaderamente sublime y divino que ha hecho todo cuanto existe; de quien procede todo lo que de bueno hay en el mundo -, si esos sabios quisieron un altar para el Dios desconocido, sentido por ellos como el verdadero Dios, ¿cómo es que vosotros llamáis dioses a lo que no es dios, y afirmáis saber lo que en realidad no sabéis? Sabed pues, lo que es Dios, para poderlo conocer y honrar. ‘Dios es Aquel que con su pensamiento ha hecho de la Nada el Todo. ¿Tiene poder persuasivo para vosotros la fábula de las piedras que se transforman en hombres?, ¿os satisface? En verdad, hay hombres más duros y malos que una piedra y piedras más útiles que ciertos hombres. Valeria, ¿qué te resulta más dulce, mirando a esta hijita tuya, pensar «Es un deseo de Dios hecho vida, creado y formado por Él, dotado por Él de una segunda vida imperecedera – de forma que seguiré teniendo a mi pequeña Fausta, y además para toda la eternidad, si creo en el Dios verdadero», en vez de decir: «Esta carne de rosa, estos cabellos más sutiles que hilo de araña, estas pupilas serenas proceden de una piedra»; o pensar: «Soy semejante en todo a la loba o a la yegua; me uno carnalmente como los animales, animalescamente engendro y crío; esta hija mía es fruto de mi instinto animalesco y es un animal como yo, y mañana, muerta ella y muerta yo, seremos dos cadáveres que habrán de descomponerse y oler, y que nunca jamás se habrán de volver a ver»? Dime, tu corazón de madre, ¿cuál de los dos razonamientos elegiría?
-Desde luego, el segundo no, Señor. Si hubiera sabido que Fausta no podía corromperse para siempre, mi dolor frente a su agonía habría sido menos cruel, porque habría pensado: «He perdido una perla, pero sigue existiendo y la encontraré»
-Tú lo has dicho. Cuando he llegado aquí, vuestra amiga me ha manifestado su perplejidad ante vuestra gran pasión por las flores, y temía que Yo me pudiera incomodar por ello; pero la he tranquilizado diciéndole: ¡A mí también me gustan, así que nos entenderemos muy bien». Es más, quisiera elevar vuestra estima de las flores come hago con Valeria respecto a su hija, a quien – estoy seguro – otorgará aún mayores atenciones ahora que sabe que tiene alma, que es un soplo de Dios que está dentro de la carne generada por su madre; un alma que no muere, y que su madre, si cree en el Dios verdadero, volverá a encontrar en el Cielo.
Pues de la misma forma ahora vosotras observad esta magnífica rosa: la púrpura que embellece las vestiduras imperiales no es tan espléndida como este pétalo, que deleita no sólo los ojos, por su color, sino también el tacto, por su suavidad, y el olfato por su perfume. Observad también esa otra… y ésa… y esa otra…: la primera es sangre emanada de un corazón; la segunda, nieve reciente; la tercera, pálido oro; la última parece como si reflejase esta dulce cara infantil que me sonríe apoyada sobre mi pecho. Se podría decir aún más: la primera se yergue rígida sobre un grueso tallo exento casi de espinas, rojizas sus hojas, como salpicadas de sangre; la segunda tiene a lo largo del tallo raras espinas en forma de gancho y opacas y pálidas hojas; la tercera es flexible como un junco, sus hojas son pequeñas y brillantes como si de cera verde se tratase; la última, con tantas espinas como tiene, parece estar impidiendo cualquier tipo de asalto a su rósea corola: parece una lima de agudísimas puntas.
Volved vuestro pensamiento hacia esta realidad, pensad: ¿quién lo ha hecho?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿dónde?; ¿qué era este lugar en la noche de los tiempos? No era nada. Era una agitación informe de elementos. Dios dijo primero: «Quiero», y los elementos se separaron para reunirse por familias. Luego tronó otro «quiero», y se dispusieron con orden: uno en otro (el agua entre las tierras); uno sobre otro e1 aire y la luz sobre el planeta ya ordenado). Otro «quiero», y comenzaron a existir las plantas, y luego las estrellas, y los animales, luego el hombre. Dios donó sin tacañería las flores y los astros, cual espléndidos juguetes, para gozo del hombre, su predilecto, y por último le otorgó la alegría de procrear, no algo que muriese, sino algo que sobreviviese a la muerte por el don de Dios que es el alma. Estas rosas son expresión de otros tantos deseos del Padre: su infinito poder se despliega en infinidad de bellezas.
