Pedro celebra la Eucaristía en una reunión de los primeros cristianos.
Es una de las primeras reuniones de los cristianos, en los días inmediatamente posteriores a Pentecostés. Los doce apóstoles son de nuevo doce, porque Matías, que ya ha sido elegido en lugar del traidor, está entre ellos. Y el hecho de que estén los doce demuestra que no se habían separado todavía para ir a evangelizar, según la orden del Maestro. Por tanto, Pentecostés debe haber tenido lugar poco antes, y todavía no deben haber empezado las persecuciones del Sanedrín contra los siervos de Jesucristo. En efecto, si así fuera, no tendrían esta celebración con tanta tranquilidad, y sin ninguna medida de precaución, en una casa conocida, demasiado conocida, por los del Templo, o sea, en la casa del Cenáculo, y precisamente en la habitación donde se verificó la última Cena, donde fue instituida la Eucaristía, donde empezó la verdadera y total traición, y la Redención. Pero la vasta habitación ha sufrido un cambio, necesario para su nueva función como iglesia, e impuesto por el número de los fieles. La gran mesa ya no está en la pared de la escalera, sino en la frontal, y paralela a la pared. De forma que incluso los que no pueden entrar en el Cenáculo -primera iglesia del mundo cristiano-, ya repleto de personas, pueden ver lo que sucede dentro, apiñándose, apretujándose, en el pasillo de entrada (donde está, abierta completamente, la puertecita por la que se entra en la habitación). En la sala hay hombres y mujeres de todas las edades. En un grupo de mujeres, junto a la mesa, aunque en uno de los ángulos, está María, la Madre, rodeada de Marta y María de Lázaro, Nique. Elisa, María de Alfeo, Salomé, Juana de Cusa… en fin, de muchas de las mujeres discípulas, hebreas y no hebreas, a las que Jesús había curado, había consolado, había evangelizado, había hecho ovejas de su rebaño. Entre los hombres, están Nicodemo, Lázaro, José de Arimatea, muchísimos discípulos, entre los cuales Esteban, Hermas, los pastores, Eliseo el hijo del arquisinagogo de Engadí, y muchísimos otros. Y está también Longinos, no vestido de militar, sino como si fuera un ciudadano cualquiera, con una larga y sencilla túnica cenizosa. Luego otros, que claramente han entrado en la grey de Cristo después de Pentecostés y las primeras evangelizaciones de los Doce. Pedro habla también ahora. Evangeliza e instruye a los presentes. Habla una vez más de la última Cena. Una vez más. Y es que, por sus palabras, se comprende que ya ha hablado otras veces de ella. Dice: -Os hablo una vez más – y remarca mucho estas palabras – de la Cena en que, antes de ser inmolado por los hombres, Jesús Nazareno, como le llamaban, Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador nuestro, como ha de ser afirmado y creído con todo nuestro corazón y nuestra mente, porque en este creer está nuestra salvación, se inmoló por espontánea voluntad y por exceso de amor, dándose como Alimento y Bebida para los hombres, y diciéndonos a nosotros, siervos y continuadores suyos: «Haced esto en memoria mía». Y esto es lo que hacemos. Pero, oh hombres, de la misma manera que nosotros, sus testigos, creemos que en el Pan y en el Vino, ofrecidos y bendecidos, como Él hizo, en memoria suya y por obediencia a su divino mandato, están ese Cuerpo Santísimo y esa Sangre Santísima que lo son de un Dios, Hijo del Dios altísimo, y que fueron crucificado y derramada por amor y para vida de los hombres, también vosotros, todos vosotros, que habéis entrado a formar parte de la verdadera, nueva, inmortal Iglesia, anunciada por los profetas y fundada por el Cristo, debéis creerlo. Creed y bendecid al Señor, que a nosotros, sus -si no materialmente, sí moral y espiritualmente- crucifixores por nuestra debilidad en servirle, por nuestra cerrazón en comprenderlo, por nuestra cobardía en abandonarlo huyendo en la hora suprema, por nuestra cobardía en nuestro… no, en mi personal traición de hombre temeroso y cobarde hasta el punto de renegar de Él, y negarlo, y negarme como discípulo suyo, es más: como el primero de entre sus siervos (y gruesas lágrimas ruedan y surcan el rostro de Pedro), poco antes de la hora primera, allí, en el patio del Templo; creed, decía, y bendecid al Señor, que a nosotros nos deja este eterno signo de perdón; creed y bendecid al Señor, que a aquellos que no lo conocieron cuando era el Nazareno les permite conocerlo ahora que es el Verbo Encarnado vuelto al Padre. Venid y tomad. Él lo dijo: «El que come mi Carne y bebe mi Sangre tendrá la Vida eterna». En aquel momento no comprendimos (y Pedro llora de nuevo). No comprendimos porque éramos obtusos de intelecto. Pero ahora el Espíritu Santo ha encendido nuestra inteligencia, fortalecido nuestra fe, infundido la caridad, y comprendemos. Y en el Nombre del Dios altísimo, del Dios de Abraham, de Jacob, de Moisés, en el Nombre altísimo del Dios que habló a Isaías, a Jeremías, a Ezequiel, a Daniel y a los otros profetas, os juramos que esto es verdad y os conjuramos que creáis para poder tener la Vida eterna. Pedro habla lleno de