El edicto de empadronamiento. Enseñanzas sobre el amor al esposo y la confianza en Dios.
De nuevo veo la casa de Nazaret, la pequeña habitación en que María habitualmente come. Ahora Ella está trabajando en una tela blanca. La deja para ir a encender una lámpara, pues está atardeciendo y no ve ya bien con la luz verdosa que entra por la puerta entornada que da al huerto. Cierra también la puerta.
Observo que su cuerpo está ya muy engrosado, pero sigue viéndosele muy hermosa. Su paso continúa siendo ágil; todos sus movimientos, donosos. No se ve en Ella ninguna de esas sensaciones de peso que se notan en la mujer cuando está próxima a dar a luz a un niño. Sólo en el rostro ha cambiado. Ahora es «la mujer». Antes, cuando el Anuncio, era una jovencita de carita serena e ingenua (como de niño inocente). Luego, en la casa de Isabel, cuando el nacimiento del Bautista, su rostro se había perfeccionado, adquiriendo una gracia más madura. Ahora es el rostro sereno, pero dulcemente majestuoso, de la mujer que ha alcanzado su plena perfección en la maternidad.
Ya no recuerda a esa «Virgen de la Anunciación» de Florencia. Cuando era niña, yo sí que la veía reflejada en ella. Ahora el rostro es más alargado y delgado; la mirada, más pensativa y grande. En pocas palabras: como es María actualmente en el Cielo. Porque ahora ha asumido el aspecto y la edad del momento en que nació el Salvador.
Tiene la eterna juventud de quien no sólo no ha conocido corrupción de muerte, sino que ni siquiera ha conocido el marchitamiento de los años. El tiempo no ha tocado a esta Reina nuestra y Madre del Señor que ha creado el tiempo. Es verdad que en el suplicio de los días de la Pasión — suplicio que para Ella empezó muchísimo antes, podría decir que desde que Jesús comenzó la evangelización — se la vio envejecida, pero tal envejecimiento era sólo como un velo corrido por el dolor sobre su incorruptible cuerpo. Efectivamente, desde cuando Ella vuelve a ver a Jesús, resucitado, torna a ser la criatura fresca y perfecta de antes del suplicio: como si al besar las santísimas Llagas hubiera bebido un bálsamo de juventud que hubiese cancelado la obra del tiempo y, sobre todo, del dolor. También hace ocho días, cuando he visto la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés, veía a María «hermosísima y, en un instante, rejuvenecida», como escribía; ya antes había escrito: «Parece un ángel azul». Los ángeles no experimentan la vejez. Poseen eternamente la belleza de la eterna juventud, del eterno presente de Dios que en sí mismos reflejan.
La juventud angélica de María, ángel azul, se completa y alcanza la edad perfecta — que se ha llevado consigo al Cielo y que conservará eternamente en su santo cuerpo glorificado, cuando el Espíritu pone el anillo nupcial a su Esposa y la corona en presencia de todos — ahora, y no ya en el secreto de una habitación ignorada por el mundo, con un arcángel como único testigo.
He querido hacer esta digresión porque la consideraba necesaria.
Ahora vuelvo a la descripción.
María, pues, ahora ya es verdaderamente «mujer», llena de dignidad y donaire. Incluso su sonrisa se ha transformado, en dulzura y majestad. ¡Qué hermosa está María!
Entra José. Da la impresión de que vuelve del pueblo, porque entra por la puerta de la casa y no por la del taller. María levanta la cabeza y le sonríe. También José le sonríe a Ella… no obstante, parece como si lo hiciera forzado, como quien estuviera preocupado. María lo observa escrutadora y se levanta para coger el manto que José se está quitando, para doblarlo y colocarlo encima de un arquibanco.
José se sienta al lado de la mesa. Apoya en ella un codo y la cabeza en una mano mientras con la otra, absorto, se peina y despeina alternativamente la barba.
-¿Estás preocupado por algo? – pregunta María. – ¿Te puedo servir de consuelo?
– Tú siempre me confortas, María. Pero esta vez es una gran preocupación… por ti.
