El retiro en el monte para la elección de los Apóstoles.
Las barcas de Pedro y Juan surcan las aguas serenas del lago. Van seguidas – yo creo – de todas las embarcaciones de las orillas de Tiberíades. Son muchísimas las barcas, más o menos grandes, que van y vienen, tratando de alcanzar o pasar a la barca de Jesús para volverse a poner luego detrás. Ruegos, súplicas, clamor, peticiones… se entrecruzan sobre las azules olas.
Jesús, que lleva en su barca a María y a la madre de Santiago y Judas (mientras que en la otra barca están María Salomé con su hijo Juan y Susana), promete, responde, bendice… incansablemente. «Volveré, sí, os lo prometo. Sed buenos. Recordad mis palabras para unirlas a las que en otro momento os diré. La separación será breve. No seáis egoístas, he venido también
para los otros. ¡Calma, calma, que os vais a hacer daño! Sí, oraré por vosotros, siempre me tendréis a vuestro lado. El Señor sea con vosotros. Sí, me acordaré de tus lágrimas; serás consolado. Ten esperanza, ten fe».
Así, avanzando, bendiciendo, prometiendo, la barca llega a la orilla. No es Tiberíades. Es un pueblecillo minúsculo: un puñado de casas, pobres, casi abandonadas. Jesús y los suyos ponen pie en tierra. Las barcas regresan guiadas por los peones y por Zebedeo. Las otras hacen lo mismo, aunque muchos de los que venían bajan y quieren a toda costa seguir a Jesús; entre éstos veo a Isaac con los dos que le han sido confiados, o sea, José y Timoneo. No reconozco a otros de entre la mucha gente que hay, de todas las edades (desde adolescentes a ancianos).
Los pocos habitantes del pueblecillo, andrajosos, para quienes Jesús había indicado que se dieran unas limosnas, se quedan más o menos indiferentes a su paso. Jesús vuelve al camino principal, se detiene y dice:
-Separémonos ahora. Madre, tú con María y Salomé marchad a Nazaret. Susana puede volver a Caná. Regresaré
pronto.
-Ya sabéis lo que hay que hacer. ¡Que Dios sea con vosotras!
Y de su Madre se despide de forma especial, con una sonrisa llena; luego vuelve a sonreír cuando María, dando ejemplo a las otras, se arrodilla para que Jesús la bendiga.
Las mujeres que van con Alfeo de Sara y con Simón se ponen en camino hacia sus ciudades.
Jesús se vuelve hacia los restantes:
-Os dejo. No es que os despida. Os dejo sólo un tiempo. Me retiro con éstos a aquellos desfiladeros que veis allá. Quien me quiera esperar que se quede en esta llanura; el que no, que vuelva a su casa. Me retiro a orar porque es la vigilia de grandes cosas. Quien ama la causa del Padre que ore unido en espíritu a mí. La paz sea con vosotros, hijos. Isaac, ya sabes lo que debes hacer. Te bendigo, pequeño pastor.
Jesús sonríe al enjuto Isaac, ahora pastor de hombres reagrupados en torno a él.
Jesús se echa a andar dando las espaldas al lago, dirigiéndose con decisión hacia uno de los desfiladeros que hay entre las colinas que van en líneas, yo diría casi paralelas, desde el lago hacia el Oeste. Entre las dos colinas rocosas, escabrosas, abiertas a pico como un fiordo, desciende, con no poco ruido, un torrentillo espumoso; hacia arriba, el monte agreste, con míseras plantas que crecen en todas las direcciones – como pueden – entre piedra y piedra. Un sendero de cabras acomete la colina más abrupta; es precisamente el que toma Jesús.
