Nacimiento de Juan el Bautista. Todo sufrimiento se aplaca sobre el seno de María.
En medio de las cosas repugnantes que nos ofrece el mundo de ahora, baja del Cielo, y no sé cómo puede hacerlo, dado que yo soy como una ramita seca a merced del viento en estos continuos choques contra la maldad humana, tan discordante con lo que vive en mí, baja del Cielo, digo, esta visión de paz.
Continúa la casa de Isabel. Es una hermosa tarde de verano, aún clara con un último sol, y de todas formas ya adornada en el cielo por un arco falcado de luna, que parece una coma de plata en una vasta tela azul intenso de fina seda.
Los rosales huelen fuertemente, y las abejas, gotas de oro zumbadoras, dan sus últimos vuelos en el aire quieto y caliente de la tarde. De los prados viene un gran olor de heno secado al sol, un olor casi de pan, de pan caliente, recién hecho. Quizás viene también de los muchos lienzos que están tendidos por todas partes para secarse y que ahora Sara está plegando.
María pasea dándole el brazo a su prima. Muy despacito van y vienen, bajo el emparrado semioscuro.
María está pendiente de todo y, a pesar de estar dedicada a Isabel, se da cuenta de que Sara está atareada en doblar un largo lienzo que ha quitado de un seto.
– Espérame aquí, sentada – le dice a su parienta; y va a ayudar a la anciana sirvienta, estirando la tela para alisarla, y doblándola con cuidado.
– Se siente todavía el sol, están calientes – dice sonriendo; y, para que se sienta contenta la mujer, añade:
– Esta tela después de tu blanqueo ha quedado más bonita que nunca. Nadie tiene tanta maña como tú – Sara se marcha toda contenta con su carga de fragantes telas.
María vuelve con Isabel y dice:
– Otros poquitos pasos. Te vendrán bien – Y, dado que Isabel está cansada y no le apetece moverse, le dice:
– Vamos sólo a ver si todas tus palomas están en sus nidos y si el agua de su pilón está limpia. Luego nos volvemos a
casa.
Las palomas deben ser las predilectas de Isabel. Llegadas ante la rústica torrecilla donde ya se han recogido todas las palomas (las hembras están en los nidos; los machos, delante de éstos y no se mueven, pero en viendo a las dos mujeres las saludan con su arrullo), Isabel se emociona. La debilidad de su estado la vence y le produce temores que le hacen llorar. Se los manifiesta a su prima:
– Si yo muriese… ¡pobres palomitas mías! Tú no permanecerás aquí. Si te quedaras en mi casa, no me importaría morirme. He gozado de la máxima alegría que una mujer puede recibir, una alegría que ya me había resignado a no conocer nunca. Ni de la misma muerte puedo presentarle quejas al Señor, porque Él, ¡bendito sea!, me ha colmado de su benevolencia. Pero, está Zacarías… y estará el niño: uno, viejo, que se encontraría como perdido en un desierto sin su mujer; el otro, tan pequeñito, que sería como una flor destinada a morir helada, por no tener a su mamá. ¡Pobre niño, sin las caricias de su madre!…
– Pero, ¿por qué estás tan triste? Dios te ha dado la alegría de ser madre, y no te la va a quitar cuando llega a su plenitud. El pequeño Juan tendrá todos los besos de su mamá y Zacarías gozará de todos los cuidados de su fiel esposa hasta la más avanzada ancianidad. Sois dos ramas de un mismo árbol. No morirá uno dejando al otro solo.
– Tú eres buena y quieres consolarme, pero yo soy muy anciana para tener un hijo, y ahora que estoy para darlo a luz tengo miedo!
-¡Oh, no! ¡Está aquí Jesús! Donde está Jesús no se debe tener miedo. Mi Niño te quitó el dolor cuando era como un capullo recién formado; tú lo dijiste. Ahora, que cada vez va desarrollándose más y que vive ya como criatura mía; ahora, que siento palpitar su corazón en mi garganta y es como si tuviera posado en ella un pajarito de nido con un corazoncito de suave palpitar, alejará de ti todo peligro. Debes tener fe.