-¿Por mí, José? ¿Y qué es, pues?
– Han puesto un edicto en la puerta de la sinagoga. Ha sido ordenado el empadronamiento de todos los palestinos. Hay que ir a anotarse al lugar de origen. Nosotros tenemos que ir a Belén…
-¡Oh! – interrumpe María, llevándose una mano al pecho.
-¿Te preocupa, verdad? Es penoso. Lo sé.
– No, José, no es eso. Pienso… pienso en las Sagradas Escrituras: Raquel, madre de Benjamín y esposa de Jacob, del cual nacerá la Estrella, el Salvador. Raquel, que está sepultada en Belén; de la que se dijo: «Y tú, Belén Efratá, eres la más pequeña entre las tierras de Judá, mas de ti saldrá el Dominador», el Dominador prometido a la estirpe de David; Él nacerá allí…
-¿Piensas… piensas que ya ha llegado el momento? ¡Oh! ¿Qué podemos hacer? – José está enormemente preocupado y mira a María con ojos llenos de compasión.
Ella lo percibe, y sonríe. Su sonrisa es más para sí que para él. Es una sonrisa que parece decir: «Es un hombre; justo, pero hombre. Y ve como hombre, piensa como hombre. Sé compasiva con él, alma mía, y guíalo a la visión de espíritu». Y su bondad la impulsa a tranquilizarlo. No mintiendo, sino tratando de quitarle la preocupación, le dice:
– No sé, José. El momento está muy cercano, pero, ¿no podría el Señor alargarlo para aliviarte esta preocupación? Él todo lo puede. No temas.
-¡Pero el viaje!… Y además, ¡con la cantidad de gente que habrá!… ¿Encontraremos un buen lugar para alojarnos? ¿Nos dará tiempo a volver? Y si… si eres Madre allí, ¿cómo nos las arreglaremos? No tenemos casa… No conocemos a nadie….
– No temas. Todo saldrá bien. Dios provee para que encuentre un amparo el animal que procrea, ¿y piensas que no proveerá para su Mesías? Nosotros confiamos en Él, ¿no es verdad? Siempre confiamos en Él, Cuanto más fuerte es la prueba, más confiamos. Como dos niños, ponemos nuestra mano en su mano de Padre. Él nos guía. Estamos completamente abandonados en Él. Mira cómo nos ha conducido hasta aquí con amor. Ni el mejor de los padres podría haberlo hecho con más esmero. Somos sus hijos y sus siervos. Cumplimos su voluntad. Nada malo nos puede suceder. Este edicto también es voluntad suya. ¿Qué es César, sino un instrumento de Dios? Desde que el Padre decidió perdonar al hombre, ha predispuesto los hechos para que su Hijo naciera en Belén. Antes de que ella, la más pequeña de las ciudades de Judá, existiera, ya estaba designada su gloria. Para que esta gloria se cumpla y la palabra de Dios no quede en entredicho — y lo quedaría si el Mesías naciera en otro lugar — he aquí que ha surgido un poderoso, muy lejos de aquí, y nos ha dominado, y ahora quiere saber quiénes son sus súbditos, ahora, en un momento de paz para el mundo… ¡Qué es una pequeña molestia nuestra comparada con la belleza de este momento de paz! Fíjate, José, ¡un tiempo en que no hay odio en el mundo! ¿Existe, acaso, hora más feliz que ésta, para que surja la «Estrella» de luz divina y de influjo redentor? ¡Oh, no tengas miedo, José! Si inseguros son los caminos, si la muchedumbre dificulta la marcha, los ángeles serán nuestra defensa y nuestro parapeto; no de nosotros, sino de su Rey. Si no encontramos un lugar donde ampararnos, sus alas nos harán de tienda. Nada malo nos sucederá, no puede sucedemos: Dios está con nosotros.
José la mira y la escucha con devoción.. Las arrugas de la frente se alisan, la sonrisa vuelve. Se pone en pie, ya sin cansancio y sin pena. Sonríe.
