Elección de los doce Apóstoles
La alborada blanquea los montes y parece atenuar las escabrosidades de esta agreste ladera en que la única voz es la del pequeño torrente espumante de su fondo; la cual, reflejada por los montes, llenos de cuevas, emite un rumor singular. Allí, en el lugar en que se han instalado los discípulos, no se oye sino algún que otro cauto frú-frú entre el ramaje o las hierbas: de los primeros pájaros que se despiertan, de los últimos animales nocturnos que van a su madriguera.
Un grupo de liebres o conejos montaraces, que están royendo una mata baja de moras, huyen porque los ha asustado una piedra al caer, luego vuelven prudentemente, moviendo sus orejas para detectar todos los sonidos, y, viendo que todo está en calma, regresan a su mata. El abundante rocío lava todas las hojas y las piedras; el bosque adquiere un intenso aroma de musgo, poleo y mejorana.
Un petirrojo baja a posarse justo en el borde de una caverna a que hace de techo una gruesa lasca salediza; moviendo la cabecita, bien erguido sobre sus patitas de seda, preparado para huir, se asoma hacia dentro, mira hacia el suelo y susurra unos «chip» «chip» interrogativos, y… golosos, provocados por unas migas de pan que hay en la tierra; de todas formas, no se decide a bajar sino cuando ve que le está precediendo un mirlo grande, que se acerca saltando al sesgo, cómico con esa actitud suya de picaruelo y perfil de viejo notario al que, para serlo completo, le faltan sólo las gafas. Entonces baja también el petirrojo y se coloca detrás de su señoría – muy corajinosa -, que cada cierto tiempo hinca el pico amarillo en la tierra húmeda en busca de… arqueología alimenticia, para seguir adentrándose, después de emitir un «chop» o un silbido breve realmente de granuja. El petirrojo llena su buche con las miguitas y se queda atónito al ver que el mirlo, penetrando seguro en la caverna silenciosa, sale luego con una corteza de queso y la golpea una y otra vez contra una piedra para desmenuzarla y procurarse una opípara comida. Luego el mirlo vuelve a entrar, da una ojeada y, no encontrando ya nada más, emite un brioso silbido burlón y alza el vuelo, para terminar su canto en la copa de un roble que sumerge su cima en el azul matutino. También echa a volar el petirrojo, a causa de un ruido que ha oído venir del interior de la caverna… y se posa sobre una ramita delgada que se mece en el vacío.
Jesús sale hasta la boca de la cueva y se pone a desmigajar un poco de pan, llamando muy suavemente a los pajarillos con un silbido modulado que bien imita el gorjear de muchas avecillas. Después se separa de la cueva y va más arriba, y se queda inmóvil contra una pared rocosa, para no asustar a estos amigos suyos que al poco rato descienden: primero el petirrojo, luego otros de distintas especies. La inmovilidad-de Jesús, o también su mirada – quiero pensar así porque tengo la experiencia de que los animales, incluso los más desconfiados, se acercan a quienes por instinto sienten protectores, no enemigos -, hacen que, pasado un poco de tiempo, a pocos centímetros de El, estén saltando ya los pajarillos, y que el petirrojo, ya saciado, vuele hacia la parte alta de la roca en que está apoyado Jesús y se agarre a una delgadísima ramita de clemátide y se columpie por encima de su rubia cabeza con deseos de posarse en ella o en uno de sus hombros… La comida ha terminado. El sol dora, primero, la cima del monte; luego, las ramas más altas de los árboles; mientras que, hacia abajo, todavía todo recibe la pálida luz del alba. Las avecillas vuelan, satisfechas, saciadas, bajo el sol, y cantan con la plenitud de sus pequeñas gargantas.
