Aparición a los apóstoles, esta vez con Tomás. Jesús habla sobre el sacerdocio y los futuros sacerdotes.
Los apóstoles están recogidos en el Cenáculo. Alrededor de la mesa en que fue celebrada la Pascua. Pero, por respeto, el sitio del centro, el de Jesús, está desocupado. También los apóstoles, faltando quien los polarice y distribuya por voluntad propia y por elección de amor, se han colocado de forma distinta. Pedro está todavía en su sitio. Pero en el sitio de Juan está ahora Judas Tadeo. Luego viene el más anciano de los apóstoles, que no sé todavía quién es (“no sé todavía quién es”, considerada la fecha de la presente «visión», que precede a casi todas las de la vida pública de Jesús); luego Santiago, hermano de Juan, casi en la esquina de la mesa por la parte derecha, respecto a mí, que miro. Al lado de Santiago, pero en el lado corto de la mesa, está sentado Juan. Y después de Pedro viene Mateo, y después de Mateo Tomás, luego uno cuyo nombre no sé, luego Andrés, luego Santiago, hermano de Judas Tadeo, y otro cuyo nombre no sé, en los otros lados. El lado largo que está enfrente de Pedro aparece vacío, pues los apóstoles están más arrimados en los asientos de lo que lo estaban en la Pascua. Las ventanas están bien trancadas, y también las puertas. La lámpara, de la que están encendidos sólo dos mecheros, esparce luz, tenue, sólo sobre la mesa. El resto de la amplia estancia está en la penumbra. Juan, a cuyas espaldas hay un aparador, tiene el encargo de pasar a sus compañeros lo que desean de la parca comida (compuesta de pescado, que está en la mesa, pan, miel y pequeños quesos frescos). Y es en el acto de volverse hacia la mesa, para dar a su hermano el queso que le ha pedido, cuando Juan ve al Señor. Jesús se ha aparecido de forma muy curiosa. La pared que está a espaldas de los comensales -una pared continua excepto en el ángulo donde está la pequeña puerta-, en su centro, se ha iluminado, a una altura de un metro del suelo aproximadamente, con una luz tenue y fosforescente, como la que emanan ciertos cuadraditos que son luminosos sólo en la oscuridad de la noche. La luz, de una altura de casi dos metros, tiene forma oval, como si fuera un nicho. En la luminosidad, como si avanzara desde detrás de velos de niebla luminosa, va emergiendo cada vez más netamente Jesús. No sé si logro explicarme bien. Parece como si su Cuerpo fluyera a través del espesor de la pared, que no se abre, sino que permanece compacta; pero el Cuerpo pasa igual. La luz parece la primera emanación de su Cuerpo, el anuncio de estarse acercando. El Cuerpo, primero, está formado por leves líneas de luz (como veo en el Cielo al Padre y a los ángeles santos): es inmaterial. Luego se va materializando cada vez más, hasta tomar, en todo, el aspecto de un cuerpo real, de su divino Cuerpo glorificado. Mi descripción ha sido larga, pero la cosa se ha producido en pocos segundos. Jesús está vestido de blanco, como cuando resucitó y se apareció a su Madre. Hermosísimo, amoroso, sonriente. Tiene los brazos extendidos a lo largo de los lados del Cuerpo, un poco separados de éste, con las Manos hacia abajo y con la palma vuelta hacia los apóstoles. Las dos Llagas de las Manos parecen dos estrellas de diamantes, de las que salen dos rayos vivísimos. No veo los Pies, pues están cubiertos por la túnica, tampoco veo el Costado. Pero a través de la tela de su vestido no terreno se filtra luz en los lugares en que aquélla oculta las divinas Heridas. A1 principio parece que Jesús es sólo Cuerpo de candor lunar; ahora, después de haberse concretado apareciendo fuera del halo de luz, tiene los colores naturales de sus cabellos, ojos y piel: es Jesús, en fin, Jesús-Hombre-Dios; pero, ahora que ha resucitado, ha adquirido mayor solemnidad. Juan lo ve cuando Él está ya así. Ningún otro se había percatado de la aparición. Juan se pone bruscamente de pie, dejando caer sobre la mesa el plato de los pequeños quesos redondos. Apoyando las manos en el borde de la mesa, se inclina un poco, oblicuamente, hacia ésta, como si un imán lo atrajera, y exhala un « ¡Oh!» quedo pero intenso. Los otros, que habían alzado los ojos de sus platos al caer, ruidoso, el plato de los quesos y al ver la repentina reacción de Juan, y que lo habían mirado asombrados al ver su postura