Enseñanzas a los apóstoles enviados al Getsemaní.
Los apóstoles se ponen sus mantos y preguntan: -¿A dónde vamos, Señor? Su forma de hablar ahora no es tan familiar como lo era antes de la Pasión. Mi impresión, si es que esto se puede decir, es que hablan con el alma arrodillada. Más que la postura de su cuerpo -siempre levemente inclinado en señal de reverencia ante el Resucitado-, más que su reserva en cuanto a tocarlo, más que su trémula alegría cuando Él los toca, acaricia o besa, o cuando les dirige en particular la palabra, más que todo esto, lo que expresa que es su espíritu – más que su humanidad- el que no puede ser como era en sus relaciones con el Maestro y el que informa con su nuevo sentimiento todos los actos de la persona, lo que expresa esto es todo su aspecto, es un «algo» que no se puede describir y que, sin embargo, es perfectamente manifiesto. Antes era «el Maestro». El Maestro al que su fe creía Dios, pero sus sentidos consideraban… un hombre. Ahora es «el Señor». Es Dios. No hay necesidad ya de hacer actos de fe para creerlo. La evidencia ha abolido esta necesidad. Él es Dios. Es el Señor, al que el Señor ha dicho: «Siéntate a mi derecha» y lo ha proclamado con la palabra y con el prodigio de la Resurrección. Dios como el Padre. Y es el Dios al que ellos han abandonado por miedo, después de haber recibido tanto de Él…Lo miran siempre con esa mirada de veneración reverencial con que un verdadero creyente mira a la Hostia radiosa en el ostensorio, o mira el Cuerpo de Cristo alzado por el sacerdote en el Sacrificio cotidiano. En su mirada, que quiere ver la amada figura, aún más hermosa que antes, está también la expresión de quien no se atreve a ver, de quien no se atreve a detener su mirada… El amor los incita a detenerse en su Amado. El temor hace bajar enseguida los párpados y la cabeza, como si un intenso resplandor hubiera ofuscado su vista. En efecto, aunque Jesús, el Resucitado Jesús, sea realmente Él, ya… ya no es Él. Si se le observa bien, es distinto. Iguales son las facciones de su rostro, el color de los ojos y el pelo, la estatura, las manos, los pies… y, de todas formas, es distinto. Es igual su voz, y son iguales sus gestos… pero es distinto. Es un verdadero cuerpo, tanto es así que ahora intercepta la luz del sol poniente que entra, con su último rayo, en la estancia por la ventana abierta; proyecta tras sí la sombra de su alto cuerpo. Y, a pesar de todo, es distinto. No se ha hecho reservado, distante, y, sin embargo, es distinto. Una majestad nueva, continua, está presente donde tanto reinaba el humilde, modesto aspecto -a veces tan modesto, que podría parecer abatido- del incansable Maestro. Desaparecida la demacración del último período, borrado ese aspecto de cansancio físico y moral que lo envejecía, perdida esa mirada afligida, suplicante, que demandaba sin hablar: «¿Por qué me rechazáis? Acogedme…», el Cristo Resucitado parece incluso más alto y fuerte, libre de todo peso, seguro, victorioso, majestuoso, divino. Ni siquiera cuando se hacía poderoso en los momentos de poderosos milagros, o majestuoso en los momentos sobresalientes de su magisterio, era como ahora, ya resucitado y glorificado. No emana luz. No. No emana luz como en la transfiguración y como en las primeras apariciones después de la Resurrección. Y, de todas formas, parece luminoso. Es verdaderamente el Cuerpo de Dios, con la belleza de los cuerpos glorificados. Y atrae e intimida al mismo tiempo. Quizás son esas heridas, tan visibles en las manos y pies, las que infunden este respeto profundo; no lo sé. Lo que sé es que los apóstoles se manifiestan de forma distinta, a pesar de que Cristo se muestre muy dulce con ellos y trate de crear nuevamente ese ambiente de otros tiempos. Tan insistentes y habladores antes, ahora hablan poco. Y, si Él no responde, no insisten. Si les sonríe a todos o a uno de ellos, cambian de color y no se atreven a responder a su sonrisa con una sonrisa. Si, como hace ahora, tiende la mano para coger su manto blanco -desde que ha resucitado, siempre lleva una túnica blanca esplendorosa, más brillante que si fuera de blanquísimo raso-ninguno de ellos se adelanta, como hacían antes, disputándose la alegría y el honor de ayudarle. Parece como si tuvieran miedo a tocar sus vestiduras y su Cuerpo. Y debe decir Él, como hace ahora: -Ven, Juan. Ayuda a tu Maestro. Estas heridas son verdaderas heridas…: las manos heridas no son tan ágiles como antes… Juan obedece y ayuda a Jesús a ponerse el amplio manto; y lo hace con movimientos tan atentos y concentrados, que parece estar vistiendo a un Pontífice, poniendo cuidado en no rozarle las Manos en que rojean los estigmas. Pero, a pesar del cuidado que pone, choca 1a izquierda de Jesús y grita como si fuera él el chocado, y fija los ojos en el dorso de esa Mano temiendo ver gotear otra vez sangre. ¡Está tan viva esa atroz herida! Jesús le pone la derecha en la cabeza y dice: -Tuviste más valor cuando me recibiste separado ya de la Cruz. Y entonces todavía goteaba sangre; tanta, que se te tiñó de rojo incluso el pelo. Nuevo rocío de la noche sobre el nuevo amador. Me recogiste como racimo arrancado de la cepa… ¿Por qué lloras? Yo te di mi rocío de Mártir. Tú, en mi Cabeza, esparciste tu rocío de piedad. Pero entonces podías llorar… No ahora. ¿Y tú, por qué lloras, Simón Pedro? Tú no me has chocado la Mano. Tú no me viste muerto… -¡Ah, mi Dios! ¡Es por eso por lo que lloro! Por mi pecado. -Te he perdonado, Simón de Jonás. -Pero yo no me perdono. No. Nada hará terminar mi llanto. Ni siquiera tu perdón. -Pero mi gloria, sí. -Tú glorioso, yo pecador. -Tú glorioso, después de ser mi pescador. Pesca grande, abundante, milagrosa, harás, Pedro. Y luego te diré: «Ven al banquete eterno». Y ya no llorarás. Pero todos tenéis las lágrimas en las pupilas. Y tú, Santiago, hermano mío, estás ahí echado en ese rincón como si hubieras perdido todos los bienes. ¿Por qué? -Porque esperaba que… ¿Entonces sientes las Heridas? ¿Las sientes todavía? Esperaba que todo el dolor, para ti, hubiera quedado anulado; que estuviera borrada toda señal. También por nosotros. Por nosotros, pecadores. ¡Esas Llagas!