– La tengo. Pero, si yo muriese… no dejes a Zacarías inmediatamente. Sé que piensas en tu casa, pero, quédate un poco, para ayudarle a mi marido en el momento del primer dolor.
– Me quedaré, para complacerme en la alegría de ambos, y sólo te dejaré cuando estés fuerte y te sientas aliviada. Estate tranquila, Isabel; todo irá bien. En tu casa no faltará nada mientras dure tu dolor. Zacarías será servido por la más amorosa de las siervas, y tus flores y tus palomas estarán cuidadas y a unas y a otras las encontrarás avivadas y bonitas para recibir cálidamente a la dueña cuando vuelva. Regresemos a casa ahora, te estás poniendo pálida…
– Sí, me parece que tengo otra vez dolores. Quizás haya llegado la hora. María, ora por mí.
– Te sostendré con la oración hasta que tus dolores se transformen en gozo.
Y las dos mujeres entran despacio en la casa. Isabel se retira a sus habitaciones. María, hábil y previsora, da órdenes y prepara todo lo que puede necesitarse, y trata de confortar a Zacarías, que está preocupado.
En la casa que vela esta noche, con voces nuevas, de mujeres llamadas para ayudar, María está en pie, vigilante como un faro en una noche de tormenta. Toda la casa gravita sobre Ella, que, dulce y sonriente, provee a todo; y ora. Cuando no se le llama para esto o aquello, se recoge en oración. Está en la habitación en que se reunían siempre para las comidas y el trabajo.
Con Ella está Zacarías, paseando turbado. Ya han orado juntos. María luego ha seguido orando; incluso ahora, que el anciano, cansado, se ha sentado en su sillón junto a la mesa y se ha quedado en silencio, soñoliento. Cuando ve que está dormido del todo — la cabeza sobre los brazos cruzados apoyados en la mesa —, Ella se desata las sandalias para hacer menos ruido, y camina descalza; luego, con menos rumor del que puede hacer una mariposa volando por una habitación, coge el manto de Zacarías y se lo extiende encima al anciano con una suavidad tal, que éste continúa durmiendo bajo el calorcito de la lana protectora del fresco nocturno, que entra a ondas por la puerta, frecuentemente abierta. Luego sigue orando; cada vez con más intensidad; de rodillas, con los brazos levantados, cuando el quejido de Isabel, que sufre, se agudiza.
Sara entra y la llama con señas. María sale con sus pies descalzos al jardín.
– La señora la llama – dice.
– Voy.
María va por el lado externo de la casa, sube la escalera… Parece un ángel blanco moviéndose en la noche quieta llena de astros. Entra en la habitación de Isabel.
-¡Oh! ¡María! ¡María! ¡Cuánto dolor! ¡No puedo más, María! ¡Cuánto dolor hay que padecer para ser madre!. María la acaricia con amor y la besa.
-¡María! ¡María! ¡Deja que ponga mis manos sobre tu vientre!.
María coge esas dos manos rugosas e hinchadas, las pone sobre su abdomen ya algo abultado y las mantiene apretadas con sus manitas lisas y gráciles. Y ahora, que están las dos solas, habla en tono suave y dice:
– Jesús está aquí, oyéndote y viéndote. Ten confianza, Isabel. Su corazón santo late con más fuerza, porque está actuando para bien tuyo. Lo siento latir como si lo tuviera entre una mano y otra. Yo entiendo las palabras de mi Niño hechas de latidos. Ahora me está diciendo: «Dile a la mujer que no tema. Todavía un poco de dolor. Luego, con el primer sol, entre las tantas rosas que esperan ese rayo matutino para abrir sus pétalos sobre su tallo, su casa tendrá la rosa más bonita, Juan, mi Precursor».
Isabel apoya también la cara en el vientre de María y llora silenciosamente. María está un
tiempo así, pues parece que el dolor va pasando a una fase de relajación reparadora. Luego indica a todos que estén tranquilos.
