Presentación de Juan el Bautista en el Templo Y partida de María. La Pasión de José.
Zacarías, Isabel, María (ésta con el pequeño Juan en brazos) y Samuel (con un cordero y una cesta con la paloma) están bajando de un cómodo carro, al que viene atado el burrito de María. Se apean delante de la caballeriza de costumbre — que debe ser la etapa de todos los peregrinos que vienen al Templo — para dejar sus cabalgaduras.
María llama a un hombre de baja estatura, el dueño de la caballeriza, y le pregunta si durante el día precedente o en las primeras horas de la mañana ha llegado algún nazareno.
– Ninguno, mujer – contesta el viejecillo.
María se queda extrañada, pero no dice nada más.
Le encarga a Samuel que le busque un puesto al burro. Luego alcanza a los dos ancianos padres y refiere el retardo de
José:
– Algo le habrá entretenido, pero seguro que viene hoy.
Vuelve a coger al niño — se lo había dejado a Isabel — y se encaminan hacia el Templo.
Los hombres que están de guardia le reciben a Zacarías con honor, y los otros sacerdotes lo saludan y felicitan. Zacarías, hoy, con sus vestiduras sacerdotales y la alegría del padre que se siente feliz, está guapísimo. Parece un patriarca. Creo que Abraham debía asemejarse a él cuando jubilaba por ofrecer a Isaac al Señor.
Veo la ceremonia de la presentación del nuevo israelita y la purificación de la madre. Es todavía más pomposa que la de María, porque por el hijo de un sacerdote los sacerdotes hacen mucha fiesta. Acuden en masa y se ponen manos a la obra diligentes en torno al grupito de las mujeres y del recién nacido.
También otras personas se han acercado curiosas. Oigo los comentarios. Dado que María lleva en brazos al pequeñuelo mientras se dirigen al lugar establecido, la gente cree que es la madre.
Pero una mujer dice:
– No puede ser. ¿No veis que está encinta? El niño no tiene más de unos pocos días y Ella está ya abultada.
– Ya… pero- dice otro – sólo puede ser Ella la madre. La otra es vieja. Será una parienta. No puede ser madre a esa edad. – Vamos detrás de ellos y así vemos quién tiene razón.
Bien grande viene a ser el asombro cuando se ve que la que cumple el rito de la purificación es Isabel, que ofrece su corderillo balante para el holocausto y su paloma por el pecado.
– La madre es aquélla. ¿Has visto?
-¡No!.
– Sí.
La gente, incrédula, sigue cuchicheando. Cuchichean tanto, que el grupo sacerdotal que está presente en el rito se ve obligado a emitir un « ¡Chsss!» imperativo. La gente se calla un momento, pero musita aún más fuerte cuando Isabel, radiante de santo orgullo, toma al niño y se adentra en el Templo para presentarlo al Señor.
– Es ella realmente.
– Es siempre la madre quien lo ofrece.
– Y entonces, ¿qué milagro es éste?».
-¿Qué será ese niño concedido en edad tan tardía a esa mujer?
-¿Qué signo es éste?
-¿No sabéis — dice uno que en ese momento llega jadeante — que es hijo del sacerdote Zacarías, de la estirpe de Aarón, aquel que quedó mudo estando ofreciendo el incienso en el Santuario?
-¡Misterio! ¡Misterio! ¡Y ahora ya puede hablar otra vez! El nacimiento del hijo le ha soltado la lengua.
-¿Qué espíritu será el que le habló y le incapacitó la lengua para acostumbrarlo al silencio sobre los secretos de Dios? -¡Misterio! ¿Qué verdad será la que conoce Zacarías?
-¿No será que su hijo es el Mesías esperado por Israel?
– Ha nacido en Judea, no en Belén, ni de una virgen. No puede ser Mesías.
-¿Y entonces quién?
Mas la respuesta queda en los silencios de Dios y la gente se queda con su curiosidad.
Cumplido el ceremonial, los sacerdotes ahora también agasajan a la madre y al pequeñuelo; la única que pasa poco observada es María; es más, incluso la evitan casi con repulsión cuando se dan cuenta del estado suyo.