… ¡Qué dolor verlas! -Sí. ¿Por qué no las has borrado? A Lázaro no le quedaron señales… ¡Son una… una censura esas Llagas! ¡Gritan con tremenda voz! Son más fulgurantes y terribles que los rayos del Sinaí – dice Bartolomé. -Gritan nuestra cobardía. Porque nosotros huimos mientras Tú las recibías… – dice Felipe. -Y, cuanto más se miran, la conciencia más censura y echa en cara cobardía, necedad, incredulidad – dice Tomás. -¡Por nuestra paz y la de este pueblo pecador, puesto que moriste y has resucitado para el perdón del mundo, borra esas Llagas que acusan al mundo, Señor! – dice Andrés en tono de súplica. -Son la Salud del mundo. En ellas está la Salud. Las ha abierto e1 mundo que odia, pero el Amor ha hecho de ellas Medicina y Luz. En ellas ha quedado clavada la Culpa. En ellas quedaron colgados y sujetos todos los pecados de los hombres, para que el Fuego del Amor los consumiera en el verdadero Altar. Cuando el Altísimo prescribió a Moisés el arca y el altar del perfume, ¿no quiso que estuvieran perforados por anillos para ser alzados y llevados a donde quería el Señor? (Éxodo 25, 12-15; 30, 4; 37, 3-5.27) Yo, también perforado. Yo soy más que arca y altar, mucho más que arca y altar. He quemado el perfume de mi caridad hacia Dios y el prójimo y he llevado el peso de todas las iniquidades del mundo. Y el mundo debe recordar esto. Para recordar cuánto le ha costado a un Dios. Para recordar cómo lo ha amado un Dios. Para recordar lo que producen los pecados. Para recordar que sólo en Uno está la salvación: en Aquel al que traspasaron. Si el mundo no viera rojear mis Llagas, en verdad pronto olvidaría que por sus pecados un Dios se inmoló, olvidaría que verdaderamente morí en el más atroz de los tormentos, olvidaría cuál es el bálsamo para sus heridas. Aquí está el bálsamo. Venid y besad. Cada beso es un aumento de purificación y gracia para vosotros. En verdad os digo que purificación y gracia no son suficientes nunca, porque el mundo consume lo que el Cielo infunde, y se hace necesario compensar con el Cielo y sus tesoros los descalabros del mundo. Yo soy el Cielo. Todo el Cielo está en mí, y los tesoros celestes manan de las Llagas abiertas. Ofrece las Manos para que las besen sus apóstoles. Y debe apretar Él, esas Manos heridas, contra las bocas ávidas y temerosas, porque el temor a aumentar su dolor contiene a esos labios de apretar en las Heridas. -No es esto lo que produce dolor, aunque sí produzca rigidez. ¡El dolor es otro!… -¿Cuál, Señor? pregunta Santiago de Alfeo. -El haber muerto por demasiados inútilmente… Pero, vamos; o, mejor, id adelante. Vamos al Getsemaní… ¿Qué pasa? ¿Tenéis miedo? -No por nosotros, Señor… Es que los grandes de Jerusalén te odian más que antes. -No temáis. Ni por vosotros, porque Dios os protege, ni por mí, porque han terminado para mí las opresiones de la Humanidad. Yo voy donde mí Madre y luego me uno de nuevo a vosotros. Tenemos muchas cosas que cancelar, muchas cosas horrendas del reciente pasado de pecado y odio; y lo haremos con el amor, con lo contrario de lo que fue pecado… ¿Veis? Vuestro beso cancela y mitiga el dolor y la consecuencia de los clavos en las carnes vivas. De la misma forma, lo que haremos cancelará las señales horrendas y santificará los lugares profanados por los pecados. Para que, al verlos, no os causen demasiado dolor… -¿También al Templo vamos? El más encrespado de los temores se dibuja en el rostro de todos. -No. Lo santificaría con mi Presencia. Y no puede; podía, pero no ha querido. No hay redención para él. Es un cadáver que rápidamente se descompone. Dejémoslo a sus muertos. Que lleven a cabo su entierro. En verdad, los leones y los buitres despedazarán sepulcro y cadáver, y no quedará ni siquiera el esqueleto del Gran Muerto que no quiso la Vida. Jesús sube por 1a escalera y sale. Los demás, en silencio, hacen lo mismo. Pero, cuando ponen pie en el pasillo que hace de atrio, Jesús ya no está. La casa está silenciosa y parece desierta. Todas las puertas cerradas. Juan señala a la puerta que hay frente al Cenáculo y dice: -María está allí. Está siempre allí. Como en un éxtasis continuo. Su cara resplandece con luz inefable. Es la alegría que irradia su Corazón. Ayer me decía: «Considera, Juan, cuánta felicidad se ha esparcido por todos los reinos de Dios». Le pregunté: «¿Qué reinos?». Yo pensaba que Ella supiera alguna maravillosa revelación sobre el reino del Hijo suyo, vencedor incluso sobre la muerte. Me respondió: «En el Paraíso, en el Purgatorio, en el Limbo. Perdón a los purgantes. Todos los justos y los perdonados subiendo al Cielo. El Paraíso poblado de bienaventurados. Dios glorificado en ellos. Nuestros antepasados y parientes allá arriba, en el júbilo. Y felicidad también en este reino que es la Tierra, donde ahora resplandece el signo y se ha abierto la fuente que vence a Satanás y cancela la Culpa y las culpas. Ya no sólo paz para los hombres de buena voluntad, sino que también redención y nueva elección para el grado de hijos de Dios. Veo las turbas -¡oh, cuántas!