Los discípulos le siguen fatigosamente, en fila india, en el más absoluto de los silencios. Sólo cuando Jesús se detiene para que cojan respiro – en un lugar, un poco más ancho, de este sendero que asemeja a un arañazo en la riscosa ladera intransitable – ellos se miran, aunque sin hablarse. Sus miradas dicen: « ¿Y a dónde nos lleva?». Pero no hablan, sólo se miran, y cada vez con más desconsuelo a medida que ven que Jesús reemprende una y otra vez la marcha por la agreste garganta, llena de cuevas, de resquebrajaduras en las peñas, de rocas por las que es difícil andar porque además hay espinos y mil otras matas en que se enzarzan los pies, y que aferran los vestidos por todas partes y arañan, y dan en la cara. Incluso los más jóvenes, con pesados fardos a las espaldas, han perdido el buen humor. Finalmente Jesús se para y dice:
-Aquí nos vamos a quedar una semana en oración… para prepararos a algo muy importante. Por eso he deseado un lugar como éste, aislado, desierto, lejos de todo tránsito de caravanas y de todo lugar habitado. Aquí hay cuevas ya utilizadas otras veces por otros hombres; nos servirán también a nosotros. Aquí hay agua fresca y abundante, aunque el terreno sea seco. Tenemos pan y comida suficiente para el tiempo que vamos a estar. Los que el año pasado estuvieron conmigo en el desierto saben cómo viví Yo; esto es un palacio respecto a aquel lugar, y además la estación – ya agradable – nos ahorrará las inclemencias del hielo y del sol. Tened buen ánimo, pues. Quizás no volvamos a estar así, todos juntos y solos. Este tiempo que vamos a pasar aquí debe uniros, haciendo de vosotros no ya doce hombres sino una sola institución.
-¿No decís nada? ¿No me preguntáis nada? Colocad en esa peña los pesos que lleváis y despeñad ese otro peso que tenéis en el corazón: vuestra humanidad. Os he traído aquí para hablaros al espíritu, para nutriros el espíritu, para haceros espíritu. No diré muchas palabras; ¡muchas os he dicho ya en aproximadamente un año que llevo con vosotros! Ahora ya basta. Si tuviera que cambiaros con la palabra debería teneros diez, cien años, y aun así seríais siempre imperfectos.
Ha llegado el momento de que haga uso de vosotros, pero para ello os debo formar. Recurro a la medicina de la oración, que es el arma por antonomasia. Siempre he orado por vosotros, ahora quiero que seáis vosotros mismos quienes oréis. Todavía no os enseño mi oración, pero sí os doy a conocer ya el modo de orar y lo que es la oración: coloquio de hijos con su Padre, de espíritus a Espíritu, abierto, cálido, confidencial, recogido, franco. La oración lo es todo: confesión, conocimiento de nosotros mismos, llanto por nosotros mismos, promesa a nosotros mismos y a Dios, petición a Dios; todo hecho a los pies del Padre. No puede hacerse en medio del bullicio, entre distracciones, a menos que se sea un coloso en la oración (y, aun así, incluso los colosos se resienten de este choque y ruido del mundo en sus horas de oración). Vosotros no sois colosos, sois pigmeos; sois sólo párvulos en el espíritu, parvos del espíritu. Aquí alcanzaréis la edad de la razón espiritual. Lo demás vendrá después.
Por la mañana temprano, a la meridiana y al atardecer, nos reuniremos para orar juntos, con las antiguas palabras de Israel, y para partir el pan; luego cada uno volverá a su cueva y estará en presencia de Dios y de su alma, en presencia de cuanto os he dicho acerca de vuestra misión y en presencia de vuestras capacidades. Medíos, escuchad, decidid. Esta será la última vez que os lo diga. Luego tendréis que ser perfectos, hasta donde podéis, sin cansancio ni humanidad; luego ya no seréis Simón de Jonás o Judas de Simón, ni Andrés o Juan, Mateo o Tomás, sino que seréis mis ministros. Marchad. Cada uno solo. Yo estaré en aquella cueva, siempre presente. No vengáis sin serio motivo. Tenéis que aprender a valeros por vosotros mismos y a estar solos. Porque, en verdad os digo que hace un año estábamos para conocernos y dentro de dos estaremos para dejarnos. ¡Ay de vosotros y ay de mí si no hubierais aprendido a valeros por vosotros mismos! Dios sea con vosotros.
Judas, Juan, llevad a mi cueva, a aquélla, las provisiones; deben durar, así que las distribuiré Yo.
-¡Serán pocas!… -objeta alguien.
-Lo suficiente para no morir. El vientre demasiado sacio carga el espíritu. Yo deseo elevaros, que no haceros lastre.