-Ahora a despertar a estos otros hijos míos» dice Jesús – y desciende – porque su cueva es la más alta -, y va entrando en las distintas cuevas y llamando por su nombre a los doce, que duermen. Simón, Bartolomé, Felipe, Santiago, Andrés, responden enseguida; Mateo, Pedro y Tomás se muestran más tardos en responder. Judas Tadeo, ya listo y bien despierto, va hacia Jesús en cuanto lo ve asomarse a la entrada; el otro primo, sin embargo, y con él Judas Iscariote y Juan están profundamente dormidos (tanto es así, que Jesús debe moverlos en su cama de hojas para que se despierten). Juan, que ha sido el último al que Jesús ha ido a llamar, está tan profundamente dormido que no se centra bien respecto a quien es el que lo está llamando, y, entre las nieblas del sueño interrumpido a mitad, susurra: «Sí, mamá, voy enseguida…». Pero luego se da la vuelta para el otro lado… Jesús sonríe, se sienta en el rústico jergón hecho de follaje recogido en el bosque, se inclina y da un beso en la mejilla a su Juan, que abre los ojos y se queda atónito al ver allí a Jesús. Se sienta como impulsado por un resorte y dice:
-¿Me necesitas? Aquí estoy.
-No. Te he despertado como a todos, pero creías que era tu madre; entonces te he dado un beso, como hacen las
madres.
Juan, sólo con la camisola interior (por haber utilizado como cobijas la túnica y el manto), se echa al cuello de Jesús, y ahí se refugia, con la cabeza entre el hombro y la cara, diciendo:
-¡Tú eres mucho más que mi madre! La he dejado por ti, lo contrario no lo haría; ella me ha traído a este mundo, Tú me has dado a luz para el Cielo. Yo esto lo sé.
-¿Qué otras cosas sabes más que los otros?
-Lo que me ha dicho el Señor en esta gruta. Jesús, no he ido ninguna vez a tu cueva, lo cual creo que habrá sido interpretado por los compañeros como indiferencia y soberbia, pero no me importa lo que piensen. Sé que sabes la verdad. No iba donde Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, pero lo que Tú eres en el seno del Fuego que es el Amor eterno de la Trinidad Santísima, su Naturaleza, su Esencia, su verdadera Esencia – ¡la verdad es que no sé expresar todo lo que he comprendido en esta tétrica cueva oscura que de tantas luces se ha llenado para mí; en esta fría caverna en que he ardido en un fuego que no tenía forma sensible pero que ha entrado a mis adentros encendiéndolos con llama de dulce martirio; en este antro silencioso,
que me ha cantado verdades celestiales! -, lo que Tú eres, Segunda Persona del inefable Misterio que es Dios y que yo penetro porque Dios me ha aspirado hacia sí, eso, lo he tenido siempre conmigo. Todos mis deseos, lágrimas, preguntas se han derramado sobre tu pecho divino, Verbo de Dios. Y ninguna de las palabras, entre las tantas que te he escuchado, ha tenido la amplitud de la que aquí me has dicho, Tú, Dios Hijo, Tú, Dios como el Padre, Tú, Dios como el Espíritu Santo, Tú, Tú que eres el perno de la Tríada… ¡Oh, quizás es una blasfemia, pero me parece que es así, porque sin ti, amor del Padre y al Padre, faltaría el Amor, el Divino Amor, y la Divinidad ya no sería Trina, y le faltaría el atributo más propio de Dios: su amor! ¡Oh, mucho tengo aquí dentro, pero es como agua que gorgotea contra un dique sin poder salir… y me da la impresión de que fuera a morir por lo violento y sublime de la convulsión que ha penetrado mi corazón desde que te he comprendido… Y por nada del mundo querría verme despojado de ello… ¡Haz que muera de este amor, mi dulce Dios!
Juan sonríe y llora, agitado, de su amor encendido, abandonado sobre el pecho de Jesús, como si la llama lo dejase sin fuerzas. Y Jesús, lleno también de amor, lo acaricia con ternura.
Juan se recobra en un repente de humildad que le hace suplicar:
-No les digas a los otros lo que te he manifestado, aunque ellos también habrán sabido vivir de Dios como yo he vivido estos días; deja sobre mi secreto la piedra del silencio.
-Puedes estar seguro, Juan; ninguno sabrá de tu desposorio con el Amor. Vístete, ven, que tenemos que marcharnos.
Jesús sale y va al sendero donde ya esperan los otros. Los rostros muestran un aspecto más venerable, más recogido; los ancianos parecen patriarcas, los jóvenes tienen traza de madurez, de dignidad, celada antes bajo la juventud. Judas Iscariote mira a Jesús con una tímida sonrisa en su rostro signado por el llanto, y Jesús lo acaricia al pasar. Pedro no habla – cosa tan extraña en él, que llama la atención más que cualquier otro cambio-; mira atentamente a Jesús con una dignidad nueva, que parece despejarle más esa frente suya ya con entrantes, más severo esa mirada fina que antes brillaba todo de perspicacia. Jesús lo llama a su lado, y lo tiene ahí, junto a sí, en espera de Juan, que por fin sale, con un rostro que no sé si decir que está más pálido o más rojo (eso sí, encendido por una llama que, aun no mudando el color, es patente). Todos lo miran.