- bajar a esta Fuente y hundirse en ella y salir renovadas, hermosas, en vestido de boda, en vestido regio. Las bodas de las almas con la Gracia, la regiedumbre de ser hijos del Padre y hermanos de Jesús». Han salido, hablando, a la calle. Ahora se alejan, mientras se viene la noche. No hay mucha gente por la calle, y más en esta hora, en que la gente se recoge en torno a las mesas para cenar. Jerusalén, después del río de gente que la ha inundado durante la Pascua y que, pasadas las fiestas (¡tan trágicas este año!), la ha dejado, parece aún más vacía de cuanto lo está habitualmente. Y Tomás lo observa; lo observa él y se lo hace notar a los demás. -Así es. Los extranjeros, aterrorizados, la han abandonado precipitadamente después del viernes, y quien todavía había resistido al gran miedo de ese día huyó cuando el segundo terremoto, el que se produjo, sin duda, cuando el Señor salió del Sepulcro. Y los no gentiles también han huido. Muchos, lo sé con certeza, ni siquiera comieron el cordero y tendrán que volver para la Pascua suplementaria. Y también habitantes de este lugar huyeron y se alejaron: unos para llevarse a sus muertos, los que habían perecido en el terremoto de la Parasceve; otros por miedo a la ira de Dios. La lección ha sido fuerte – dice el Zelote. -Como debía ser. ¡Rayos, piedras, sobre todos los pecadores! – impreca Bartolomé. -¡No digas eso! ¡No digas eso! Nosotros somos los que más merecemos los castigos del Cielo. Nosotros también somos pecadores… ¿Os acordáis?, en este lugar… ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Diez?, ¿diez noches?… ¿o diez años?, ¿o diez horas? ¡Tan lejano y tan cercano me parece mi pecado, y esas horas, y esa noche… que nunca sé, que… estoy aturdido! ¡Nos sentíamos tan seguros, tan belicosos, tan heroicos! ¿Y luego? ¿Y luego? ¡Ah!… – y Pedro se golpea con la mano la frente, y, llegados ya a la placita, señala: -¡Ahí… ahí yo ya tenía miedo! -¡Basta ya, Simón! ¡Basta, Simón! Él te ha perdonado. Y antes de Él, María. ¡Basta! Te torturas – dice Juan. -¡Ah, si así fuera! Tú, mira, tú, Juan, sostenme siempre. ¡Siempre! Jesús ha puesto en tus manos a su Madre porque sabes guiar ¡Claro! Pero yo, un gusano cobarde y embustero, tengo más necesidad que María de ser guiado, porque tengo escamas en las pupilas: no veo… -En esa actitud, verdaderamente te van a aparecer las escamas. Te vas a quemar las pupilas. Y no estará el Señor para curártelas… – le dice Juan, pasándole por los hombros un brazo para consolarlo. -Me sería suficiente ver bien con el alma. Y además… los ojos no cuentan. -¡¡Pero sí para muchos!! ¿Qué van a hacer, entonces, los enfermos? ¡Ya has visto lo desesperada que estaba ayer aquella mujer! – dice Andrés. -Sí, claro… Se miran unos a otros a la cara, y luego todos juntos confiesan: -Y ninguno de nosotros se sintió merecedor de imponerle las manos… La humildad, causada por el recuerdo de sus comportamientos, los aplasta. Pero Tomás dice a Juan: -Pero tú hubieras podido hacerlo. Tú no huiste, no renegaste, no has tenido incredulidad… -Yo también tengo mi pecado. Y, como el vuestro, es pecado contra el amor. Yo, junto al arco de la casa de Josué, agarré por el cuello a Elquías, y lo habría estrangulado, porque vejaba a la Madre. ¡Y odié y maldije a Judas de Keriot! – dice Juan. -¡Calla! No menciones ese nombre. Es el de un demonio, y tengo la impresión de que todavía no está en el infierno y que merodea en torno a nosotros para hacernos pecar otra vez – dice, con verdadero terror, Pedro. -No. ¡Vaya que si está en el infierno! Pero, aunque estuviera aquí, su poder ahora ha terminado. Tenía todo para ser ángel y fue el demonio, y Jesús ha vencido al demonio – dice Andrés. -Bien… Pero es mejor no nombrarlo. Yo tengo miedo. Ahora sé lo débil que soy. Respecto a ti, Juan, no te sientas culpable ¡Todos maldecirán al hombre que traicionó al Maestro! -Y justo es hacerlo – dice Judas Tadeo, que siempre ha tenido la misma idea respecto al Iscariote. -No. María me ha dicho que basta sobre él el juicio de Dios, y que en nosotros debe haber un sólo sentimiento: de agradecimiento por no haber sido nosotros los traidores. Y, si Ella no maldice, Ella, la Madre que ha visto las torturas de su Hijo, ¿habremos de hacerlo nosotros? Olvidemos… -¡Es de necios! – exclama su hermano Santiago. -Y, sin embargo, es la palabra del Maestro respecto a los pecados de Judas… Juan calla y suspira. -¿Qué? ¿Hay otros? Tú sabes… ¡Habla! -Yo he prometido tratar de olvidar, y me esfuerzo en hacerlo. Respecto a Elquías… he transgredido… Pero ese día cada uno de nosotros tenía su ángel y su demonio al lado, y no siempre escuchamos al ángel de luz… Dice el Zelote: -¿Sabes que Nahúm se ha quedado baldado, y a su hijo lo aplastó una pared o una parte de monte? Sí. El día de la muerte. Lo encontraron más tarde. ¡Oh, mucho más tarde, cuando ya hedía! Le descubrió uno que venía a comerciar. Y Nahúm estaba con otros de su clase y no sé qué le pasó, si fue una roca o si fue un ataque de algo. Lo que sé es que está como partido y ni siquiera comprende. Parece un animal, echa baba y balbucea, y ayer, con la única mano sana, agarró por el cuello a su… amo, que había ido donde él, y gritaba, gritaba: «¡Por ti! ¡Por ti!». Si no hubieran acudido los criados… -¿Cómo lo sabes, Simón? – le preguntan al Zelote. -He visto a José ayer – responde éste lacónicamente. -Creo que el Maestro tarda en venir. Y estoy preocupado – dice Santiago de Alfeo. -Volvemos para atrás… – propone Mateo. -O nos paramos aquí en el puentecillo – dice Bartolomé. Se paran. Pero Santiago de Zebedeo y el otro Santiago, Andrés y Tomás, vuelven sobre sus pasos y, pensativos, miran hacia el suelo, miran a las casas. Andrés, palideciendo, apunta con el dedo hacia la pared de una casa en que resalta, sobre el blanco de la cal, una mancha rojo-parda, y dice: -¡Es sangre! ¿Sangre del Maestro, quizás? ¿Perdía ya sangre aquí? ¡Decidme! -¿Y qué podemos decirte nosotros, si ninguno lo siguió? – dice desconsolado Santiago de Alfeo. -Pero mi hermano y, sobre todo, Juan lo siguieron… -No inmediatamente. No inmediatamente. Me ha dicho Juan que lo siguieron desde la casa de Malaquías. Aquí no había ninguno. Ninguno de nosotros… – dice Santiago de Zebedeo. Miran hipnotizados la extensa mancha oscura que aparece sobre la pared blanca, a poca distancia del suelo, y Tomás hace esta observación: -Ni siquiera la lluvia la ha lavado. Ni siquiera la ha desconchado el granizo que ha caído con tanta fuerza en estos días… Si supiera que es Sangre suya, levantaría el revoque de esa parte de la pared… -Preguntémoselo a los de la casa. Quizás saben… – aconseja Mateo, que se ha unido a