La Pascua suplementaria.
La orden de Jesús esta vez ha sido ejecutada al pie de la letra, de manera que Betania rebosa de discípulos. Los prados, los senderos, los huertos y los olivares de Lázaro están llenos de discípulos. Y, no siendo éstos suficientes para contener a tantas personas, que además no quieren dañar los bienes del amigo de Jesús, muchos se han diseminado por entre los olivares que conducen de Betania a Jerusalén por los caminos del Monte de los Olivos. Están más cerca de la casa los discípulos antiguos; más lejanos, muchos otros. Caras poco conocidas o completamente desconocidas. ¿Pero quién podría ya reconocer tantas caras y nombrarlas? Yo creo que son centenares. De vez en cuando, entre el revoltillo, una cara o un nombre me recuerdan caras vistas entre aquellos a quienes Jesús favoreció o convirtió, quizás en los últimos momentos. Pero es superior a mis capacidades el recordar tantos rostros y nombres, el reconocerlos todos. Sería como pretender que hubiera reconocido a los que estaban en la multitud que se apiñaba en las calles de Jerusalén el Domingo de Ramos o el doloroso Viernes, o que cubría el Calvario con su tapiz de rostros en su mayoría contraídos por el odio. Los apóstoles entran en la casa de Simón, o salen de ella, moviéndose entre las personas para mantenerlas en calma o responder a sus preguntas. Los ayudan en esto Lázaro y Maximino. Tras las ventanas del piso de arriba de la casa de Simón se ven aparecer y desaparecer todas las caras de las discípulas: cabelleras grises u oscuras, entre las que resaltan las cabezas rubias de María de Lázaro y Áurea. De vez en cuando, una se asoma a mirar y luego se retira. Están todas. Todas. Jóvenes y ancianas. Incluso las que nunca habían venido, como Sara de Afeq. En la terraza juegan los niños que Sara recogió, los nietos de Ana de Merón, María y Matías, el niño Salem (el niño deforme que era nieto de Nahúm, y que ahora vive feliz y sano), y otros más: una bandada de pajarillos felices, vigilados por Margziam y por otros discípulos jovencitos, como el pastorcito de Enón y Yaia de Pel.la. Veo ahora entre los niños al niño de Sidón que era ciego (se supone que su padre lo ha traído consigo). Empieza la puesta del sol en un tersísimo cielo. Pedro solicita el parecer de Lázaro y de sus compañeros: -Yo digo que convendrá despedir a la gente. ¿Qué pensáis vosotros? Hoy tampoco va a venir. Y muchos de éstos tienen que celebrar esta noche 1a pequeña Pascua. -Sí. Conviene despedirlos. Quizás el Señor ha considerado conveniente no venir hoy. En Jerusalén se han reunido todos los del Templo. No sé cómo les ha llegado la voz de que Él venía y… – dice Lázaro. -¡Bueno, y aun así… ¿qué pueden hacerle ya?! – dice con vehemencia Judas Tadeo. -Olvidas que ellos son ellos. Y con esto te he dicho todo. Aunque a Él no le puedan hacer nada malo, a estos que han venido a adorarlo sí que pueden hacerles mucho daño. Y el Señor no quiere perjudicar a sus fieles. Además, ¿tú crees que ellos – cegados como están por su pecado y por ese pensamiento suyo, siempre el mismo, inmutable-, entre el barullo de ideas que hay en su cabeza, no tienen también la de que el Señor haya resucitado, o sea, que no haya muerto nunca y que haya salido de allí como uno que se despertara, por sí solo o con la complicidad de muchos? ¡Vosotros no sabéis qué espesura agreste de pensamientos, qué enredo, qué borrasca de suposiciones hay en ellos! Ellos se lo han procurado a sí mismos por no confesar la verdad. Verdaderamente se puede decir que los cómplices de ayer hoy están separados por la misma causa que antes los unía. Y a algunos les han seducido sus ideas. ¿No veis que algunos ya no están entre los discípulos?… – dice Lázaro. -¡Déjalos que se marchen! Otros mejores han venido. Está claro que dentro del número de los que se han marchado hay que buscar a los que han dicho al Sanedrín que el Señor estaría aquí el decimocuarto día del segundo mes; y después de la delación no tienen el coraje de venir. ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Basta ya de traidores! – dice Bartolomé. -¡Siempre los tendremos, amigo! ¡El hombre…! Demasiado fácilmente cede ante las impresiones y las presiones. Pero no debemos temer. El Señor ha dicho que no debemos temer – dice el Zelote. -Pues no tememos. Hace pocos días, todavía teníamos miedo. ¿Os acordáis? Yo, por mi parte, cuando pensaba en el regreso aquí, sentía miedo. Ahora me parece que ya no tengo ese temor. Pero no me fío demasiado de mí. Y vosotros tampoco os fiéis demasiado de vuestro Cefas, porque ya una vez he demostrado que soy arcilla que se deshace, en vez de granito compacto. Bueno, pues vamos a despedir a éstos. Hazlo, Lázaro.-No, Simón Pedro. Hazlo tú. Eres el jefe… – dice Lázaro, pasando benévolamente un brazo por los hombros de Pedro y llevándolo así hacia la escalera y, escalera arriba, hasta la terraza que circuye la casa de Simón. Cuando Pedro hace ademán de hablar, la gente que está cerca calla y los que están más lejos se acercan. Pedro espera a que la mayoría esté allí en torno. Luego dice: -Hombres venidos de todos los lugares de Israel, escuchad. Os exhorto a que volváis a la ciudad. El sol ha empezado a descender. Marchaos, pues. Si Él viene, os lo comunicaremos cueste lo que cueste. Que Dios esté con vosotros. Se retira. Entra en una habitación vasta y luminosa donde están congregadas en torno a la Virgen todas las discípulas más fieles, así como las otras mujeres que querían al Señor como Maestro, a pesar de no haberle seguido nunca en sus desplazamientos. Pedro va a un rincón, a sentarse, y mira a María, que le sonríe. La gente, afuera, lentamente se separa en dos partes: la de los que se quedan y la de los que vuelven a la ciudad. Voces de personas mayores que llaman a niños, vocecitas de niños que responden. Luego el murmullo desciende de tono. -Y ahora – dice Pedro – nos marchamos también nosotros… -¡Padre, pero el Señor dijo que estaría aquí!.. -Ya lo sé. Pero, como ves, no ha venido. Y es el día prescrito… -Sí. Y mi hermano ha preparado todo para vosotros. Y aquí llega Marcos de Jonás, que viene para guiaros y abriros la cancilla. Pero también voy yo. Todos vamos. Lázaro ha preparado para todos – dice María de Magdala. -¿Y dónde va a ser la cena para tanta gente? -El mismo Getsemaní hará de Cenáculo. Dentro de la casa, la habitación para los que Jesús ha dicho; fuera, junto a la casa, las mesas de los otros: así lo ha querido. -¿Quién? ¿Lázaro? -El Señor. -¿El Señor? ¿Pero cuándo ha venido? -Ha venido… ¿Qué más te da el día? Ha venido y ha hablado con Lázaro. -Yo creo que Él viene, es más: que ha venido, a visitar a cada uno de nosotros, aunque no todos lo digan, porque guardan esa alegría como su más preciada perla, que hasta temen mostrarla porque tienen miedo de que pierda su esplendor más hermoso. -¡Los secretos del Rey! – dice Bartolomé, y mira al grupito de las discípulas vírgenes, que se ponen como la púrpura, como si en sus caras se reflejaran los rayos del sol poniente (pero lo que las enciende es una llama espiritual de intensa alegría). María, la Virgen de las vírgenes, que viste túnica de blanco lino -una azucena vestida de candor-, agacha la cabeza sonriendo sin hablar. ¿Cómo se parece en este momento a la Virgencita de la Anunciación! -Está claro que solos no nos deja, aunque no aparezca visiblemente. Según mi opinión, es Él el que pone en mi pobre corazón y en mi mente, aún más pobre, ciertos pensamientos… – confiesa Mateo. Los otros no hablan… Se miran, mientras se ponen los mantos observándose recíprocamente. Pero el cuidado mismo con que algunos se tapan lo más posible la cara para ocultar la onda de alegría espiritual que emerge al pensar en los divinos, secretos encuentros pone en claro