Pedro se despide de María Santísima después de un coloquio con Juan.
En la terraza de la casa de Simón, enteramente iluminada por la Luna, que ha alcanzado su máximo apogeo, están Pedro y Juan. Hablan en voz baja, y señalan hacia la casa de Lázaro, del todo cerrada y silenciosa. Hablan durante largo rato, yendo y viniendo por la terraza. Luego -no sé por qué motivo- el coloquio se hace más animado, y sus voces, antes contenidas, aumentan de tono y se hacen bien claras. Pedro, dando un puñetazo en el antepecho de la terraza, exclama: -¡¿Pero no comprendes que se debe hacer así?! Te hablo en nombre de Dios. Escúchame sin obstinarte. Conviene hacer como digo yo. No por cobardía y miedo, sino para impedir el exterminio total, que sería deletéreo para la Iglesia de Cristo. Sé, lo he visto, que siguen cada uno de nuestros pasos. Y Nicodemo me ha confirmado que he visto bien. ¿Por qué no hemos podido quedarnos en Betania? Por este motivo. ¿Por qué ya no es prudente estar en esta casa, o en la de Nicodemo, o en la de Nique o de Anastática? Por el mismo motivo. Para impedir que la Iglesia muera por la muerte de sus jefes. -El Maestro nos aseguró muchas veces que ni siquiera el Infierno podrá exterminarla y prevalecer sobre ella, nunca – le responde Juan. -Es verdad. Y el Infierno no prevalecerá, como no prevaleció contra Cristo. Pero los hombres sí, como prevalecieron sobre el Hombre-Dios, que venció a Satanás, pero que no pudo vencer sobre los hombres. -Porque no quiso vencer. Debía redimir y, por tanto, morir. Y con esa muerte. ¡Pero si hubiera querido vencerlos! ¡Cuántas veces logró eludir sus insidias, de todo tipo! -También la Iglesia será insidiada, pero no perecerá totalmente, siempre y cuando tengamos la suficiente prudencia como para impedir el exterminio de los jefes actuales, antes de crear nosotros a muchos -los primeros- sacerdotes de la Iglesia, en sus distintos grados; crearlos y formarlos para su ministerio. ¡No te hagas falsas ilusiones, Juan! Los fariseos, escribas y miembros del Sanedrín harán de todo para matar a los pastores, para conseguir así la dispersión del rebaño, del rebaño todavía débil y medroso; sobre todo, este rebaño de Palestina. No debemos dejarlo sin pastores hasta que muchos corderos no hayan pasado, a su vez, a ser pastores. Ya has visto a cuántos han matado. ¡ Piensa en cuánta parte de mundo nos espera! La orden fue clara: «Id y evangelizad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que os he mandado». Y a mí, en la orilla del lago, tres veces me mandó apacentar sus ovejas y corderos, y profetizó que de viejo, pero no antes, seré atado y conducido a confesar a Cristo con mi sangre y mi vida. ¡Y muy lejos de aquí! Si comprendí bien unas palabras suyas, antes de la muerte de Lázaro, yo debo ir a Roma, y allí fundar la Iglesia inmortal. ¿Y no juzgó Él mismo que era bueno retirarse a Efraím, porque todavía no se había cumplido su evangelización? Y sólo en el momento preciso volvió a Judea para ser apresado y crucificado. Imitémoslo. No se puede decir, no cabe duda de esto, que Lázaro, María y Marta eran personas miedosas. Y, sin embargo, ya ves que, si bien con todo el dolor de su corazón, se han alejado de aquí para llevar a otros lugares la Palabra divina que aquí habría quedado ahogada por los judíos. Yo, elegido por Él Pontífice, he decidido, y, conmigo, los otros apóstoles y discípulos han decidido igualmente: nos dispersaremos. Habrá quien irá a Samaria, o hacia el gran mar, o hacia Fenicia, yendo cada vez más allá, a Siria, a las islas, a Grecia, al Imperio romano. Si aquí en estos lugares la cizaña y el veneno judío hacen estériles los campos y las viñas del Señor, nos vamos a otros lugares y sembramos otras semillas, en otros campos y viñas, para que no sólo haya recolección, sino que incluso sea abundante. Si en estos lugares el odio judío envenena las aguas y las corrompe, para que ni yo, pescador de almas, ni mis hermanos, podamos pescar almas para el Señor, nos marchamos a otras aguas. Hay que ser, al mismo tiempo, prudentes y astutos. Créelo, Juan. -Tienes razón. Pero si insistía era por María. Yo no puedo, no debo dejarla. Ello nos causaría demasiado dolor a ambos. Y sería una mala acción por parte mía… – le responde Juan. -Tú te quedas aquí. Y Ella también, porque separarla de aquí sería una cosa absurda… -A la que María nunca prestaría consentimiento. Me uniré a vosotros más adelante, cuando ya Ella no esté en la Tierra. -Sí. Te unirás a nosotros. Eres joven… Vivirás todavía mucho. -Y María muy poco. -¿Por qué? ¿Es que está enferma?, ¿o sufre?, ¿o está débil? -¡No! Ni el tiempo ni los sufrimientos han tenido poder sobre Ella. Siempre está joven, de aspecto y de espíritu; serena… yo diría, gozosa. -¿Y entonces por qué dices…? -Porque comprendo que este nuevo florecimiento en belleza y gozo es señal de que Ella siente ya cercano