El regreso de Tomás y su incredulidad.
Los diez están en el patio de la casa del Cenáculo. Hablan entre sí y luego oran, y después siguen hablando. Dice Simón Zelote: -Estoy verdaderamente afligido por la desaparición de Tomás. No sé ya dónde buscarlo. -Yo tampoco – dice Juan. -Con sus familiares no está. Y nadie lo ha visto. ¿Y si lo hubieran capturado? -Si así fuera, el Maestro no habría dicho: «Diré lo demás cuando esté el ausente». -Es verdad. Yo, de todas formas, quiero ir todavía a Betania. Quizás está por aquellas montañas sin atreverse a mostrarse. -Ve, ve, Simón. Tú nos has reunido a todos y… reuniéndonos, nos has salvado, porque nos has llevado donde Lázaro. ¿Habéis oído qué palabras ha dicho el Señor respecto a Lázaro? Ha dicho: «el primero que en mi Nombre ha perdonado y guiado». ¿Por qué no lo pone en el lugar del Iscariote? – pregunta Mateo. -Porque no querrá dar al perfecto amigo el lugar del traidor – responde Felipe. -He oído hace poco, cuando he estado dando una vuelta por los mercados y he hablado con vendedores de pescado, que… sí, de ellos me puedo fiar, que los del Templo no saben qué hacer con el cuerpo de Judas. No sé quién habrá sido… pero esta mañana, al alba, los guardianes del Templo han encontrado dentro del sagrado recinto su cuerpo putrefacto, todavía con la soga en el cuello. Yo creo que habrán sido paganos los que lo hayan descolgado y lo hayan echado allá… ¡a saber cómo! – dice Pedro. -Sin embargo, a mí ayer tarde, en la fuente, me dijeron -más exactamente, oí decir- que, ya desde el atardecer de ayer, han lanzado con hondas entrañas del traidor hasta incluso contra la casa de Anás. Sin duda, paganos. Porque ningún hebreo habría tocado, después de más de cinco días, ese cuerpo. ¡Bien podrido que estaría! – dice Santiago de Alfeo. -¡Algo horrible, ya desde el sábado! Juan, al recordarlo, palidece. -¿Pero cómo es que terminó en ese lugar? ¿Era suyo? -¿Quién ha sabido algo alguna vez con exactitud de boca de Judas de Keriot! ¿Os acordáis de lo cerrado que era, y complicado? -Puedes decir «embustero», Bartolomé. Nunca era sincero. Durante tres años estuvo con nosotros, y nosotros, que todo lo teníamos en común, ante él estábamos como ante la alta muralla de una fortaleza. -¿De una fortaleza? ¡Simón! ¡Di de un laberinto! – exclama Judas Alfeo. -¡Oye, un momento! ¡No hablemos de él! Me da la impresión de estar llamándolo y que vaya a venir a crearnos fastidio. Yo quisiera cerrar su recuerdo de mí y de todos los corazones, sean hebreos o gentiles; si son hebreos, para no sentir la vergüenza de que nuestra raza haya generado a este monstruo; si son gentiles, para que entre ellos no haya quien un día pueda decirnos: «Fue uno de Israel su traidor». Yo soy un muchacho, y no debería hablar ante vosotros antes. Yo soy el último, y tú, Pedro, eres el primero. Y aquí están el Zelote y Bartolomé, instruidos, y están los hermanos del Señor. Pero, mirad, yo quisiera poner pronto a uno en el duodécimo puesto, uno que fuera santo, porque mientras vea ese puesto vacío en nuestro grupo, veré la boca del infierno con sus hedores en medio de nosotros. Y tengo miedo de que nos extravíe… -¡No, hombre, Juan! Te has quedado impresionado por la fealdad de su delito y de su cuerpo colgado… -No, no. También la Madre dijo: «He visto a Satanás viendo a Judas de Keriot». ¡Oh, démonos prisa en buscar a un santo al que poner en ese lugar! -Oye, yo no elijo a nadie. Si Él, que era Dios, ha elegido a un Iscariote, ¿qué elegirá el pobre Pedro? -Pues, a pesar de todo, si que tendrás que… -No, amigo. Yo no elijo nada. Se lo pediré al Señor. ¡Basta ya de pecados cometidos por Pedro! -Muchas cosas debemos pedir. La otra noche nos hemos quedado como alelados. Pero debemos buscar instrucción. Porque… ¿Cómo nos las arreglaremos para comprender si una cosa es realmente pecado, o si no lo es? Ya ves cómo el Señor habla sobre los paganos de forma distinta de como hablamos nosotros. Ya ves cómo disculpa más una cobardía o el hecho de renegar, que la duda sobre su posible perdón… ¡Oh, yo tengo miedo de actuar equivocadamente – dice, desconsolado, Santiago de Alfeo. -Verdaderamente nos ha hablado mucho, y tengo la impresión de no saber nada. Desde hace una semana estoy entontecido – confiesa, desconsolado, el otro Santiago. -Yo también. -Y yo. -También yo. Están todos en las mismas condiciones. Atónitos, se miran unos a otros y recurren a la consabida solución: -Vamos donde Lázaro – dicen – Quizás allí encontramos al Señor. Y… Lázaro nos ayudará. Llaman al portón. Guardan todos silencio y escuchan. Todos emiten una exclamación de estupor al ver entrar en el vestíbulo a Elías junto con Tomás (un Tomás tan enajenado, que no parece él). Sus