Terminadas todas las felicitaciones, la mayor parte vuelve a la calle. María quiere pasar de nuevo por la caballeriza para ver si ya ha llegado José… No ha llegado. Y se queda desilusionada y pensativa.
Isabel se preocupa por Ella.
– Hasta la hora sexta podemos estar aquí, pero luego tenemos que irnos para llegar a casa antes de la primera vigilia… es todavía demasiado pequeño para estar más tiempo de noche.
Y María, tranquila y triste, dice:
– Me quedaré en un patio del Templo, iré donde mis maestras… No sé. Algo haré.
Zacarías interviene con una propuesta que enseguida aceptan como una buena resolución.
– Vamos a casa de los familiares de Zebedeo. José, sin duda, te buscará allí, y, si él no fuera allí, te será fácil encontrar a alguien que te acompañe hacia Galilea, porque en esa casa hay un continuo ir y venir de pescadores de Genesaret.
Toman el borriquillo y van a donde estos parientes de Zebedeo, los cuales son los mismos de la casa en que se detuvieron José y María cuatro meses antes.
Las horas pasan deprisa y José no aparece. María domina su contrariedad acunando al niño; pero se la ve pensativa.
Como para esconder su estado, no se ha quitado nunca el manto, a pesar de que el intenso calor les hace sudar a todos.
Por fin se oye llamar fuerte a la puerta. Es el anuncio de la llegada de José. El rostro de María resplandece sosegado. José la saluda, porque Ella se ha presentado antes y le ha saludado con reverencia:
-¡La bendición de Dios sea contigo, María!
– Y contigo, José. ¡Alabado sea el Señor porque has venido! Zacarías e Isabel iban a marcharse ya para estar en casa antes de que fuera de noche.
– Tu mensajero llegó a Nazaret estando yo en Cana para unos trabajos. Lo supe anteayer por la tarde. Me puse en marcha enseguida. Pero, por mucho que haya venido sin detenerme, he llegado tarde, porque había perdido una herradura el burro. ¡Perdona!.
-¡Perdona tú, por haber estado tanto tiempo lejos de Nazaret! La verdad es que se sentían tan felices de tenerme con ellos, que pensé darles hasta ahora esta satisfacción.
– Has hecho bien, Mujer. ¿Dónde está el niño?
Entran en la habitación donde Isabel está dando de mamar a Juan, antes de marcharse. José felicita a los padres por la fortaleza del niño, que ha sido separado del pecho para mostrárselo a José, y que chilla y patalea como si le estuvieran despellejando. Ante esta protesta, todos se echan a reír. También ríen los parientes de Zebedeo, y se unen a la conversación. Habían venido trayendo fruta fresca, leche y pan para todos, y una gran bandeja de pescado.
María habla muy poco. Está tranquila y silenciosa, sentada en su rinconcito, con las manos bajo su manto sobre el regazo. Habla poco y se mueve poco, incluso cuando bebe una taza de leche, y al comer un racimo de uvas doradas con un poco de pan. Mira a José apenada y escrutadora al mismo tiempo.
También él la mira. Pasado un rato, inclinándose hacia su hombro, le pregunta:
-¿Estás cansada? ¿Te duele algo? Estás pálida y triste.
– Me duele separarme de Juanín. Lo quiero. Le he tenido sobre mi corazón desde pocos momentos después de nacer… José no pregunta nada más.
Ha llegado la hora de la partida de Zacarías. El carro se para delante de la puerta. Todos se acercan. Las dos primas se abrazan con amor. María besa una y otra vez al pequeñuelo antes de depositarlo sobre el regazo de su madre, que ya está sentada en el carro. Luego saluda a Zacarías y le pide su bendición. Al arrodillarse delante del sacerdote, el manto se le desliza de los hombros y las formas le aparecen en la luz intensa de la tarde estival. No sé si José las percibe en este momento en que está ocupado en saludar a Isabel. El carro se pone en movimiento.
José con María entran de nuevo en casa. Ella vuelve a su sitio del rincón semioscuro.
– Si no te importa viajar de noche, yo propondría salir con la puesta del Sol. El calor, durante el día, es fuerte; la noche, en cambio, estará fresca y serena. Lo digo por ti, para que no cojas demasiado sol. Para mí no es nada el estar bajo el sol intenso, pero tú…
– Como quieras, José. Yo también veo conveniente caminar de noche.