-Ven aquí, Juan, junto a mí; y tú, Andrés, y tú, Santiago de Zebedeo; también tú, Simón, y tú, Bartolomé, y Felipe y vosotros, hermanos míos, y Mateo. Judas de Simón, aquí, frente a mí. Tomás, ven aquí. Sentaos. Tengo que hablaros.
Se sientan, apacibles como niños, todos un poco absortos en su mundo interior, y, a pesar de todo, más atentos que nunca a Jesús.
-¿Sabéis lo que he hecho con vosotros? Todos lo sabéis. El alma se lo ha dicho a la razón. El alma, que ha sido reina estos días, le ha enseñado a la razón dos grandes virtudes: la humildad y el silencio, hijo de la humildad y de la prudencia, que a su vez son hijas de la caridad. Hace sólo ocho días, habríais venido a proclamar – cual hábiles niños cuyo deseo es dejar asombrados a los demás, superar a su rival – vuestras capacidades, vuestros nuevos conocimientos; sin embargo, ahora calláis. De niños habéis pasado a adolescentes, y sabéis que un tipo de proclamación como el que he mencionado podría hacerle sentirse poco al otro, quizás menos favorecido por Dios, y por eso no habláis.
Sois como muchachas que han dejado de ser impúberes: ha nacido en vosotros el santo pudor de la metamorfosis que os ha revelado el misterio nupcial de las almas con Dios. Estas cuevas el primer día os parecieron frías, hostiles, repelentes… ahora las miráis como a perfumadas y luminosas cámaras nupciales. En ellas habéis conocido a Dios. Antes sabíais acerca de Él, pero no lo conocíais en esa intimidad que hace de dos uno. Entre vosotros hay hombres que están casados desde hace años; otros que tuvieron sólo falaces relaciones con mujeres; algunos que, por distintas causas, son castos. Mas los castos ahora saben como los casados lo que es el amor perfecto; es más, puedo decir que ninguno como quien desconoce todo apetito carnal sabe lo que es el amor perfecto, porque Dios se revela a los vírgenes en toda su plenitud, tanto por la propia delicia de darse a quien es puro – reconociendo parte de sí mismo, Purísimo, en la criatura exenta de toda lujuria -, como para compensarle por cuan-to se niega por amor a Él.
En verdad os digo que por el amor que os tengo y por la sabiduría que poseo, si no debiera llevar a cabo la obra del Padre, querría teneros aquí, estar con vosotros, alejados de la gente; ciertamente haría de vosotros, solícito, grandes santos; ya no tendríais momentos de desconcierto, o defecciones, caídas o perdidas de ritmo o vueltas atrás. Pero no puedo. Debo continuar mi camino, y también vosotros. El mundo nos espera, este mundo profanado y profanador que necesita maestros y redentores. Yo os he querido dar a conocer a Dios para que lo amarais mucho más que al mundo, el cual con todos sus afectos no vale lo que una sola sonrisa de Dios. He querido que pudierais meditar sobre lo que es el mundo y sobre lo que es Dios para que aspirarais a lo mejor. En este momento aspiráis sólo a Dios. ¡Oh, si pudiera dejaros fijos en esta hora, en esta aspiración! Pero el mundo nos espera, e iremos a ese mundo que espera, por la santa Caridad, que, de igual modo que me ha enviado a mí al mundo, os envía a vosotros por imperativo mío. Pero – os lo suplico – como se guarda una perla en un cofre, guardaos bien el tesoro de estos días en que vuestra mirada y vuestros cuidados han estado dirigidos a vosotros mismos, de estos días en que os habéis erguido, y procurado vestiduras nuevas, y habéis contraído esponsales con Dios… en vuestro corazón; como las piedras del testimonio, elevadas por los Patriarcas a recuerdo de las alianzas con Dios, conservad y custodiad estos preciosos recuerdos en vuestro corazón.