compañeros se arremolinan en torno a él con gritos de júbilo: -¿Sabes que ha resucitado y ha venido? -¡Y te espera a ti para volver! -Sí. Me lo ha dicho también Elías. Pero yo no lo creo. Yo creo en lo que veo. Y veo que para nosotros todo ha terminado. Veo que estamos desperdigados. Veo que no existe ni siquiera un sepulcro conocido donde llorarle. Veo que el Sanedrín quiere deshacerse de su cómplice -cuya sepultura decreta, como si se tratara de un animal inmundo, al pie del olivo donde se ha ahorcado- y de los seguidores del Nazareno. A mí me echaron el alto el viernes, en las puertas, y me dijeron: «¿También tú eras uno de lo suyos? Ya está muerto. Vuelve a tu oficio de batihoja». Y he huido… -Pero ¿a dónde? ¡Te hemos buscado por todas partes! -¿A dónde? Fui hacia la casa de mi hermana, a Rama; pero luego, para no sufrir el reproche de una mujer, no me atreví a entrar. Así que di en vagar por las montañas de Judea y ayer terminé en Belén, en su gruta. ¡Cuánto lloré!… Me quedé dormido entre los cascotes, y allí me encontró Elías, que no sé por qué había ido allí. -¿Por qué? Pues porque en las horas de alegría o de dolor demasiado grandes, se va a donde más se siente a Dios. Yo muchas veces en estos años había ido allí de noche, como un ladrón, para sentirme acariciar el alma por el recuerdo de su vagido. Y luego me alejaba de allí con los primeros rayos del sol, para no ser apedreado; pero ya estaba consolado. Esta vez he ido allí para decirle a ese lugar: «Me siento feliz», y para recoger de él todo lo que podía. Hemos decidido hacerlo así. Nosotros queremos predicar su Fe. Y para ello nos darán fuerza un trozo de esas paredes, un puñado de esa tierra, una astilla de aquellos postes. No somos santos como para atrevernos a tomar la tierra del Calvario… -Tienes razón, Elías. También tendremos que hacerlo nosotros, y haremos. Pero… ¿Tomás?… -Tomás dormía y lloraba. Le dije: «Despiértate y no llores más. Ha resucitado». No quería creerme. Pero insistí tanto, que lo convencí. Aquí lo tenéis. Ahora está con vosotros y yo me retiro. Voy a reunirme con mis compañeros, que van a Galilea. La paz a vosotros. Elías se marcha. -Tomás, ha resucitado; yo te lo digo. Ha estado con nosotros. Ha comido. Ha hablado. Nos ha bendecido. Nos ha perdonado. Nos ha dado potestad de perdonar. ¡Oh! ¿Por qué no has venido antes? Tomás continúa abatido, no reacciona; menea, testarudo, la cabeza. -No creo. Habéis visto un fantasma. Estáis todos fuera de quicio; las primeras, las mujeres. Un hombre muerto, por sí solo, no resucita. -Un hombre, no; pero Él es Dios. ¿No lo crees? -Sí. Creo que es Dios. Pero precisamente porque lo creo pienso y digo que, a pesar de toda su bondad, no puede ser tan bueno como para venir a quienes lo han amado tan poco; y digo que, a pesar de toda su humildad, debe estar ya harto de rebajarse en esta mísera carne nuestra. No. Estará, sin duda lo está, triunfante en el Cielo; y, quizás, se aparecerá como espíritu. Digo «quizás»: ¡no merecemos tampoco eso! Pero, ¿resucitado en carne y hueso?… No, no lo creo. -¡Pero si lo hemos besado, lo hemos visto comer, hemos oído su voz, sentido su mano, visto sus heridas! -Nada. Yo no creo. No puedo creer. Debería ver para creer. Si no veo en sus manos el agujero de los clavos y no meto dentro el dedo, si no toco las heridas de los pies y si no meto la mano en donde la lanza abrió el costado, no creo. No soy ni un niño ni una mujer. Quiero la evidencia. Lo que mi razón no puede aceptar lo rechazo. Y no puedo aceptar estas palabras vuestras. -¡Pero Tomás! ¿Te parece que te queramos engañar?-¡No, almas de Dios! Dichosos vosotros, más bien, que sois tan buenos, que queréis llevarme a esa paz que con vuestra ilusión habéis conseguido para vosotros. Pero… yo no creo en su Resurrección. -¿No temes que te castigue? Ten en cuenta que oye y ve todo. -Pido que me convenza. Yo tengo una razón, y, por tanto, hago uso de ella. Él, que es el Dueño de la razón humana, que me enderece la mía si está desviada. -Pero Él decía que la razón es libre. -A mayor razón para que no la haga esclava de una sugestión colectiva. Yo os quiero, y quiero al Señor. Le serviré como pueda, y estaré con vosotros para ayudaros a servirle. Predicaré su doctrina Pero no puedo creer si no veo. Y Tomás, testarudo, sólo se presta oídos a sí mismo. Le hablan de todos los que lo han visto, y de cómo lo han visto. Le aconsejan que hable con la Madre. Pero él menea la cabeza, estando sentado en su asiento de piedra (más piedra él que el asiento). Testarudo como un niño, repite: -Creeré si veo… Ésta es la palabra clave de los desdichados que niegan aquello que, admitiendo que Dios todo lo puede, es tan dulce y santo creer.