El flujo de mi palabra encuentra impedimento al chocar contra el compacto bronce de vuestra creencia. De todas formas, espero que, para ser éste nuestro primer encuentro, ya algo nos hayamos entendido. Ahora es vuestra alma la que debe trabajar con cuanto os he dicho.
¿Tenéis alguna pregunta que hacer? Si es así, hacedlas; estoy aquí para aclarar las cosas. La ignorancia no es motivo de vergüenza; lo es, sí, el persistir en la ignorancia cuando se tiene a alguien dispuesto a aclarar las dudas.
Dicho esto, Jesús, como si fuera el más experto de los papás, sale de la pequeña pérgola sujetando a la niñita, que está dando sus primeros pasitos y quiere ir hacia un surtidor que ondea bajo el sol.
Las damas permanecen en su sitio hablando entre sí en voz baja. Juana, en pugna con dos deseos, está en el umbral de la pérgola… A1 final Lidia se decide – y tras ella las otras – y va a donde Jesús, que ríe porque la niñita pretende agarrar el
espectro solar del agua y lo único que coge es luz, y, no obstante, insiste, insiste con todo un piar de polluelo en sus labios de rosa.
-Maestro… no he entendido por qué has dicho que nuestros maestros no pueden conducir formas de vida buenas, siendo ateos; creen en un Olimpo, pero creen.
-Ese creer suyo no es sino una forma externa. Mientras han creído verdaderamente, como los verdaderos sabios creyeron en aquel Desconocido de que os he hablado, en aquel Dios que satisfacía su alma aunque no tuviera nombre, incluso sin conciencia de la voluntad: mientras han dirigido su pensamiento a este Ente, muy superior, muy superior a los pobres dioses llenos de humanidad, de baja humanidad, que el paganismo se ha procurado; mientras han hecho esto, necesariamente han reflejado un poco de Dios: el alma es espejo que refleja, eco que repite.
-¿Qué, Maestro?
-A Dios.
-¡Gran palabra es ésa.
-Es una gran verdad.
Valeria, seducida por el pensamiento de la inmortalidad, pregunta:
-Maestro, explícame dónde está el alma de mi hija; besaré ese lugar como a un sagrario; la adoraré, dado que es soplo
de Dios.
-¡El alma! Es como esta luz que tu Faustita quiere coger y no puede porque es incorpórea, pero que está ahí, como podemos ver Yo, tú y tus amigas. De la misma forma, el alma es visible en todo aquello que diferencia al hombre del animal. Cuando tu hijita te diga sus primeros pensamientos, piensa que esa inteligencia es su alma que se revela; cuando te quiera, no ya con su instinto sino con su razón, piensa que ese amor es su alma. Cuando crezca a tu lado hermosa, no tanto de cuerpo cuanto de virtud, piensa que esa belleza es su alma. Y no adores al alma, sino a Dios, que es el Creador del alma; a Dios, que de toda alma buena quiere hacerse un trono.
-¿Donde está esta cosa sublime?: ¿en el corazón?, ¿en el cerebro?
-Está en el todo que es el hombre. Os contiene y está en vosotros contenida. Cuando os deja, sois cadáveres; cuando cae muerta (por un delito del hombre contra sí mismo), sois réprobos, estáis separados para siempre de Dios.
-¿Entonces admites que el filósofo que dijo que éramos inmortales, a pesar de ser pagano, tenía razón? – pregunta
Plautina.
-No es que lo admita. Voy más allá. Digo que es un artículo de fe. La inmortalidad del alma, o sea, la inmortalidad de la parte superior del hombre, es el misterio más cierto y consolador del acto de creer; es el que nos asegura de dónde venimos, a dónde vamos, de quién somos, y disuelve en nosotros la amargura de cualquier tipo de separación.