A partir de hoy ya no sois sólo los discípulos predilectos, sino que sois los apóstoles, cabezas de mi Iglesia; de vosotros brotarán – y esto siempre – todas sus jerarquías; seréis llamados maestros, teniendo como Maestro a vuestro Dios en su triple potencia, sabiduría y caridad.
No os he elegido porque seáis los que más lo merecéis, sino por un complejo de causas que no es necesario que conozcáis ahora. Os he elegido en vez de a los pastores, que son mis discípulos desde mis primeros vagidos. ¿Por qué lo he hecho? Porque era lo correcto. Entre vosotros hay galileos y judíos, instruidos y no instruidos, ricos y pobres; esto por el mundo, para que no diga que he preferido a una sola categoría… Mas vosotros no daríais abasto a todo lo que hay que hacer, ni ahora ni en el futuro.
Quizás no todos os acordéis de un punto del Libro. Os lo recuerdo. En el segundo libro de los Paralipómenos, capítulo 29, se narra cómo Ezequías, rey de Judá, hizo purificar el Templo, y cómo, una vez purificado, ordenó sacrificar por el pecado, por el reino, por el santuario y por Judá; y cómo luego comenzaron las ofrendas individuales…; mas, no siendo suficientes los sacerdotes para las inmolaciones, se recurrió a los levitas, consagrados con rito más breve que el de los sacerdotes.
Esto mismo haré Yo. Vosotros sois los sacerdotes, a quienes Yo, Pontífice eterno, he preparado larga y atentamente; pero no dais abasto al trabajo, cada vez mayor, de inmolación de cada hombre en particular al Señor su Dios, por lo cual asocio a vosotros a los discípulos, a los que siguen siendo, eso, discípulos: los que nos esperan al pie del monte, los que ya están más arriba, los que ahora se encuentran esparcidos por la tierra de Israel y que llegará el momento en que lo estén por todas las partes de la Tierra. Ellos recibirán encargos iguales – porque una es la misión -, pero ante los ojos del mundo estarán encuadrados de forma distinta (no ante los ojos de Dios, que es justo, de forma que el discípulo oculto, ignorado por los apóstoles y por sus compañeros, si vive santamente, llevando almas a Dios, será mayor que aquel otro apóstol, conocido, que de apóstol no tiene sino el nombre y que rebaja su dignidad de apóstol al nivel de intereses humanos).
La tarea de los apóstoles y discípulos será siempre la de los sacerdotes y levitas de Ezequías: practicar el culto, derribar las idolatrías, purificar los corazones y los lugares, predicar al Señor y su Palabra. No existe tarea más santa sobre la faz de la tierra, ni tampoco dignidad más alta que la vuestra. Precisamente por esto es por lo que os dicho: «Escuchaos. Examinaos».
¡Ay del apóstol que caiga!: arrastrará consigo a muchos discípulos, y a su vez éstos arrastrarán a un número aún mayor de fieles, y la ruina será cada vez mayor, cual alud en movimiento o círculo que va extendiéndose cada vez más en la superficie de un lago cuando una y otra vez lanzan piedras al mismo punto.
¿Vais a ser todos perfectos? No. ¿Va a durar el espíritu de ahora? No. El mundo lanzará sus tentáculos para ahogar vuestra alma. La victoria del mundo – que es hijo de Satanás en cinco de sus partes, siervo de Satanás en otras tres partes, apático respecto a Dios en las otras dos – consiste en extinguir las luces en los corazones de los santos. Defendeos por vosotros mismos contra vosotros, contra el mundo, la carne y el demonio; pero, sobre todo, defendeos de vosotros mismos. ¡Alerta, hijos, contra la soberbia, la sensualidad, la doblez, la tibieza, el sopor espiritual, la avaricia! Cuando el yo inferior hable de supuestas crueldades que le perjudican, y lloriquee, imponedle silencio diciendo: «Por un brevísimo tiempo de privación a que te someto, te procuro para siempre el banquete extático que recibí en la cueva de la montaña al terminar la luna de Sabat».
Vamos. Vamos a donde los demás, que en gran número me esperan. Luego iré unas horas a Tiberíades. Vosotros, predicándome, iréis a esperarme al pie del monte que está en el camino de Tiberíades al mar; os alcanzaré y subiré para predicar. Tomad alforjas y mantos. La estancia aquí ha terminado, la elección se ha cumplido.