extática, ahora siguen su mirada. Vuelven la cabeza o se vuelven ellos, según la posición en que se encontraran respecto al Maestro, y ven a Jesús. Se ponen todos en pie, emocionados y dichosos, y se apresuran a ir donde Él, que, acentuando su sonrisa se está acercando, caminando ahora sobre el suelo, como todos los mortales.Jesús, que antes miraba, fijamente, sólo a Juan -y yo creo que Juan se ha vuelto atraído por esa mirada que lo acariciaba- mira a todos y dice: -Paz a vosotros. Ahora todos están a su alrededor, quién de rodillas a sus pies (entre éstos, Pedro y Juan -es más, Juan besa un borde de la túnica y se la pone en la cara como buscando su caricia-), quién más atrás de pie, pero muy inclinado en actitud de reverencia. Pedro, para llegar antes, ha dado un verdadero brinco por encima del asiento, saltándolo, sin esperar a que Mateo, saliendo antes, dejara libre el sitio (hay que recordar que los asientos servían para dos personas simultáneamente). El único que se queda un poco lejos, con gesto de embarazo, es Tomás. Se ha arrodillado al lado de la mesa, pero no se atreve a ir más adelante, es más, parece como si intentara esconderse tras 1a esquina de la mesa. Jesús, dando a besar sus Manos -con ardor santo y amoroso buscan estas Manos los apóstoles-, pasa su mirada sobre las cabezas agachadas, como buscando al undécimo. Pero desde el primer momento lo ha visto (su gesto tiene sólo la finalidad de dar tiempo a Tomás de recobrarse y acercarse). Viendo que el incrédulo, avergonzado por su falta de fe, no se atreve a hacerlo, lo llama: -Tomás, ven aquí. Tomás alza la cabeza, confundido, casi llorando, pero no se atreve a ir. Baja de nuevo la cabeza. Jesús da algunos pasos hacia él y vuelve a decir: -Ven aquí, Tomás. La voz de Jesús es más imperiosa que la primera vez. Tomás se alza, retraído y confuso, y va hacia Jesús. -¡Aquí está el que no cree si no ve! – exclama Jesús. Pero en su voz hay una sonrisa de perdón. Tomás lo percibe, se decide a mirar a Jesús, y ve que verdaderamente sonríe; entonces gana coraje y se acerca más deprisa. -Ven aquí, bien cerca. Mira. Mete un dedo, si no te basta mirar, en las heridas de tu Maestro. Jesús ha extendido las Manos y luego ha abierto la túnica en la parte del pecho, descubriendo el desgarro del Costado. La luz no nace ya de las Heridas. No surge ya desde que, saliendo de su halo de luz lunar, ha empezado a caminar como un Hombre mortal. Las Heridas se muestran en su cruenta realidad: dos agujeros irregulares, izquierdo hasta el pulgar, que atraviesan, respectivamente, una muñeca y la base de una palma, y un largo corte, que en el lado superior tiene ligera forma de acento circunflejo, en el Costado. Tomás tiembla, mira, y no toca. Mueve los labios, pero no logra hablar claramente. -Dame tu mano, Tomás – dice Jesús con mucha dulzura. Y toma con su derecha la mano derecha del apóstol, agarra el índice y lo lleva al desgarrón de su Mano izquierda y lo introduce bien dentro para que sienta que la palma está traspasada, y luego de la Mano lo pasa al Costado. Es más, ahora agarra los cuatro dedos de Tomás, por su base, por el metacarpo y pone estos cuatro gruesos dedos en el desgarrón del Pecho, y los introduce -no se limita a apoyarlos en el borde- y los tiene ahí dentro mientras mira fijamente a Tomás. Es una mirada severa, pero también dulce… mientras continúa: -…Mete aquí tu dedo, pon los dedos, y la mano, si quieres, en mi Costado, no seas incrédulo, sino fiel. Dice esto mientras hace lo que he dicho antes. Tomás -parece que la proximidad del Corazón divino, al que casi toca, le ha infundido valor- logra por fin articular las palabras y hablar; dice, cayendo de rodillas, con los brazos alzados y un estallido de llanto de arrepentimiento: -¡Señor mío y Dios mío! No sabe decir otra cosa. Jesús lo perdona. Le pone la derecha sobre la cabeza y responde: -¡Tomás, Tomás! Ahora crees porque has visto… ¡Bienaventurados los que crean en mí sin haber visto! Si os he de premiar a vosotros y vuestra fe ha recibido la ayuda de la fuerza de la visión, ¿qué premio habré de darles a ellos?