-¡Bendita tú, Sol del espíritu mío! ¡Bendita tú, que sábese ver todo a través de la Gracia que te llena! No perdamos tiempo, pues, porque hay que partir lo antes posible y… volver cuanto antes, para que aquí todo está preparado para el… para el….
– Para el Hijo nuestro, José. Tal debe ser a los ojos del mundo, recuérdalo. El Padre ha velado de misterio esta venida suya, y nosotros no debemos descorrer el velo. Él, Jesús, lo hará, llegada la hora…
La belleza del rostro, de la mirada, de la expresión, de la voz de María al decir este «Jesús» no es describible. Es ya el éxtasis, y con este éxtasis cesa la visión.
Dice María:
– No añado mucho, porque mis palabras son ya enseñanza.
Eso sí, reclamo la atención de las mujeres casadas sobre un punto. Demasiadas uniones se transforman en desuniones por culpa de las mujeres, las cuales no tienen hacia el marido ese amor que es todo (amabilidad, compasión, consuelo). Sobre el hombre no pesa el sufrimiento físico que oprime a la mujer, pero sí todas las preocupaciones morales: necesidad de trabajo, decisiones que hay que tomar, responsabilidades ante el poder establecido y ante la propia familia… ¡Oh, cuántas cosas pesan sobre el hombre, y cuánta necesidad tiene también él de consuelo! Pues bien, es tal el egoísmo, que la mujer le añade al marido cansado, desilusionado, abrumado, preocupado, el peso de inútiles quejas, e incluso a veces injustas. Y todo porque es egoísta; no ama.
Amar no significa satisfacer los propios sentidos o la propia conveniencia. Amar es satisfacer a la persona amada, por encima de los sentidos y conveniencias, ofreciéndole a su espíritu esa ayuda que necesita para poder tener siempre abiertas las alas en el cielo de la esperanza y de la paz.
Hay otro punto en el que querría que centrarais vuestra atención. Ya he hablado de ello; no obstante, insisto. Se trata de la confianza en Dios.
La confianza compendia las virtudes teologales. Si uno tiene confianza, es señal de que tiene fe; si tiene confianza, es señal de que espera y de que ama. Cuando uno ama, espera y cree en una persona, tiene confianza. Si no, no. Dios merece esta confianza nuestra. Si se la damos a veces a pobres hombres capaces de cometer faltas, ¿por qué negársela a Dios, que no comete falta alguna?
La confianza es también humildad. El soberbio dice: «Voy a actuar por mí mismo. No me fío de éste, que es un incapaz, un embustero y un avasallador». El humilde dice: «Me fío. ¿Por qué no me voy a fiar? ¿Por qué debo pensar que yo soy mejor que él?». Y así, con mayor razón, de Dios dice: «¿Por qué voy a tener que desconfiar de Aquel que es bueno? ¿Por qué voy a tener que pensar que me basto por mí mismo?». Dios se dona al humilde, del soberbio se retira.
La confianza es, además, obediencia; y Dios ama al obediente. La obediencia es signo de que nos reconocemos hijos suyos, de que lo reconocemos como Padre; y un padre, cuando es verdadero padre, no puede hacer otra cosa sino amar. Dios es para nosotros Padre verdadero y perfecto.
Hay un tercer punto que quiero que meditéis. Se funda también en la confianza.
Ningún hecho puede acaecer si Dios no lo permite. Por lo cual, ya tengas poder, ya seas súbdito, será porque Dios lo ha permitido. Preocúpate, pues, ¡oh tú que tienes poder!, de no hacer de este poder tuyo tu mal. En cualquier caso sería «tu mal», aunque en principio pareciese que lo fuera de otros. En efecto, Dios permite, pero no sin medida; y, si sobrepasas el punto señalado, asesta el golpe y te hace pedazos. Preocúpate, pues, tú que eres súbdito, de hacer de esta condición tuya una calamita para atraer hacia ti la celeste protección. No maldigas nunca. Deja que Dios se ocupe de ello. A Él, Señor de todos, le corresponde bendecir o maldecir a los seres que ha creado.