Ella permanece en pie, blanca y hermosa bajo el tenue claror de una lámpara de aceite, como un ángel al lado de quien sufre.
Ora. La veo mover los labios. De todas formas, aun cuando no se los viese mover, comprendería que está orando por la expresión arrobada del rostro.
El tiempo pasa. Le vuelve el dolor a Isabel. María la besa de nuevo y se retira. Baja rápida a la luz de la luna y corre a ver si el anciano duerme todavía. Duerme, gimiendo en el sueño. María hace un gesto de piedad. Se pone de nuevo a orar.
Pasa el tiempo. El anciano sale bruscamente de su sueño y levanta su rostro, confuso, como de quien no recordase bien por qué estaba ahí. Luego recuerda, hace un gesto y profiere una exclamación gutural, y escribe: «¿No ha nacido todavía?». María indica que no, y Zacarías: «¡Cuánto dolor! ¡Pobre esposa mía! ¿Lo logrará sin morir a cambio?».
María coge la mano del anciano tratando de infundirle ánimo:
– Para el alba, dentro de poco, el niño ya habrá nacido. Todo irá bien. Isabel es fuerte. ¡Qué bonito va a ser este día — pues está cercana la aurora — en que tu niño va a ver la luz! ¡El más bello de tu vida! Grandes gracias te tiene reservadas el Señor, y tu hijo es su anunciador.
Zacarías menea tristemente la cabeza y señala a su boca muda. Quisiera decir muchas cosas, pero no puede. María se da cuenta de ello y responde:
– El Señor hará completa tu alegría. Cree en Él completamente, espera infinitamente, ama totalmente. El Altísimo te escuchará más de lo que pudieras esperar. Él quiere esta fe tuya total como purificación de tu pasada desconfianza. Di en tu corazón conmigo: «Creo». Dilo a cada uno de los latidos de tu corazón. Los tesoros de Dios se abren para quien cree en Él y en su poderosa bondad.
La puerta está entornada y la luz comienza a penetrar por ella. María la abre. El alba ha puesto toda blanca la tierra aljofarada de rocío. Se percibe un fuerte olor de tierra húmeda y hierba, y los primeros silbos de pájaros se llaman de rama a rama.
El anciano y María salen a la puerta. Están pálidos por la noche pasada en vela; la luz del alba los pone aún más pálidos. María calza de nuevo sus sandalias y va al pie de la escalera, atenta a ver si se oye algo. Una mujer se asoma, María hace unos gestos y vuelve. Todavía nada.
Luego va a una habitación y regresa con leche caliente. Se la da a beber al anciano. Después va donde las palomas, y desaparece de nuevo en esa habitación; quizás es la cocina. Se mueve aquí y allá, está atenta a todo. Se la ve tan ágil y tan serena, que parece como si hubiera dormido el mejor de los sueños.
Zacarías pasea arriba y abajo nerviosamente por el jardín. María lo mira con piedad. Luego entra otra vez en la misma habitación y, arrodillada junto a su telar, ora intensamente, pues la queja de la sufriente se hace más aguda. Se curva hasta el suelo para suplicarle al Eterno. Zacarías vuelve, entra y la ve postrada en ese modo; el pobre anciano llora. María se alza y le coge de la mano. Es mucho más joven que él, pero parece Ella la madre de esa vejez desolada sobre la que extiende sus consuelos.
Permanecen así, el uno al lado del otro, bajo este sol que pone rosáceo el aire de la mañana. Estando así, llega a sus oídos el jubiloso anuncio:
-¡Ha nacido! ¡Ha nacido! ¡Un niño! ¡Oh, padre dichoso! ¡Un niño lozano como una rosa, bonito como el Sol, fuerte y bueno como la madre! ¡Alégrate, padre bendecido por el Señor, que te ha dado un hijo para que lo ofrezcas a su Templo! ¡Gloria a Dios, que ha concedido posteridad a esta casa! ¡Benditos seáis tú y el hijo que te ha nacido! ¡ Que su linaje perpetúe tu nombre por los siglos de los siglos, generación tras generación, y permanezca siempre en alianza con el Señor eterno!