… Luego Jesús pone el brazo en el hombro de Juan, mientras toma la mano de Pedro, y se acerca a la mesa. Se sienta en su sitio. Ahora están sentados como en la noche pascual. Pero Jesús quiere que Tomás se siente después de Juan. -Comed, amigos – dice Jesús. Pero ya ninguno tiene hambre. La alegría los sacia, la alegría de la contemplación. Entonces Jesús coge los quesitos que están esparcidos y los reúne en el plato; los corta, los distribuye, y el primer trozo se lo da precisamente a Tomás, poniéndolo encima de un pedazo de pan y pasándolo por detrás de Juan. Vierte el vino de las ánforas en la copa, y se lo pasa a sus amigos; esta vez el primero en ser servido es Pedro. Luego pide que le den panales; los parte y da un trozo a Juan –esta vez a Juan el primero- con una sonrisa que es más dulce que la filamentosa y dorada miel que escurre. Y esto, para animarlos, lo come también El: sólo prueba la miel. Juan -es su gesto habitual- reclina su cabeza sobre el hombro de Jesús, quien lo arrima a su Corazón y habla teniéndolo así. -No debéis turbaros, amigos, cuando me aparezco a vosotros. Sigo siendo vuestro Maestro, que ha compartido con vosotros alimento y sueño y que os ha elegido porque os ha amado. También ahora os quiero. Jesús resalta mucho estas últimas palabras. -Vosotros – prosigue – habéis estado conmigo en las pruebas… estaréis conmigo también en la gloria. No bajéis la cabeza. En el anochecer del domingo, cuando vine a vosotros por primera vez después de mi Resurrección, os infundí el Espíritu Santo… también sobre ti, que no estabas presente, descienda el Espíritu… ¿No sabéis que 1a infusión del Espíritu es como un bautismo de fuego, porque el Espíritu es Amor, y e1 amor cancela las culpas? Vuestro pecado, por tanto, de deserción mientras Yo moría, os queda condonado. A1 decir esto, Jesús besa a Juan en la cabeza, a Juan, que no desertó. Y Juan llora de alegría.-Os he dado la potestad de condonar los pecados. Pero no se puede dar lo que no se posee. Vosotros debéis, pues, estar seguros de que esta potestad Yo la poseo perfecta y la uso por medio de vosotros, que debéis estar limpios en máximo grado para poder limpiar a quien se acerque a vosotros manchado de pecado. ¿Cómo podría uno juzgar y limpiar, si fuera merecedor de condena y estuviera él mismo sucio? ¿Cómo podría uno juzgar a otro, si tuviera vigas en su ojo y pesos infernales en su corazón? ¿Cómo podría decir: «Yo te absuelvo en nombre de Dios» si, por sus pecados, no tuviese consigo a Dios? Amigos, pensad en vuestra dignidad de sacerdotes. Antes Yo estaba en medio de los hombres para juzgar y perdonar. Ahora me marcho con mi Padre. Vuelvo a mi Reino. No soy despojado de la facultad de juicio; antes bien, toda ella está en mis manos, porque el Padre a mí me la ha confiado. Pero tremendo juicio. Porque se producirá cuando ya no le será posible al hombre atraerse el perdón con años de expiación sobre la Tierra. Todas las criaturas vendrán a mí con su espíritu cuando éste deje, por muerte material, la carne como despojo inútil. Y Yo las juzgaré, una primera vez. Luego, la Humanidad volverá con su vestido de carne, que habrá tomado de nuevo por imperativo celeste; volverá para ser separada en dos partes: los corderos con el Pastor; los cabros agrestes con su Torturador. Pero ¿cuántos serían los hombres que estarían con su Pastor, si después del lavacro del Bautismo no tuvieran ya a nadie que los perdonara en Nombre mío? Por eso creo a los sacerdotes. Para salvar a los salvados por mi Sangre. Mi Sangre salva. Pero los hombres siguen cayendo en la muerte, siguen volviendo a caer en la Muerte. Es necesario que quien tenga la potestad los lave continuamente en mi Sangre, setenta y setenta veces siete, para que no caigan en manos de la Muerte. Vosotros y vuestros sucesores lo haréis. Por ello os absuelvo de todos vuestros pecados. Porque tenéis necesidad de ver, y la culpa, al quitarle al espíritu la Luz que es Dios, ciega. Porque tenéis necesidad de comprender, y la culpa, al quitarle al espíritu la Inteligencia que es Dios, embrutece. Porque tenéis un ministerio de purificación, y la culpa, al quitarle al espíritu la Pureza que es Dios, ensucia. ¡Gran ministerio este vuestro de juzgar y absolver en nombre mío! Cuando vosotros consagréis para beneficio vuestro el Pan y el Vino y hagáis de ellos mi Cuerpo y mi Sangre, haréis una grande, sobrenaturalmente grande y sublime cosa. Para cumplirla dignamente deberéis ser puros, porque tocaréis a Aquel que es el Puro y