que pertenecen al grupo de los más privilegiados. -¡Decidlo, ¿no?! – dicen los otros. ¡No es que estemos celosos! Ni queremos saber indiscretamente. ¡Pero sí será un consuelo para nosotros la esperanza de no estar para siempre privados de verlo! Recordad las palabras de Rafael a Tobías: «Bueno es mantener oculto el secreto del rey, pero también es honorífico revelar y publicar las obras de Dios»(Tobías 12, 7). ¡Tiene razón el ángel de Dios! Mantened el secreto de las palabras que Él os haya dicho, pero revelad su continuo amor a nosotros. Santiago de Alfeo mira a María, como para recibir una luz, y, visto por la sonrisa de Ella que asiente, dice: -Es verdad. He visto al Señor. No dice más. Y es el único que lo dice. Los otros dos que se habían tapado mucho, o sea, Juan y Pedro, no dicen nada. Salen todos en grupos: delante, los once; luego, en torno a María, Lázaro con sus hermanas y las discípulas; los últimos, los pastores y muchos de los setenta y dos discípulos. Se encaminan hacia Jerusalén por el camino que lleva al Monte de los Olivos. Los niños que quedaban van y vienen, corriendo felices. Marcos muestra un caminito que sortea el Campo de los Galileos y las zonas más transitadas, y que lleva directamente a la cerca nueva del Huerto de los Olivos. Abre. Los invita a pasar. Cierra. Muchos discípulos se intercambian palabras en tono bajo y alguno de ellos va a preguntar algo a los apóstoles, especialmente a Juan. Pero hacen gestos que significan que esperen, que no es el momento de hacer lo que piden, y todos se tranquilizan. ¡Cuánta paz en este vasto olivar, besado aún por los últimos rayos del sol en sus partes más altas y ya en sombra en las más bajas! Un suave frufrú de viento entre las frondas verdeplata y un alegre cantar de pájaros despidiéndose del día que muere. Ahí está la casita del guarda. En la terraza que le hace de techo, Lázaro ha mandado disponer una cobertura de toldos, de forma que aquélla se ha transformado en un ventilado cenáculo para los discípulos que un mes antes no habían podido celebrar la Pascua. Abajo, dispuestas en la pequeña y bien limpia explanada, otras mesas. Dentro de la casa, en la habitación mejor, la mesa de las discípulas. Se llevan a las distintas mesas de los que no han celebrado la Pascua los corderos asados, las verduras, los ázimos y la salsa rojiza; y se pone en las mesas el cáliz del rito. Pero en la de las mujeres no está este cáliz, sino que hay tantas copas cuantas son las comensales. Se deduce que de esta parte de la ceremonia estaban eximidas las mujeres. Y, en las mesas de los que han celebrado ya la Pascua en su debido momento, está el cordero, pero faltan los ázimos y las verduras con la salsa rojiza. Lázaro y Maximino dirigen todo. Y Lázaro se inclina hacia Pedro para decirle algo, algo que le hace al apóstol menear bruscamente la cabeza negando con obstinación.-Pues… es función tuya – dice Felipe, que está a su lado. Pero Pedro, señalando a Santiago de Alfeo, dice: -Éste debe hacerlo. Mientras debaten esto, el Señor aparece donde empieza la explanada. Saluda: -Paz a vosotros. Todos se ponen en pie. El ruido advierte a las discípulas de lo que está sucediendo. Están para salir, pero ya Jesús entra en la casa y las saluda a ellas también. María dice: « ¡Hijo mío!» y lo venera más profundamente que todos los demás, enseñando con ese gesto que, por muy amigo que pueda ser Jesús -amigo y pariente hasta el punto de ser incluso hijo- sigue siendo Dios, y como a Dios se le ha de venerar. Venerarlo siempre, con espíritu adorador, aunque su amor por nosotros sea tan pleno, que lo lleve a darse, como Hermano y Esposo nuestro, con toda familiaridad. -La paz a ti, Madre. Sentaos, comed. Yo subo arriba, donde Margziam espera su premio. Sale otra vez, para subir por la pequeña escalera, y llama con fuerte voz: -Simón Pedro y Santiago de Alfeo, venid. Los dos