María, llorando de alegría, bendice al Señor. Luego, los dos acogen al pequeñuelo, que le ha sido traído al padre para que lo bendiga. Zacarías no va con Isabel; coge al niño, que grita como un desesperado. Pero no va donde su esposa.
María sí que va, llevando amorosa al pequeñuelo, el cual se ha quedado callado nada más que María lo ha cogido en brazos. La comadre, que va tras Ella, se percata de este hecho.
– Mujer — dice a Isabel — tu hijo se ha callado enseguida, cuando ella lo ha cogido en sus brazos. ¡Mira qué tranquilo duerme; y bien sabe el Cielo lo inquieto y fuerte que es! ¡Mira, ahora parece un pichoncito!
María deposita a la criatura junto a la madre y acaricia a Isabel, poniendo en orden su pelo gris.
– La rosa ha nacido — le dice con voz suave — y tú vives. Zacarías está dichoso. -¿Habla?
– Todavía no. Pero, espera en el Señor. Ahora descansa. Yo estoy contigo.
Dice María:
– Mi presencia había santificado al Bautista, pero no había cancelado a Isabel la condena proveniente de Eva. «Darás a luz con dolor» había dicho el Eterno.
Sólo yo, sin mancha y sin haber tenido unión matrimonial humana, quedé exenta de engendrar con dolor. La tristeza y el dolor son los frutos de la culpa. Yo, que era la Inculpable, tuve que conocer también el dolor y la tristeza, porque era la Corredentora. Pero no conocí el tormento del generar; no, este tormento no lo conocí.
Y, no obstante, créeme, hija, no hubo, ni habrá jamás tormento puerperal semejante al mío de Mártir de una Maternidad espiritual cumplida en el más duro lecho, el de mi cruz, al pie del patíbulo del Hijo que se me moría. ¿Qué madre se verá obligada a generar de esa manera? ¿Qué madre se verá obligada a amalgamar el suplicio del desgarro de sus entrañas por los estertores de su Hijo moribundo, con el suplicio de sentírsele retorcer las entrañas al tener que superar el horror de deber decir: «Os amo; venid a mí, que soy Madre vuestra» a los que estaban matando a ese Hijo nacido del más sublime amor que jamás haya visto el Cielo, del amor de un Dios con una virgen, del beso de Fuego, del abrazo de Luz, que se hicieron Carne, y que del vientre de una mujer hicieron el Tabernáculo de Dios?
-¡Cuánto dolor para ser madre! – dice Isabel. – ¡Mucho! Sí, pero insignificante, comparado con el mío. – Déjame poner las manos en tu vientre». ¡Ah, si cuando sufrís me pidierais siempre esto!
Yo soy la eterna Portadora de Jesús. Él está dentro de mi pecho, como tú lo viste el año pasado, cual Hostia en el ostensorio. Quien a mí viene, a Él lo encuentra; quien en mí se apoya, a Él lo toca; quien a mi se dirige, con Él habla. Yo soy su
vestidura. Él es el alma mía. Mi Hijo está ahora más unido a mí que durante los nueve meses de gestación. A quien a mí viene y apoya su cabeza en mi regazo, todo dolor se le adormece, toda esperanza le florece, toda gracia le fluye.
Yo oro por vosotros. Recordadlo. La beatitud de estar en el Cielo, viviendo en el esplendor de Dios, no me distrae de mis hijos que padecen en la tierra. Yo oro. Todo el Cielo ora porque el Cielo ama. El Cielo es caridad que vive, y la Caridad tiene piedad de vosotros. Pero, aunque sólo estuviera yo, habría suficiente oración para cubrir las necesidades de quien espera en Dios. Porque no ceso de orar por todos vosotros, santos y malvados, para dar: a los santos, la alegría; a los malvados, el salvífico arrepentimiento.
Venid, venid, hijos de mi dolor. Os espero al pie de la Cruz para distribuir gracias.