os nutriréis de la Carne de un Dios. Puros de corazón, de mente, de miembros y de lengua deberéis ser, porque con el corazón deberéis amar la Eucaristía, y no deberán ser mezclados con este amor celeste profanos amores que serían sacrilegio. Puros de mente, porque deberéis creer y comprender este misterio de amor, y la impureza del pensamiento mata la Fe y el Intelecto. Queda la ciencia del mundo, pero muere en vosotros la Sabiduría de Dios. Puros de miembros deberéis ser, porque a vuestro interior descenderá el Verbo como descendió al seno de María por obra del Amor. Tenéis el ejemplo vivo de cómo debe ser un seno que acoge al Verbo que se hace Carne. El ejemplo es la Mujer que me llevó, la Mujer sin pecado original y sin pecado individual. Observad cuán pura es la cima del Hermón, envuelta todavía en el velo de la nieve invernal. Desde el Monte de los Olivos, parece un cúmulo de azucenas deshojadas o de espuma marina, elevándose como una ofrenda sobre el fondo del otro candor, el de las nubes transportadas por el viento de Abril por los campos azules del cielo. Observad, si no, una azucena que abra la boca de su corola para una sonrisa de fragancia. Pues bien, ambas purezas son menos vivas que la del seno que me fue materno. Polvo transportado por los vientos ha caído sobre la nieve del monte y sobre la seda de la flor. El ojo humano no lo percibe, de tan ligero como es; pero está, y deteriora el candor. Y más aún: observad la perla más pura arrancada al mar, arrancada de su concha nativa, para adornar el cetro de un rey. Es perfecta en su apretada textura iridiscente, que ignora el contacto profanador de carne alguna, pues que se ha formado en el cuenco de la madreperla de la ostra, aislada en el fluido zafiro de las profundidades marinas. Y, a pesar de todo, es menos pura que el seno que me tuvo. En su centro está el granito arenoso: un corpúsculo diminutísimo, pero terrestre. En Aquella que es la Perla del Mar no existe partícula de pecado, ni siquiera el fomes del pecado. Perla nacida en el Océano de la Trinidad para traer a la Tierra a la Segunda Persona, Ella es compacta en torno a su centro, que no es semilla de terrena concupiscencia, sino centella del Amor eterno. Centella que, encontrando en Ella respuesta, ha generado los vórtices de la divina Exhalación que ahora a sí llama y atrae a los hijos de Dios: Yo, el Cristo, Estrella de la Mañana. Esta Pureza inviolada es la que os doy como ejemplo. Y cuando, como vendimiadores en un tino, hundís las manos en el mar de mi Sangre y de él sacáis para limpiar las vestiduras de los desdichados que pecaron, sed, además de puros, perfectos, para no mancharos con un pecado mayor, es más: con pecados mayores, derramando y tocando con sacrilegio la Sangre de un Dios o faltando a la caridad y a la justicia negándola, o dándola con un rigor que no es de Cristo -que fue bueno con los malos, para atraerlos a su Corazón, y tres veces bueno con los débiles, para animarlos a la confianza-, usando de este rigor tres veces indignamente, al ir contra mi Voluntad, contra mi Doctrina y contra la Justicia. ¿Cómo puede ser riguroso con los corderos un pastor ídolo? ¡Oh, muy amados míos, amigos a los que envío por los caminos del mundo para continuar la obra que Yo he empezado y que será proseguida mientras dure el Tiempo, recordad estas palabras mías! Os las digo para que se las digáis a los que consagréis para el ministerio en que Yo os he consagrado. Veo… Miro el paso de los siglos… el tiempo y las turbas infinitas de los hombres que estarán -todos- ante mí… Veo… matanzas y guerras, paces falaces y horrendas carnicerías, odio y latrocinio, sensualidad y orgullo. De tanto en tanto un oasis verde: un período de retorno a la Cruz. Como obelisco que señala una onda pura entre 1as áridas arenas del desierto, mi Cruz – después de que el veneno del mal haya infectado de rabia a los hombres- será alzada con amor, y alrededor de ella, plantadas en los bordes de las aguas salubres, florecerán las palmeras de un período de paz y bien en el mundo. Los espíritus, como ciervos y gacelas, como golondrinas y palomas, se acercarán a ese reposado, fresco, nutricio refugio para curarse de sus dolores y recuperar la esperanza. Refugio que apretará sus ramas cual cúpula protectora de las tormentas y el