ellos. -¡No! Podrían reconocernos como apóstoles suyos. Podrían ser enemigos del Cristo y… – responde Tomás. -Y nosotros somos unos cobardes todavía… – termina Santiago de Alfeo con un gran suspiro. Poco a poco, todos se han ido acercando a esa pared y miran… Pasa una mujer, una rezagada que vuelve de la fuente, goteándole los cántaros de agua fresca. Los observa. Deja los cántaros en el suelo y les pregunta: -¿Estáis mirando esa mancha de la pared? ¿Sois discípulos del Maestro? Me lo parecéis, aunque sean poco visibles vuestras caras, y… aunque no os viera detrás del Señor cuando pasó por aquí, apresado para conducirlo a la muerte. Esto me hace titubear, porque un discípulo que sigue al Maestro en las horas buenas, y se siente orgulloso de ser discípulo suyo, y mira con severidad a los que no están dispuestos como él a dejar todo para seguir al Maestro, debe también seguir al Maestro en las horas malas. Al menos, debería hacerlo. Y yo no os vi. No. No os vi. Y, si no os vi, señal es que yo, mujer de Sidón, seguí a aquel al que sus discípulos israelitas no siguieron. Ya, pero yo recibí un don de Él. ¡A vosotros… a vosotros, acaso, no os había concedido nunca ningún don? Me parece extraño, porque se lo concedía a gentiles y samaritanos, a pecadores e incluso a bandidos – dándoles la vida eterna, si ya no podía dar la de la carne. ¿Es que no os quería? Señal es, entonces, de que erais peor que inmundas áspides o hienas; aunque, la verdad es que creo que Él quería incluso a las víboras y a los chacales, no porque lo fueran, sino por haber sido creados por su Padre. Eso es sangre. Sí. Es sangre. Sangre de una mujer de la ribera del gran mar. En el pasado eran tierras filisteas, y todavía los hebreos desprecian algo a aquellos habitantes. Y, a pesar de todo, ella supo defender al Maestro, hasta que su marido la mató dándole un golpe tan fuerte -después de haberle pegado-, que se le abrió la cabeza y saltaron sangre y masa cerebral contra la pared de su casa, donde ahora lloran los huérfanos. Pero es que ella había recibido un don: el Maestro había curado a su marido, inmundo por una enfermedad horrenda. Y ella quería al Maestro por eso. Ha amado hasta morir por Él. Le ha precedido en el seno de Abraham, decís vosotros. También Analía le precedió, y habría sabido morir igual ella, si la muerte no la hubiera visitado antes. Y también una madre, más arriba, lavó con su sangre la calle, con la sangre de su vientre abierto por su hijo brutal, porque defendía al Maestro. Y una anciana murió de dolor, al ver pasar herido y maltratado a Aquel que había devuelto los ojos a su hijo. Y un anciano, un pordiosero, murió, porque se irguió en actitud de defensa y recibió en su cabeza la piedra que estaba destinada a la cabeza de vuestro Señor. Porque ¿vosotros lo creíais vuestro Señor, no? Los valientes de un rey mueren en torno a él. Sin embargo, ninguno de vosotros ha muerto. Estabais lejos de los que le pegaban. ¡Ah, no! Uno murió. Se quitó la vida. Pero no por dolor. No por defender al Maestro. Primero lo vendió, luego indicó quién era con un beso, luego se suicidó. No tenía más perspectivas. No podía crecer ya en maldad. Era perfecto. Como Belcebú. El mundo lo habría apedreado para eliminarlo de la faz de la Tierra. Yo creo que esta mujer piadosa, que murió por evitar golpes al Mártir, y la anciana Ana, que murió por el dolor de verlo en esas condiciones, y el anciano pordiosero y la madre de Samuel y la virgen que murió, y yo, que no sé subir al Templo porque siento pena de los corderos y tórtolas que inmolan, ¡oh, sí, yo creo que habríamos tenido el valor de lapidarlo, y que no habríamos vacilado al verlo lacerado por nuestras piedras!… Él lo sabía, y ha ahorrado al mundo la fatiga de matarlo; y, a nosotras, el ser verdugos para vengar al Inocente… Los mira con desprecio. Su desprecio se ha ido haciendo cada vez más visible, a medida que iba hablando. Sus ojos, grandes y negros, mientras miran al grupo que no sabe, que no puede, reaccionar, tienen la dureza de los de una ave rapaz… Emite, silbante entre dientes, la última palabra: « ¡Villanos!», y recoge sus cántaros y se marcha, contenta de haber escupido su desdén contra los discípulos que han abandonado al Maestro… Éstos están anihilados, cabizcaídos, enervados, desmayados sus brazos… aplastados bajo el peso de la verdad. Meditan en las consecuencias de su cobardía… Guardan silencio… No se atreven a mirarse unos a otros. Incluso Juan y el Zelote, los dos que son inocentes de esta culpa, están como los demás, quizás por el dolor de ver tan humillados a sus compañeros y por la imposibilidad de medicar la herida provocada por las sinceras palabras de la mujer… La calle ya está en penumbra. La Luna, ya en sus últimos días, se alza tarde, por lo cual el crepúsculo se entenebrece rápido. El silencio es absoluto. Ni un ruido ni una voz humana. Y, en el silencio, el frufrú del Cedrón reina solo. De manera que, cuando la voz de Jesús resuena, se sobresaltan cual si hubiera sido un sonido estremecedor, cuando en realidad es muy dulce al decir: -¿Qué hacéis en este lugar? Os esperaba entre los olivos… ¿Qué hacéis ahí contemplando cosas muertas cuando os espera la Vida? Venid conmigo. Jesús parece venir del Getsemaní hacia ellos. Se detiene al lado de ellos. Mira la mancha en que están todavía fijas las miradas aterradas de los apóstoles, y dice: -Esa mujer está ya en la paz. Y ha olvidado el dolor. ¿Inactiva respecto a sus hijos? No. Doblemente activa. Y los santificará porque es lo único que pide a Dios. Se encamina. Lo siguen en silencio. Pero Jesús se vuelve y dice: -¿Por qué os preguntáis en vuestro corazón: «¿Y por qué no pide conversión para su marido? No es santa, si lo aborrece…». No lo aborrece. Perdonó desde el momento en que él la mataba. Pero es un alma que ha entrado en el Reino de la Luz y ve con sabiduría y justicia, y ella ve que no hay conversión ni perdón para el marido. Por eso vuelve su oración hacia quien puede recibir de su oración un bien. No es mi sangre, no. ¡Aunque de hecho perdí mucha también en esta calle!