– La casa — dice José — está toda en orden, como también el huertecillo. ¡Vas a ver qué flores más bonitas! Vas a llegar a tiempo de verlas florecer todas. El manzano, la higuera y la vid están repletos de frutos como nunca lo han estado; y he tenido que apuntalar el granado, pues sus ramas están cargadísimas de frutos, maduros ya como jamás se vio en esta época. Y el olivo… Dispondrás de aceite en abundancia. Ha tenido una florescencia milagrosa y no se ha perdido ni una flor. Todas son ya pequeñas aceitunas. Cuando estén maduras, el árbol parecerá lleno de oscuras perlas. Tan bonito como tu huerto no hay ningún otro en Nazaret. La familia está asombrada. Alfeo dice que se trata de un prodigio.
– Obra de tus cuidados».
-¡Oh, no! ¡Yo soy sólo un pobre hombre! ¿Qué he hecho yo realmente? Cuidar un poco los árboles, echar un poco de agua a las flores… Mira, te he hecho una fuente donde acaba el huerto, al lado de la gruta, y he dispuesto allí un pilón. Así no tendrás que salir para coger agua. La he traído de ese manantial que está encima del olivar de Matías. Es pura y abundante. Te he hecho llegar un pequeño regato. He construido un canalillo bien tapado, y ahora llega y canta como un arpa. Me dolía el que tuvieras que ir a la fuente del pueblo y volver cargada con las ánforas llenas de agua.
– Gracias José. ¡Tú eres bueno!
Los dos esposos guardan silencio ahora, como cansados. José incluso se queda transpuesto. María ora. Cae la tarde.
Los huéspedes insisten en que antes de ponerse en camino coman otra vez. José come pan y pescado; María, sólo fruta
y leche.
Luego se inicia la marcha. Montan sus burritos. José ha atado sobre su asno, como cuando venían, el baulillo de María, y, antes de que Ella monte en el borriquillo, comprueba que la albardilla esté bien segura. Veo que José observa a María cuando se monta, pero no dice nada.
Bajo las primeras estrellas que empiezan a latir en el cielo, comienza el viaje. Se apresuran, quizás para llegar a las puertas ante de que las cierren. Al salir de Jerusalén y coger la vía de Galilea, ya el cielo sereno está repleto de estrellas y hay un gran silencio en el campo. Sólo se oye el canto de algún ruiseñor y el choque de las pezuñas de los dos borriquillos contra el terreno duro de la vía abrasada por el verano.
– Dice María:
– Es la víspera de Jueves Santo. A algunos les parecerá que la visión está fuera de lugar. Y, sin embargo, tu dolor de amante de mi Jesús Crucificado está en tu corazón, y permanece aunque se presente una dulce visión. Ésta es como el calorcillo producido por una llama: por una parte, fuego todavía; por otra, ya no. El fuego es la llama, no su calor, que no es sino una derivación de ella. Ninguna visión beatífica o pacífica podrá quitar de tu corazón ese dolor. Considéralo más valioso que tu misma vida, porque es el don mayor que Dios puede conceder a quien cree en su Hijo. Además, mi visión, dentro de su paz, no desentona con las solemnidades de esta semana.
Mi José sufrió también su Pasión, que comenzó en Jerusalén cuando notó mi estado; y duró algunos días, como en el caso de Jesús y mío. No fue, espiritualmente, poco dolorosa. Sólo fue la santidad de mi justo esposo lo que la contuvo, y en tal modo, tan digno y secreto, que ha pasado los siglos siendo poco notada.
¡Oh, nuestra primera Pasión! ¿Quién podrá referir su íntima y silenciosa intensidad, y mi dolor al constatar que aún no me había llegado del Cielo la ayuda que esperaba, de revelarle a José el Misterio?
Comprendí que lo ignoraba al verlo conmigo con la misma actitud respetuosa que de costumbre. Si él hubiera sabido que llevaba en mí al Verbo de Dios, habría adorado a ese Verbo cerrado en mi seno con actos de veneración propios de Dios. Sí, José habría realizado esos actos, y yo no habría rehusado recibirlos, no por mí, sino por Aquel que estaba en mí y que yo llevaba, de la misma forma que el Arca de la alianza llevaba el código de piedra y los vasos de maná.
