Jesús en Nazaret, en casa de su Madre. Ella deberá seguir a su Hijo
Jesús va caminando solo, raudo, por la vía de primer orden que pasa cerca de Nazaret. Entra en la ciudad y se dirige a su casa, Cerca ya de ella ve a su Madre, que también se está dirigiendo a la casa, acompañada por su sobrino Simón, que va cargado de haces de ramas secas. La llama:
-¡Mamá!
María se vuelve y exclama:
-¡Oh, Hijo mío bendito! – y ambos corren al recíproco encuentro. Simón imita a María y, dejados los haces de ramas en el suelo, va hacia su primo, y lo saluda cordialmente.
-Mamá mía, aquí estoy; ¿estás contenta ahora?
-Mucho, Hijo mío. Pero… si sólo por mi súplica lo has hecho, te digo que ni a ti ni a mí nos es lícito seguir los dictámenes de la sangre antes que la misión.
-No, mamá; he venido también para otras cosas.
-¿Es verdad lo que dicen, Hijo mío? Yo creía, quería creer, que no te odiasen tanto, que se tratase de voces mentirosas…
Las lágrimas se patentizan en la voz y en los ojos de María.
-No llores, Mamá; no me des este dolor. Necesito tu sonrisa.
-Sí, Hijo mío, es verdad. Ves tantos rostros duros de enemigos, que necesitas sonrisas y mucho amor. No obstante, aquí, ¿ves?, aquí hay quien te ama por todos…
María, apoyándose levemente en su Hijo – quien, con el brazo sobre sus hombros, la lleva arrimada a sí -, camina lentamente hacia la casa, tratando de sonreír para eliminar todo rastro de dolor en el corazón de Jesús.
Simón, igualmente, tras haber recogido sus haces de ramas, va caminando al lado de Jesús.
-Estás pálida, Mamá. ¿Te han causado mucho dolor? ¿Has estado enferma? ¿Has trabajado demasiado?
-No, Hijo, no. A mí no me han causado ningún dolor. Mi único padecimiento eras Tú, lejano y no amado. No, no, aquí son todos muy buenos conmigo. Bueno, ya no me refiero a María y a Alfeo; ya sabes cómo son. E incluso Simón. Ya ves lo bueno que es… pues siempre así. Ha sido mi socorro durante estos meses. Es él quien ahora se encarga de traerme la leña. Es muy bueno. Y también José, ¿sabes? Muchos detalles de amabilidad con su María.
-Que Dios te bendiga, Simón, y también a José. Os perdono el que todavía no me améis como Mesías. ¡Oh, sí, llegaréis a amarme en cuanto Cristo que soy! Pero, ¿cómo podría perdonaros el no amarla a Ella?
-Querer a María es un hecho de justicia y significa paz, Jesús. Pero también te queremos a ti, sólo que… tememos demasiado por ti.
-Sí. Me queréis humanamente. Alcanzaréis el otro amor.
-Tú también, Hijo mío, estás pálido; y más delgado.
-Sí, también lo veo yo. Pareces como más mayor – observa Simón. Entran en la casa. Simón deja en su sitio los haces de leña y, discretamente, se retira.
-Hijo, ahora que estamos solos, dime la verdad, toda. ¿Por qué te han expulsado?
María tiene sus manos en los hombros de su Jesús y fija la mirada en su rostro enflaquecido.
Jesús sonríe – una sonrisa dulce pero cansada – y dice:
-Por tratar de conducir al hombre a la honestidad, a la justicia, a la verdadera religión.
-Pero, ¿quién te acusa?, ¿el pueblo?
-No, Madre; los fariseos y escribas… excepto algún que otro justo que hay entre ellos.
-¿Qué has hecho para atraerte sus acusaciones?
-Decir la verdad. ¿No sabes que éste es el mayor error que uno puede cometer ante los hombres?
-¿Y qué han podido argüir para justificar sus acusaciones?
-Embustes. Los que ya sabes y otros.
-Díselos a tu Madre. Deposita todo tu dolor en mi pecho. El pecho de una madre está acostumbrado al dolor y se siente feliz de beberlo hasta la hez si con ello lo elimina del corazón de su hijo. Dame tu dolor, Jesús. Ponte aquí, como cuando eras pequeño; deposita toda tu amargura.
Jesús se sienta en una pequeña banqueta a los pies de su Madre y cuenta todo lo acaecido durante los meses pasados en Judea; sin rencor, pero sin velo alguno.
María acaricia sus cabellos, con una heroica sonrisa en los labios, que combate contra el brillo de llanto de sus ojos
azules.
Jesús habla también de la necesidad de entrar en contacto con mujeres, para redimirlas, y de su dolor de no poderlo hacer a causa de la malignidad humana.
María escucha anuente y decide:
-Hijo, no debes negarme lo que deseo. A partir de ahora iré contigo cuando Tú te alejes; en cualquier época o estación del año, en cualquier lugar. Te defenderé de la calumnia. Bastará mi presencia para hacer caer el lodo. Y María vendrá conmigo; lo desea ardientemente. El corazón de las madres es necesario junto al Santo; y también contra el demonio y el mundo.