fuerte sol, y mantendrá alejados a serpientes y fieras con el Signo que le hace huir al Mal. Así mientras los hombres quieran.Veo… Muchos hombres… mujeres, viejos, niños, guerreros, hombres de estudio, doctores, campesinos… Todos vienen y pasan con su peso de esperanzas y dolores. Y veo que muchos vacilan porque el dolor es demasiado y la esperanza ha sido la primera en caer de la carga, de la carga demasiado pesada, para hacerse añicos en el suelo… Y veo a muchos que caen en los bordes del camino porque otros más fuertes los empujan, más fuertes o más afortunados respecto a su carga, leve. Y veo a muchos que, sintiéndose abandonados por los que pasan, pisoteados incluso, sintiéndose morir, llegan incluso a odiar y a maldecir. ¡Pobres hijos! En medio de todos éstos, maltratados por la vida, de estos que pasan o caen, mi Amor, intencionadamente, ha diseminado a los samaritanos compasivos, a los médicos buenos, luces en la noche, voces en el silencio, para que los débiles que caen encuentren una ayuda, vuelvan a ver la Luz, vuelvan a oír la Voz que dice: «Ten esperanza. No estás solo. Sobre ti está Dios. Contigo está Jesús». He puesto, intencionadamente, a estas caridades operantes para que mis pobres hijos no se me murieran en el espíritu y perdieran la morada paterna, y para que siguieran creyendo en mí-Caridad viendo en mis ministros mi reflejo. Pero, ¡oh dolor que me haces sangrar la Herida del Corazón como cuando fue abierta en el Gólgota! ¿Qué ven mis Ojos divinos? ¿Acaso no hay sacerdotes entre las turbas infinitas que pasan? ¿Por esto sangra mi Corazón? ¿Están vacíos los seminarios? ¿Mi divina propuesta no suena ya en los corazones? ¿El corazón del hombre ya no es capaz de oírla? No. En los siglos habrá seminarios, y en ellos levitas. De ellos saldrán sacerdotes porque en la hora de su adolescencia mi propuesta habrá sonado con voz celeste en muchos corazones y ellos la habrán seguido. Pero otras, otras, otras voces habrán venido después, con la juventud y la madurez, y mi Voz habrá quedado achicada en esos corazones, mi Voz que habla durante los siglos a sus ministros para que sean siempre lo que vosotros ahora sois: los apóstoles formados en la escuela de Cristo. La vestidura ha quedado, pero el sacerdote ha muerto. En demasiados, durante los siglos, sucederá este hecho. Sombras inútiles y oscuras, no serán una palanca que eleva, una cuerda que tira, una fuente que calma la sed, trigo que sacia el hambre, corazón que sirva de almohada, una luz en las tinieblas, una voz que repita lo que el Maestro le dice; sino que serán para la pobre Humanidad un peso de escándalo, un peso de muerte, parásitos, una putrefacción… ¡Qué horror! ¡Los Judas más grandes del futuro Yo los tendré, de nuevo y siempre, en mis sacerdotes! Amigos, Yo me hallo en la gloria y a pesar de ello, lloro. Siento compasión de estas turbas infinitas, rebaños sin pastores o con demasiado escasos pastores. ¡Una compasión infinita! Pues bien, juro por mi Divinidad que les daré el pan, el agua, la luz, la voz que los elegidos para estas obras no quieren dar. Repetiré a lo largo de los siglos el milagro de los panes y los peces. Con pocos, despreciables pececillos y con escasos mendrugos de pan -almas humildes y laicas- daré de comer a muchos, y quedarán saciados, y sobrará para los que vengan después, porque «tengo compasión de este pueblo” y no quiero que perezca. Benditos los que merezcan ser eso. No benditos porque son eso, sino porque lo habrán merecido con su amor y sacrificio. Y benditísimos aquellos sacerdotes que sepan mantenerse en su condición de apóstoles: pan, agua, luz, voz, descanso y medicina para mis pobres hijos. Con una luz especial resplandecerán en el Cielo. Yo os lo juro, Yo que soy la Verdad. Vamos a levantarnos, amigos. Venid conmigo para enseñaros todavía a orar. La oración es la que alimenta las fuerzas del apóstol, porque lo funde con Dios. Y aquí Jesús se levanta y va hacia la pequeña escalera. Pero, cuando está al pie de la escalera, se vuelve y me mira (a María Valtorta). ¡Me mira! ¡Piensa en mí! Busca a su pequeña «voz». ¡La alegría de estar con sus amigos no le hace olvidarse de mí! Me mira por encima de las cabezas de los discípulos, y me sonríe. Alza la mano bendiciéndome y dice: -La paz sea contigo. Y la visión termina.