… Pero los pasos de los enemigos la esparcieron, mezclada con tierra e inmundicias, y la lluvia la coló, disuelta, entre los estratos de tierra. Pero queda mucha, visible todavía… Porque fluyó tanta, que ni pasos ni agua podrán cancelarla fácilmente. Iremos juntos y veréis mi Sangre derramada por vosotros… -¿A dónde? ¿A dónde quiere ir? ¿A1 lugar de su llanto? ¿A1 Pretorio? – se preguntan. Y Juan dice: -Pero Claudia se ha marchado dos días después del sábado, enojada, se dice, temerosa incluso de la presencia de su marido… Me lo ha referido el astero. Claudia separa su responsabilidad de la de su consorte. Porque ella le había advertido de no perseguir al Justo, pues que era mejor ser perseguido de los hombres que no del Altísimo, cuyo Mesías era el Maestro. Y no están tampoco ni Plautina ni Lidia. Han seguido a Claudia a Cesárea. Y Valeria se ha marchado con Juana a Béter. Si estuvieran ellas, podríamos entrar. Pero ahora… no sé… Falta también Longinos, al que Claudia ha querido en su escolta… – dice Juan. -Irá al lugar donde viste la hierba mojada de sangre… Jesús, que va delante, se vuelve y dice: -A1 Gólgota. Allí hay tanta Sangre mía, que la tierra parece duro mineral ferroso. Y ya alguien os ha precedido… -¡Pero es lugar impuro! – grita Bartolomé. Jesús exterioriza una sonrisa compasiva y responde: -Todo lugar de Jerusalén es impuro después del atroz pecado; y, sin embargo, vosotros no sentís incomodidad en estar, aparte de la del miedo a la gente… -Allí han muerto siempre los bandidos… -Allí he muerto Yo. Y para siempre lo he santificado. En verdad os digo que, hasta el final de los siglos, no habrá lugar alguno más santo que ése, y convergerán las muchedumbres de toda la Tierra y de todas las épocas para besar esa tierra. Y ya alguien os ha precedido, sin temer vejaciones ni venganzas, sin temer contaminarse. Y quien os ha precedido tenía doble razón para temer esto. -¿Quién es, Señor? – pregunta Juan, al cual Pedro hurga con el codo en el costado para que pregunte.-¡María de Lázaro! De la misma manera que recogió -recuerdo de júbilo que luego distribuyó a sus compañeras- las flores pisadas por mis pies cuando entraba, antes de la Pascua, en su casa, ahora ha sabido subir al Calvario y escarbar con sus manos en la tierra, dura por mi Sangre, y bajar con su carga y depositarla en el regazo de mi Madre. No ha tenido miedo. Y era conocida como «la Pecadora» y como «la discípula». Ni tampoco la que ha recibido en su regazo esa tierra del lugar del Cráneo ha creído contaminarse. Todo lo ha anulado mi Sangre, y santa es la tierra sobre la cual mi Sangre ha caído. Mañana, antes de la sexta, subiréis al Gólgota. Yo me uniré a vosotros… Pero el que quiera ver mi Sangre, ahí la tiene. Señala al pretil del puentecillo. -Aquí mi boca golpeó, y salió sangre de ella… Mi boca sólo había pronunciado palabras santas y palabras de amor. ¿Por qué, entonces, fue golpeada, y no hubo nadie que la medicara con un beso?… Entran en el Getsemaní. Pero Jesús debe abrir antes una puerta que ahora impide el acceso al Huerto de los Olivos. Una puerta nueva. Una valla fuerte, terminada en agudas puntas, alta, cerrada con una fuerte y novísima cerradura. Jesús tiene la llave; una llave tan nueva, que resplandece como el acero; y abre la cerradura a la luz de la rama encendida que Felipe ha prendido para ver, pues ya es del todo de noche. -No estaba… ¿Por qué?… – musitan entre sí, observando la valla que aísla el Getsemaní. -Está claro que Lázaro no ha querido ya a nadie aquí. Mira allí: piedras, ladrillos y cal. Ahora es madera, luego será un muro… Jesús dice: -Venid. Os digo que no os ocupéis de cosas muertas… Mirad, aquí estabais… Y aquí me rodearon y me prendieron, y por allí huisteis vosotros… Si hubiera estado esa valla entonces… habría impedido vuestra rápida fuga. ¡Pero cómo podía pensar Lázaro -vehemente él en querer seguirme, vehementes vosotros en huir-, que huiríais? ¿Os hago sufrir? Primero he sufrido Yo. Y quiero cancelar ese dolor. Bésame, Pedro… -¡No, Señor! ¡No! ¡El gesto de Judas, aquí, a la misma hora, no, no! -Bésame. Tengo necesidad de que repitáis con amor sincero el gesto insincero de Judas. Después seréis felices. Seremos más felices. Yo y vosotros. Ven, Pedro. Besa. Pedro no sólo besa. Lava con lágrimas la mejilla del Señor y se retira, cubriéndose la cara, y se sienta en el suelo para llorar. Uno tras otro, los demás lo besan en el mismo sitio. Unos más otros menos, todos tienen lágrimas en su rostro… -Y ahora vamos. Todos juntos. Esa noche os separé de mí, por pocas horas, después de haberos fortalecido con mi Cuerpo; pero enseguida caísteis. Recordad siempre lo débiles que fuisteis, y que sin la ayuda de Dios no podríais permanecer ni una hora en la justicia. Mirad, aquí dije que se velara. Se lo dije a aquellos que se creían los más fuertes; tan fuertes, que unos habían pedido beber de mi cáliz, otro había proclamado que incluso a costa de morir no renegaría de mí. Y los dejé, advirtiéndoles que oraran… Los dejé y se durmieron. Recordadlo, y enseñad que aquel del que Jesús se separa, si no mantiene contacto de oración con Él, puede ser atrapado. Si no os hubiera despertado, verdaderamente os hubieran podido incluso matar durante el sueño, y hubierais debido comparecer ante el juicio de Dios cargados de humanidad. Unos pasos más… Mirad. Baja la rama, Felipe. ¡Mirad! El que quiera ver Sangre mía que mire. Aquí, en medio de la mayor angustia, como un agonizante, sudé sangre. Mirad… Tanta, que la tierra está endurecida y, todavía, roja la hierba porque la lluvia no ha podido disolver los grumos que se secaron entre tallos o corolas. Y allí me arrimé. Y aquí aleteó sobre mí el ángel del Señor para confortarme en mi voluntad de hacer la Voluntad de Dios. Porque -recordad esto- si siempre quisierais hacer la Voluntad de