¿Quién podrá describir mi batalla contra el desánimo que pretendía subyugarme para persuadirme de que había esperado en vano en el Señor? ¡Oh, creo que fue la rabia de Satanás! Sentí surgirme la duda a las espaldas, y sentí cómo alargaba ésta sus gélidas zarpas para aprisionarme el alma y detener su oración. La duda… tan peligrosa, letal para el espíritu. Letal, porque es el primer elemento agente de la enfermedad mortal que tiene por nombre «desesperación»; contra él se debe reaccionar con todas las fuerzas, para no perecer en el alma y perder a Dios.
¿Quién podrá exponer con exacta verdad el dolor de José, sus pensamientos, la turbación de sus sentimientos? Él se encontraba, cual barquichuela en medio de una gran tempestad, en un remolino de ideas contrapuestas, en un torbellino de reflexiones a cuál más mordiente y penosa. Era un hombre aparentemente traicionado por su mujer. Veía que se derrumbaban juntos su buen nombre y la estima del mundo; por causa de Ella se veía ya señalado con el dedo y compadecido por el pueblo. Ante la evidencia de un hecho, veía caer muertos el afecto y la estima puestos en mí.
Su santidad aquí resplandece aún más alta que la mía. De ello doy testimonio con afecto de esposa, porque quiero que améis a mi José, a este hombre sabio y prudente, a este hombre paciente y bueno, el cual no está desligado del misterio de la Redención, antes bien, está íntimamente relacionado con él, porque por este misterio apuró el dolor y se consumió, salvándoos al Salvador con su sacrificio y santidad.
Si hubiera sido menos santo, hubiera actuado humanamente, denunciándome como adúltera para que me hubieran lapidado y pereciera conmigo el hijo de mi pecado. Si hubiera sido menos santo, Dios no le habría concedido la guía de su luz en tan ardua prueba. Pero José era santo. Su espíritu puro vivía en Dios, y tenía una caridad encendida y fuerte, y por la caridad os salvó al Salvador, tanto cuando no me acusó ante los ancianos, como cuando, dejándolo todo con diligente obediencia, salvó a Jesús en Egipto.
Aunque breves numéricamente, los tres días de la Pasión de José fueron de tremenda intensidad; como también la mía, esta primera pasión mía. En efecto, yo comprendía su sufrimiento, y no podía aliviarlo en modo alguno, por obediencia al decreto de Dios que me había dicho: «¡Guarda silencio!».
¡Ay, y, llegados a Nazaret, cuando lo vi marcharse, tras un lacónico saludo, cabizbajo y como envejecido en poco tiempo, y no volver por la tarde como solía hacer, os digo, hijos, que mi corazón lloró con grandísima aflicción! Sola, cerrada en mi casa, en la casa en que todo me recordaba el Anuncio y la Encarnación, y donde todo me recordaba a José, desposado conmigo en intachable virginidad, tuve que resistir contra el abatimiento y las insinuaciones de Satanás, y esperar, esperar, tener esperanza, y orar, orar, orar, y perdonar, perdonar, perdonar la sospecha de José, su movimiento interior de justa indignación.
Hijos, es necesario esperar, orar, perdonar, para obtener que Dios intervenga en favor nuestro. Vivid también vosotros vuestra pasión, merecida por vuestras culpas. Yo os enseño a superarla y convertirla en gozo. Esperad sin medida, orad con confianza, perdonad para ser perdonados; el perdón de Dios será, hijos, la paz que deseáis.
Por ahora no os digo nada más. Hasta pasado el triunfo pascual, silencio. Es la Pasión (esta revelación se la dio Dios a María Valtorta en Semana Santa). Sed compasivos para con vuestro Redentor. Oíd sus quejidos, contad sus heridas y sus lágrimas, cada una de las cuales fue vertida por vosotros, fue padecida por vosotros. Desaparezca cualquier otra visión ante esta que os recuerda la Redención que por vosotros se ha cumplido.