Plautina piensa profundamente – Jesús la observa, pero guarda silencio -y al final pregunta:
-¿Tú tienes alma?
Jesús responde:
-Sí, ciertamente.
-Pero, ¿eres, o no, Dios?
-Soy Dios, ya te lo he dicho, pero ahora he tomado naturaleza de hombre. Y, ¿sabes por qué? Porque sólo con este sacrificio mío podía resolver los puntos que para vuestra razón son inalcanzables; y, tras ser abatido el error, liberando el pensamiento, liberar también al alma de una esclavitud que por ahora no te puedo explicar. Por ello he introducido la Sabiduría en un cuerpo, la Santidad en un cuerpo: Yo esparzo por la tierra como una semilla la Sabiduría, como polen al viento; la Santidad se desparramará por el mundo en la hora de la
Gracia – como si fuera quebrada la preciosa ánfora que la contenía – y santificará a los hombres. Entonces el Dios desconocido será conocido.
-Pero si ya eres conocido… El que pone en duda tu poder y sabiduría es malo o falso.
-Soy conocido, pero es como si fuera sólo un amanecer; a la meridiana habrá plena cognición de mí.
-¿Cómo será tu mediodía? ¿Un triunfo? ¿Lo veré yo?
-Verdaderamente será un triunfo, y tú lo presenciarás porque sientes náusea de lo que conoces y apetito de lo que desconoces; tu alma tiene hambre.
-¡ Es verdad! Es de verdad de lo que tengo hambre.
-Yo soy la Verdad.
-Date entonces a la hambrienta.
-Basta con que vengas a mi mesa. Mi palabra es pan hecho con verdad.
-¿Qué dirán nuestros dioses si los abandonamos? ¿No se vengarán de nosotros? – pregunta Lidia asustada.
-Mujer: ¿has visto alguna vez una mañana neblinosa? Los prados se pierden detrás del vapor que los oculta. Viene el sol y el vapor desaparece, y los prados resplandecen más hermosos. Pues vuestro dioses no son sino niebla del pobre pensamiento humano que, ignorando a Dios, pero al mismo tiempo necesitando creer – la fe es el estado permanente y necesario del hombre -, se ha creado este Olimpo, verdadera fábula sin fundamento alguno; vuestros dioses, de la misma forma, cuando salga el Sol, Dios verdadero, desaparecerán de vuestros corazones sin poder causar mal alguno, porque no tienen existencia.
-Tendremos que escucharte todavía mucho. Nos encontramos completamente ante lo desconocido. Todo lo que dices es nuevo.
-¿Te da repulsa? ¿Te es imposible aceptarlo?
Plautina responde con seguridad:
-No. Me siento más orgullosa de lo poquísimo que ahora sé, y que César no sabe, que de mi nombre. -Pues persevera. «Os dejo con mi paz».
-¿Pero, cómo? ¿No te quedas más tiempo, Señor? – Juana esta desolada.
-No. Tengo muchas cosas que hacer…
-¡Yo que quería manifestarte una cosa que me aflige!…
Jesús, que ya se estaba marchando tras el respetuoso saludo de las romanas, se vuelve y dice:
-Ven hasta la barca, así podrás hablarme de lo que te aflige.
Juana lo acompaña, y dice:
-Cusa me quiere mandar un tiempo a Jerusalén. Esto me duele. Lo hace porque no me quiere seguir viendo relegada, ahora que estoy curada…
-Tú también te creas nieblas inútiles – Jesús ya ha puesto un pie en la barca – Si pensaras que así puedes recibirme en tu casa o seguirme con mayor facilidad, estarías contenta, y dirías: «La Bondad ha pensado en nosotros».
-¡Es verdad, Señor! No tenía esto en cuenta.
-¿Ves? Obedece como una buena esposa. La obediencia te aportará el premio de tenerme para la próxima Pascua y el honor de ayudarme a evangelizar a tus amigas. ¡ La paz sea siempre contigo!
La barca se separa del embarcadero y así todo termina.