Dios, en aquellos momentos en que la criatura no puede continuar, viene Dios con su ángel para sostener al héroe agotado. En la hora de la angustia, no tengáis miedo a caer en vileza o en abjuración si persistís en querer lo que Dios quiere. Dios os convertirá en gigantes de heroísmo si permanecéis fieles a su Voluntad. ¡Recordadlo! ¡Recordadlo! Un día os dije que, después de la tentación en el desierto, los ángeles me asistieron. Ahora sabed que también aquí, después de la extrema tentación, fui asistido por un ángel. Y lo mismo sucederá con vosotros y con todos mis futuros fieles. Porque en verdad os digo que las ayudas que Yo he recibido las tendréis vosotros también. Yo mismo os obtendría estas ayudas si no os las concediera ya de por sí el Padre en su amorosa justicia. Sólo el dolor será siempre inferior al mío… Sentaos. Se alza en el Oriente la Luna. Nos dará luz. No creo que durmáis esta noche, aunque sigáis siendo tan humanos y solamente humanos. No. No dormiréis porque ha entrado en vosotros un elemento activo que antes no teníais. Es el remordimiento. Una tortura, es verdad. Pero sirve para pasar a estadios más altos, tanto en el bien como en el mal. En Judas de Keriot -habiéndose alejado él de Dios- produjo la desesperación y la condenación. En vosotros, que nunca os habéis apartado de la cercanía de Dios -os lo aseguro, porque no había en vosotros ni la voluntad ni la advertencia plenas respecto a lo que hacíais-, el remordimiento producirá un arrepentimiento confiado que os llevará hacia la sabiduría y la justicia. Quedaos donde estáis. Yo me separo hacia allá, a la distancia de un tiro de piedra, en espera del amanecer. -¡No nos dejes, Señor! ¡Tú mismo has dicho lo que somos si estamos lejos de ti! – suplica Andrés, arrodillado, alargando los brazos como pidiendo una piadosa limosna. -Tenéis el remordimiento, que es un buen amigo en los buenos. -¡No te vayas, Señor! Nos habías dicho que íbamos a orar juntos… – suplica Judas Tadeo, que ya no se atreve a manifestarse con los gestos propios de un pariente hacia el Resucitado, sino que tiene un poco inclinado hacia adelante su alto cuerpo en señal de veneración. -¿Y no es la meditación la oración más activa? ¿Y no os he movido a la contemplación y meditación?, ¿no os he dado tema de meditación desde que me llegué a vosotros por el camino, moviendo vuestro corazón con verdaderos actos de santos sentimientos? Ésta es la oración, oh hombres: ponerse en contacto con el Eterno y con las cosas que sirven para llevar al espíritu mucho más allá de la Tierra, y, a partir de la meditación de las perfecciones de Dios y de la miseria del hombre, del yo, suscitar actos de voluntad amorosa, o reparadora, siempre adoradora…. aunque fuera una voluntad que surgiera de una meditación sobre una culpa o un castigo. El mal y el bien sirven para el fin último, si se saben usar. Lo he dicho muchas veces. El pecado es insanable quebranto sólo si no está seguido de arrepentimiento y reparación; en caso contrario, con la contrición del corazón se hace fuerte argamasa para mantener compactos los cimientos de la santidad, cuyas piedras son las buenas resoluciones. ¿Podrías mantener unidas las piedras sin argamasa?, ¿sin esa sustancia de malo y pobre aspecto sin la cual las piedras pulidas, los brillantes mármoles, no mantendrían su cohesión para formar el edificio? Jesús hace ademán de marcharse. Juan -su hermano y el otro Santiago y Pedro y Bartolomé le han dicho algo en voz baja- se alza y le sigue. Dice: -Jesús, mi Dios. Esperábamos decir contigo la oración al Padre tuyo. Tu oración. Nos sentimos poco perdonados si no nos concedes decirla contigo. Sentimos que nos es muy necesario… -Donde dos están unidos en oración, Yo estoy en medio de ellos. Decid, pues, la oración y Yo estaré en medio de vosotros. -¡Ya no nos consideras dignos de orar contigo! – grita Pedro con fuerte llanto, con el rostro escondido entre la hierba, no toda ella exenta de Sangre divina. Santiago de Alfeo exclama: -Nos sentimos infelices, herm… Señor. Se controla enseguida, diciendo «Señor» en vez de «hermano» Y Jesús lo mira y dice. -¿Por qué no me llamas hermano tú que eres de mi sangre? Soy hermano de todos los hombres, y de ti doblemente, triplemente: como hijo de Adán, como hijo de David, como hijo de Dios. Termina tus palabras. -Hermano, mi Señor, nos sentimos infelices y necios. Tú esto lo sabes. Y más necios nos hacen el abatimiento en que nos encontramos. ¿Cómo podemos decir con el alma tu oración si no comprendemos su significado? -¡Cuántas veces, como a muchachos menores de edad, os lo he explicado! Pero vosotros, más duros de cerviz que el más distraído de los escolares de un pedagogo, no habéis retenido mis palabras. -¡Es verdad! Pero ahora nuestra mente está clavada en nuestra tortura de no haberte entendido… ¡Oh, nada hemos entendido! ¡Yo lo confieso por todos! Y todavía no te comprendemos bien, Señor. Pero, te lo ruego, saca la indulgencia para nuestro mal del mismo mal que nos hace tardos de entendimiento. Cuando moriste, el gran rabí, al pie de tu Cruz, gritó la verdad de la ofuscación de Israel. Y Tú, Dios omnipresente, liberado Espíritu de Dios de la cárcel de la Carne, oíste esas palabras: «Siglos y siglos de ceguera espiritual cubren la vista interior»; y te rogó: «En este pensamiento prisionero de las fórmulas, penetra Tú, Libertador». ¡Oh, mi adorado y adorable Jesús, Tú que nos has salvado de la Culpa original y has cargado sobre ti nuestros pecados y los has consumido en el fuego de tu amor perfecto, toma, consume también nuestro intelecto de obstinados israelitas; danos una mente nueva, virgen como la de un recién nacido; cancela los recuerdos de nuestra memoria para llenarnos sólo de tu sabiduría. Muchas cosas del pasado han muerto en ese horrendo día. Han muerto contigo. Pero, ahora que has resucitado, haz que nazca en nosotros una nueva mente. Créanos un corazón y una mente nuevos, Señor mío, y te comprenderemos – suplica Juan. -Esa tarea no es mía, sino de Aquel de quien os hablé en la última Cena. Todas mis palabras se pierden en el abismo de vuestro pensamiento, total o parcialmente, o permanecen cerradas, y celadas en cuanto a su espíritu. El Paráclito, sólo Él, cuando venga, extraerá de vuestro abismo mis palabras y os las abrirá para haceros comprender su espíritu. -Pero Tú ya nos lo has infundido – objeta el Zelote. Y Mateo, junto al Zelote, objeta: -Pero dijiste que cuando fueras al Padre, Él, el Espíritu de Verdad, vendría. -Decidme: ¿cuando un niño nace tiene infundida el alma? -¡Claro que la tiene infundida! – responden todos. -¿Pero esta alma tiene la Gracia de Dios? -No. El Pecado original está en ella y la priva de la Gracia. -¿Y el alma y la Gracia de dónde vienen? -¡De Dios! -¿Por qué entonces Dios no le da, sin más, un alma en gracia a la criatura? -Porque Adán fue castigado, y nosotros en él. Pero, ahora que Tú ya eres el Redentor, será así. -No. No será así. Los hombres nacerán siempre impuros respecto a su alma, alma que Dios ha creado y que la herencia de Adán ha manchado. Pero, por un rito que en otra ocasión os explicaré, el alma infundida en el hombre será vivificada con la Gracia, y el Espíritu del Señor tomará posesión de esa alma. En cuanto a vosotros, bautizados con agua por Juan, seréis bautizados con el fuego de la Potencia de Dios. Y entonces verdaderamente el Espíritu de Dios estará en vosotros. Y será el Maestro al que los hombres no podrán ni perseguir ni expulsar. Él, en vuestro interior, os expresará el espíritu de mis palabras y os instruirá sobre muchas otras cosas. Yo os lo he infundido porque nada puede recibirse ni ser válido si no es por mis méritos: recibir a Dios; tener validez la palabra de un delegado de Dios. Pero todavía no está en vosotros, como Maestro, el Espíritu de la Verdad. -Bien. Que así sea. En su momento vendrá. Pero, mientras tanto, haznos sentir tu perdón. Sé Maestro con nosotros, Señor. Una vez más, una vez más, porque Tú dijiste que hay que perdonar setenta veces siete – insiste Juan, y termina: -Tú, que eres la Luz eterna, no permitas que tus siervos permanezcan en las tinieblas – y -siempre Juan es el que muestra más confianza y cariño-, al decirlo, tiene la intrepidez de tomar, entre las suyas, la Mano izquierda de Jesús, que pende paralela al cuerpo y en la que la luna parece hacer aún más grande el desgarrón del clavo; y besa levemente la punta de los dedos, de estos dedos que se han quedado un poco retraídos, justo como los de una persona que haya sido herida y ya se haya curado pero que los nervios le quedan levemente contraídos. -Venid. Vamos a subir más. Diremos juntos la oración – asiente Jesús, y deja su mano entre las de Juan mientras va caminando hacia el límite más alto del Getsemaní, hacia el camino alto que va a Betania a través del Campo de los Galileos.Aquí también se ve que se están llevando a cabo las obras de delimitación indicadas por Lázaro; es más, en este lugar, más alejado de la casa del guarda del olivar, ya está levantada una tapia lisa y alta paralela al trazado serpenteante del seto y el sendero que eran el límite del Getsemaní. Jerusalén, abajo, sale lentamente de las tinieblas, incluso en sus zonas occidentales, porque la Luna está ahora en el cenit y albea todas las cosas con su fino honcejo, brillante cual diamantada llama posada en la oscuridad del firmamento en que titilan las corolas luminosas de un número incalculable de estrellas, de esas estrellas tan increíbles de los cielos de Oriente. Jesús abre los brazos, tomando su habitual postura de oración y entona: -Padre nuestro que estás en el Cielo. Se para y comenta: -El haberos perdonado os ha dado prueba de que es Padre. ¿Qué Señor que no fuera Padre vuestro no os habría castigado, a vosotros que tenéis más deber que los demás de ser perfectos, a vosotros que tantas gracias habéis recibido y que, como decís vosotros, sois tan negados para vuestra misión? Yo no os he castigado. El Padre no os ha castigado. Porque lo que hace el Padre el Hijo lo hace, porque lo que hace el Hijo el Padre lo hace, pues que Nosotros somos una sola Divinidad unida en el Amor. Yo estoy en el Padre y el Padre está conmigo. El Verbo está siempre junto a Dios, que no tiene principio. Y el Verbo precede a todas las cosas, desde siempre, desde una eternidad cuyo nombre es siempre, desde un presente eterno junto a Dios, y es Dios como Dios, pues que es el Verbo del Pensamiento divino. Así pues, cuando me vaya, al orar así al Padre nuestro, al mío y vuestro (siendo así que somos hermanos: vosotros, menores; Yo, primogénito), ved, sí, vedme siempre también a mí en el Padre mío y vuestro; ved, sí, ved al Verbo, que fue «el Maestro» vuestro y que os amó hasta la muerte y más allá de la muerte, dejándoos en alimento y bebida a sí mismo para que estuvierais en Mí, y Yo en vosotros, mientras dura el destierro, y luego Yo y vosotros estuviéramos en el Reino por el que os he enseñado a orar: «Venga a nosotros tu Reino», después de vuestra invocación para que vuestras obras santifiquen el Nombre del Señor dándole gloria en la Tierra y en el Cielo. Sí, no sería para vosotros, ni para los que creerán como vosotros, el Reino de Dios del Cielo, si antes no hubierais querido ese Reino de Dios en vosotros con la práctica real de la Ley de Dios y de mi palabra, que es el perfeccionamiento de la Ley, pues que he dado, en el tiempo de la Gracia, la Ley de los elegidos, o sea, la de aquellos que están más allá de las constituciones civiles, morales, religiosas del tiempo mosaico, que están ya en la Ley espiritual del tiempo de Cristo. Ya veis qué significa el tener a Dios cerca pero no tenerlo en vosotros; qué significa el tener la palabra de Dios pero no tener la práctica real de esa palabra. Los mayores delitos se han llevado a cabo por este tener a Dios cerca pero no tenerlo en el corazón; por este tener conocimiento de la palabra pero no la