que vuelve a unirse con su Hijo. Quiero decir unión total, porque la espiritual nunca ha cesado. No descorro el velo de los misterios de Dios, pero estoy seguro de que Ella ve diariamente a su Hijo en su figura gloriosa. De ahí su beatitud. Yo creo que, contemplándolo, su espíritu se ilumina y llega a conocer todo el futuro como lo conoce Dios, incluido el suyo. Está todavía en la Tierra, con su cuerpo, pero podría casi decir, sin temor a equivocarme, que su espíritu está casi siempre en el Cielo. Tanta es su unión con Dios, que no creo pronunciar palabras sacrílegas si digo que en Ella está Dios como cuando lo llevaba en su seno materno. Más aún: de la misma manera que el Verbo se unió a Ella para ser Jesucristo, ahora Ella se une de tal manera a Cristo, que es un segundo Cristo, que ha asumido una nueva humanidad, la del propio Jesús. Si esto es herejía, que Dios me dé a conocer el error y que me perdone. Ella vive en el amor. Este fuego de amor la enciende, la nutre, la ilumina, y ese mismo fuego de amor nos la arrebatará, en el momento designado, sin dolor para Ella, sin corrupción para su cuerpo… El dolor será sólo nuestro… mío, sobre todo… Ya no tendremos a la Maestra, a la Guía, a la Consoladora nuestra… Y yo estaré verdaderamente solo… Y Juan, cuya voz ya temblaba por un contenido llanto, rompe a llorar con sollozos desgarradores como nunca tuvo, ni siquiera a los pies de la Cruz o en el Sepulcro. También Pedro, si bien más serenamente, rompe a llorar, y, entre las lágrimas, suplica a Juan que le avise, si puede, para estar presente en el tránsito de María, o, al menos, en su sepultura. -Lo haré, si tengo, aunque lo dudo mucho, la posibilidad de hacerlo. Algo me dice en mi interior que, como sucedió con Elías (2 Reyes 2, 11; Eclesiástico 48, 9), que fue arrebatado por el torbellino celeste en el carro de fuego, así sucederá con Ella: casi antes de que me percate de su inminente tránsito, Ella estará ya con su alma en el Cielo. -Pero, al menos el cuerpo quedará. ¡Quedó incluso el del Maestro, y era Dios! -Para Él era necesario que así sucediera; para Ella, no. Él debía, con la resurrección, desmentir las calumnias judías; con sus apariciones, convencer al mundo, que dudaba, o incluso negaba, por causa de su muerte de cruz. Pero Ella no tiene necesidad de ello. Pero, si puedo, te avisaré. Adiós, Pedro, Pontífice y hermano mío en Cristo. Vuelvo con Ella, que, ciertamente, me espera. Dios esté contigo. -Y contigo. Y di a María que ore por mí y que me perdone una vez más por mi cobardía durante la noche del Proceso… recuerdo que no logro borrar de mi corazón, cosa que no me deja tranquilo… – y algunas lágrimas ruedan por las mejillas de Pedro, que termina: -Sea Madre para mí. Madre de amor para su desdichado hijo pródigo… -No es necesario que se lo diga. Te quiere más que una madre según la carne, te quiere como Madre de Dios, y con caridad de Madre de Dios. Si estaba dispuesta a perdonar a Judas, cuya culpa no tenía medida, ¡figúrate, si no te va a haber perdonado a ti! La paz esté contigo, hermano. Yo me marcho. -Y yo te sigo, si me lo concedes. Quiero verla todavía otra vez. -Ven. Sé el camino que hay que tomar para entrar en el Getsemaní sin ser vistos. Se ponen en marcha y andan, a buen paso y en silencio, hacia Jerusalén. Pero pasan por el camino alto, que llega hasta el Monte de los Olivos por la parte que está más lejos de la ciudad. Llegan al rayar del alba. Entran en el Getsemaní. Van cuesta abajo hacia la casa. María, que está en la terraza, los ve llegar y, emitiendo un grito de alegría, baja a su encuentro. Pedro se arroja a sus pies -sí, incluso se arroja a sus pies y rostro en tierra-, diciéndole: -¡Madre, perdón! -¡¿De qué?! ¿Es que has pecado en algo? El que me revela todas las verdades, no me ha revelado sino que tú eres su digno sucesor en la Fe. Como hombre, siempre te he visto justo, aunque algunas veces impulsivo. ¿Qué te debo perdonar, pues? Pedro llora y calla. Juan explica: -Pedro no logra apaciguarse por lo de haber renegado de Jesús en el patio del Templo. -Eso es cosa pasada, y borrada, Pedro. ¿Acaso te reprendió Jesús? -¡No, no!-¿Mostró quererte menos que antes? -No. La verdad… no. ¡Al contrario!… -¿Y eso no te dice que Él, y yo con Él, te hemos comprendido y perdonado? -Es verdad. Sigo siendo el mismo necio. -Pues ve y permanece en paz. Yo te digo que nos encontraremos todos, yo, tú, los otros apóstoles y diáconos, todos en el Cielo, junto al Hombre-Dios. Por lo que de mi poder depende, te bendigo – y, como hizo con Gamaliel, María pone sus manos en la cabeza de Pedro trazando una señal de la cruz. Pedro se inclina para besarle los pies. Luego se levanta, mucho más sereno que antes, y, acompañado también ahora por Juan, regresa a la cancilla superior, la cruza y se marcha, mientras Juan, después de cerrar bien esa entrada, regresa donde María.