nombrados suben detrás de Él. Jesús se sienta ante la mesa del centro, donde está Margziam, y dice a los dos apóstoles: -Haréis lo que os diga – y a Matías, que está sentado en la presidencia de la mesa: -Empieza el banquete pascual. Jesús esta noche tiene a Margziam a su lado, en el lugar donde estaba Juan la otra vez. Pedro y Santiago están detrás del Señor, esperando sus órdenes. Y con el mismo ritual de la Cena pascual se desarrolla ésta: los himnos, las preguntas, y el beber de los sucesivos cálices. No sé si en las otras mesas se verifica lo mismo. Donde está Jesús yo me concentro -a menos que un deseo suyo no me obligue a ver otra cosa-, y de todo me olvido para contemplar a mi Señor, que ahora está ofreciendo los mejores trozos de su cordero -lo ha tomado y lo ha puesto en su plato, pero no lo come, como tampoco come verduras ni salsa ni bebe del cáliz- a Margziam, que llega incluso a un estado de beatitud. Jesús, al principio, había hecho a Pedro una señal de que se inclinara para escucharlo, y Pedro, después de escucharlo, había dicho con fuerte voz: -En este momento el Señor, siendo Padre y Cabeza de su Familia, ofreció por todos nosotros el cáliz. Ahora hace una nueva señal a Pedro, el cual de nuevo lo escucha y de nuevo se alza para decir: -Y en este momento el Señor se ciñó para purificarnos y enseñarnos lo que habíamos de hacer nosotros mismos para celebrar dignamente el Sacrificio eucarístico. La cena continúa. Y Pedro, tras una nueva señal, dice: -En este momento el Señor tomó el pan y el vino, lo ofreció y, orando, los bendijo y, hechas las partes nos las distribuyó a nosotros diciendo: «Esto es mi Cuerpo y ésta es mi Sangre del nuevo Testamento eterno, que por vosotros y por muchos será derramada para el perdón de los pecados». Jesús se pone en pie. Está majestuosísimo. Ordena a Pedro y a Santiago que tomen un pan y que lo partan en pequeños trozos, y que llenen de vino una copa, la más grande que haya en las mesas. Ellos obedecen y sostienen delante de Él el pan y el vino. Jesús entonces extiende sobre el pan y el vino sus manos, orando, sin gesto alguno aparte de la mirada arrobada… -Distribuid las partes del pan y pasad el cáliz fraterno. Todas las veces que así lo hagáis, lo haréis en memoria mía. Los dos apóstoles obedecen, llenos de veneración… Jesús, mientras se verifica la distribución de las Especies, baja donde las mujeres. Pienso -pero no lo veo porque no entro donde ellas están- que Jesús da la Comunión a su Madre con sus propias manos. Es un pensamiento mío. No sé si responde a la realidad. Pero no comprendería por qué se marchó allí, si no hubiera sido para hacer esto. Luego vuelve a la terraza. Ya no se sienta. La cena toca a su fin. Él dice: -¿Todo está consumado? -Todo está consumado, Señor. -Así hice Yo en la Cruz. Alzaos. Oremos. Extiende sus brazos como si estuviera en la cruz y entona la oración del Padrenuestro. No sé por qué lloro. Pienso que quizás es la última vez que se la oigo decir… Y, de la misma manera que ningún pintor o escultor podrá jamás darnos la verdadera efigie de Jesús, igualmente, ninguno, por muy santo que sea, podrá decir, al mismo tiempo tan viril y dulcemente, el Padrenuestro. Sentiré siempre una gran nostalgia de estos padrenuestros oídos a Jesús, verdaderos coloquios del alma con el Padre amadísimo y adoradísimo de los Cielos, gritos de honor, obediencia, fe, sumisión, humildad, misericordia, deseo, confianza… ¡todo! -Marchaos. Y que la Gracia del Señor esté en todos vosotros y su paz os acompañe – dice Jesús despidiéndolos. Y se despide en medio de un fulgor de luz que supera con mucho al claror de la Luna, ya llena, y alta sobre el Huerto silente, y de las lámparas que están sobre las mesas. Ni una voz. Lágrimas en los rostros, adoración en los corazones… nada más… La noche vela y conoce junto con los ángeles los latidos de estos benditos.