obediencia a ella. ¡Todo! Todo por esto. La cerrazón y los desmanes, el deicidio, la traición, las torturas, la muerte del Inocente y de su Caín, todo, ha venido por eso. Y en realidad, ¿a quien amé tanto cómo a Judas? Pero él no me tuvo a mí-Dios en su corazón, y es el condenado deicida, el infinitamente culpable como israelita y como discípulo, como suicida y como deicida, además de por sus siete vicios capitales y todos sus otros pecados. Ahora podéis tener en vosotros el Reino de Dios con más facilidad, porque Yo os lo he obtenido con mi muerte. Con mi dolor os he comprado de nuevo. Recordadlo. Y que ninguno pisotee la Gracia, porque ha costado la vida y la Sangre de todo un Dios. Esté, pues, el Reino de Dios en vosotros, oh hombres, por la Gracia; tanto en la Tierra respecto a la Iglesia, como en el Cielo respecto al pueblo de los bienaventurados que, habiendo vivido con Dios en su corazón, unidos al Cuerpo de que Cristo es la Cabeza, unidos a la Vid de que cada cristiano es un sarmiento, merecen descansar en el Reino de Aquel por quien todas las cosas han sido hechas: Yo, Quien os habla, que me he entregado a mí mismo a la Voluntad paterna para que todo pudiera cumplirse. Por lo que, sin hipocresía, puedo enseñaros que ha de decirse: «Hágase tu voluntad en la Tierra como en el Cielo». Y hasta los terruños y la hierba, las flores y las piedras de Palestina, y mis carnes heridas y todo un pueblo pueden decir cómo he hecho la voluntad del Padre mío. Haced lo que he hecho Yo, hasta el extremo, hasta la muerte de cruz, si así lo quiere Dios. Porque, recordad esto, Yo lo he hecho y no hay discípulo que merezca más misericordia que Yo; y, a pesar de ello, Yo he encarnado el mayor de los dolores; a pesar de ello, he obedecido con perpetuas renuncias. Vosotros lo sabéis. Y más lo comprenderéis en el futuro, cuando os asemejéis a mí bebiendo un sorbo de mi cáliz… Traed constantemente a vuestra mente este pensamiento: «Por su obediencia al Padre, Él nos ha salvado». Y, si queréis ser salvadores, haced lo que Yo he hecho. Quién conocerá la cruz, quién la tortura de los tiranos, quién la tortura del amor, del destierro del Cielo al que tenderá hasta la más anciana edad antes de subir a él. Bueno, pues que en todo se haga aquello que Dios quiera. Pensad que un suplicio de muerte y un suplicio de vida -cuando en realidad quisierais morir para ir a donde Yo estaré- son iguales ante los ojos de Dios si se viven con alegre obediencia: son su Voluntad; por tanto, son santos. “Danos hoy nuestro pan de cada día». Día tras día, hora tras hora. Es fe, es amor, es obediencia, es humildad, es esperanza el pedir el pan de un día y aceptarlo como es: hoy dulce, mañana amargo, mucho, poco, con especias o con ceniza. Siempre es justo, así como es. Lo da Dios, que es Padre; por tanto, es bueno. En otro momento os hablaré del otro Pan -saludable sería querer comerlo todos los días- y de orar al Padre para que lo mantenga. Porque, ¡ay del día y de los lugares en que faltara por voluntad de hombres! Ahora -ya veis cuánto- los hombres son poderosos en sus obras de tinieblas. Orad al Padre para que defienda su Pan y os lo dé. Cuanto más lo dé, más querrán las tinieblas ahogar la Luz y la Vida, como hicieron en la Parasceve. La segunda Parasceve no tendría resurrección. Recordad esto todos. El Verbo ya no podrá ser matado, pero sí se podría dar muerte a su doctrina y se podría ahogar en demasiados la libertad y la voluntad de amarlo. Pero entonces Vida y Luz también terminarían para los hombres. ¡Ay de aquel día! Os sirva de ejemplo el Templo. Recordad que he dicho: «es el gran Cadáver». “Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos nuestros deudores». Pecadores todos, sed dulces con los pecadores. Recordad mis palabras: «¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano si antes no quitas la viga del tuyo?». El Espíritu que os he infundido, la orden que os he dado, os dan facultad para perdonar, en nombre de Dios, los pecados del prójimo. Pero ¿cómo podríais hacerlo si a vosotros no os los perdona Dios? Hablaré en otra ocasión de esto. Por el momento os digo: perdonad a quien os ofende, para ser perdonados y tener derecho a absolver o condenar. Quien está libre de pecado puede hacerlo con plena justicia. El que no perdona y está en pecado y finge escándalo es un hipócrita; el Infierno lo espera. Porque, si cabe misericordia para los tutelados, severo será el veredicto para sus tutores, culpables de pecados iguales, o mayores aun, teniendo la plenitud del Espíritu como ayuda. «No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.» Aquí tenéis la humildad, piedra básica de la perfección. En verdad os digo que bendigáis a los que os humillan, porque os proporcionan lo necesario para, vuestro celeste trono. No. La tentación no significa perdición, si el hombre, humildemente, está junto al Padre y le pide que no permita que Satanás, el mundo y la carne lo venzan. Las coronas de los bienaventurados están adornadas de las gemas de las tentaciones vencidas. No las busquéis, pero no seáis cobardes cuando lleguen. Con humildad y, por tanto, con fortaleza, gritad al Padre mío y vuestro: “Líbranos del mal”; y venceréis al mal. Y santificaréis realmente el Nombre de Dios con vuestras acciones, como he dicho al principio, porque los hombres al veros dirán: «Dios existe, porque éstos tienen una conducta tan perfecta, que viven como deidades» y a Dios se acercarán, multiplicando así los ciudadanos del Reino de Dios. Arrodillaos para que Yo os bendiga y mi bendición os abra la mente para meditar. Se postran y los bendice, y desaparece como absorbido por la luz lunar. A1 cabo de un breve rato, los apóstoles alzan la cabeza, extrañados de no oír más palabras, y ven que Jesús ha desaparecido… Vuelven a caer rostro en tierra, envueltos en el temor, secular temor, de todo israelita que tenga la percepción de haber estado en contacto con Dios, con Dios como está en el Cielo.