majestad. Ya nada queda en él del pescador no poco rudo de poco antes. Ha subido a un escabel para hablar y ser visto y oído mejor, porque, siendo bajo como es, si sus pies hubieran permanecido sobre el suelo de la habitación, los más lejanos no lo habrían podido ver, y él lo que quiere es alcanzar a todos con su vista. Habla equilibradamente, con voz apropiada y gestos de verdadero orador. Sus ojos, siempre expresivos, ahora hablan más que nunca: amor, fe, mando, contrición… todo sale a través de esta mirada suya, y anticipa y refuerza sus palabras. Ya ha terminado de hablar. Baja del escabel y se coloca detrás de la mesa, en el espacio que hay entre la pared y la mesa, y espera. Santiago y Judas, o sea, los dos hijos de Alfeo y primos de Cristo, extienden ahora sobre la mesa un mantel blanquísimo. Para hacer esto levantan el arca ancha y baja que está puesta en el centro de la mesa. También extienden sobre la tapa del arca un paño de finísimo lino. El apóstol Juan va ahora donde María y le pide algo. María se quita del cuello una especie de llavecita y se la da a Juan. Juan la toma, vuelve al arca, la abre y vuelve la parte que está delante, la cual queda apoyada en el mantel, y cubierta con un tercer paño de lino. Dentro del arca hay una sección horizontal que la divide en dos secciones: en la de abajo hay una copa y un plato, de metal; en la de arriba, en el centro, la copa usada por Jesús en la última Cena y para la primera Eucaristía, los restos del pan partido por Él, colocados en un platito, de material precioso como la copa. A los lados de la copa y del platito que están en el plano superior, a un lado, están la corona de espinas, los clavos y la esponja; al otro lado, uno de los lienzos, enrollado, el velo con que Nique enjugó el Rostro de Jesús, y el que María dio a su Hijo para que se cubriera con él las caderas. En el fondo del arca hay otras cosas, pero, dado que quedan más bien ocultas y que ninguno habla de ellas ni las muestra, no se sabe lo que son. Sin embargo, respecto a las otras, respecto a las visibles, Juan y Judas de Alfeo las muestran a los presentes, que se arrodillan ante ellas. Pero ni se muestran ni se tocan la copa y el platito del pan. Tampoco se extiende toda la sábana; sólo se muestra enrollada, mientras sé dice lo que es. Quizás Juan y Judas no la desenrollan para no despertar en María el recuerdo doloroso de las atroces vejaciones sufridas por su Hijo. Terminada esta parte de la ceremonia, los apóstoles, en coro, entonan unas oraciones. Yo diría que son salmos porque los cantan como acostumbraban a hacer los hebreos en sus sinagogas o en sus peregrinaciones a Jerusalén para las solemnidades prescritas por la Ley. La gente se une al coro de los apóstoles, que, de esa manera, cada vez se hace más solemne. En fin, traen panes y los colocan en el platito de metal que había en la parte inferior del arca, y traen unas pequeñas ánforas, también de metal. Pedro recibe de Juan, que está arrodillado al otro lado de la mesa (mientras que Pedro sigue entre la mesa y la pared, aunque vuelto hacia la gente), la bandeja con los panes; la alza y la ofrece; luego la bendice y la pone sobre el arca. Judas de Alfeo, también arrodillado, al lado de Juan, da a su vez a Pedro la copa de la parte de abajo y las dos ánforas que antes estaban junto al platito de los panes. Pedro vierte el contenido de ellas en la copa; alza ésta y la ofrece, como había hecho con el pan. Bendice también la copa y la pone sobre el arca, al lado de los panes. Oran de nuevo. Pedro fracciona los panes en muchos trozos mientras los presentes se postran más aún, y dice: -Esto es mi Cuerpo. Haced esto en memoria mía. Sale de detrás de la mesa llevando consigo la bandeja llena de los trozos de los panes, y lo primero, va donde María y le da un trozo. Luego pasa a la parte delantera de la mesa y distribuye el Pan consagrado a todos los que se acercan para recibirlo. Sobran pocos trozos, los cuales, en su bandeja, son colocados sobre el arca. Ahora toma la copa y la ofrece -empezando esta vez también por María- a los presentes. Juan y Judas le siguen con las pequeñas ánforas y añaden los líquidos cuando el cáliz está vacío, mientras Pedro repite la elevación, el ofrecimiento y la bendición para consagrar el líquido. Cuando todos los que pedían nutrirse de la Eucaristía han sido complacidos, los apóstoles consumen el Pan y Vino que han quedado. Luego cantan otro salmo o himno, y después de esto Pedro bendice a los presentes, quienes, después de su bendición, se marchan lentamente. María, la Madre, que ha estado de rodillas durante toda la ceremonia de la consagración y de la distribución de las especies del Pan y del Vino, se alza y va hasta el arca. Hace una inclinación por encima de la mesa y toca con la frente la superficie del arca donde están puestos la copa y el plato usados por Jesús en la última Cena, y pone un beso en el borde de ambos; un beso que es también para las otras reliquias recogidas ahí. Luego Juan cierra el arca y devuelve la llave a María, que vuelve a ponérsela en el cuello.