En la fiesta de los Tabernáculos. Joaquín y Ana poseían la Sabiduría.
Antes de proseguir hago una observación.
La casa no me ha parecido la de Nazaret, bien conocida. Al menos la habitación es muy distinta. Con respecto al huerto – jardín, debo decir que es también más amplio; además, se ven los campos, no muchos, pero… los hay. Después, ya casada María, sólo está el huerto (amplio, eso sí, pero sólo huerto). Y esta habitación que he visto no la he observado nunca en las otras visiones. No sé si pensar que por motivos pecuniarios los padres de María se hubieran deshecho de parte de su patrimonio, o si María, dejado el Templo, pasó a otra casa, que quizás le había dado José. No recuerdo si en las pasadas visiones y lecciones recibí alguna vez alusión segura a que la casa de Nazaret fuera la casa natal.
Mi cabeza está muy cansada. Además, sobre todo por lo que respecta a los dictados, olvido enseguida las palabras, aunque, eso sí, me quedan grabadas las prescripciones que contienen, y, en el alma, la luz. Pero los detalles se borran inmediatamente. Si al cabo de una hora tuviera que repetir lo que he oído, aparte de una o dos frases de especial importancia, no sabría nada más. Las visiones, por el contrario, me quedan vivas en la mente, porque las he tenido que observar por mi misma. Los dictados los recibo. Aquéllas, por el contrario, tengo que percibirlas; permanecen, por tanto, vivas en el pensamiento, que ha tenido que trabajar para advertir sus distintas fases.
Esperaba un dictado sobre la visión de ayer, pero no lo ha habido.
Empiezo a ver y escribo.
Fuera de los muros de Jerusalén, en las colinas, entre los olivos, hay gran multitud de gente. Parece un enorme mercado, pero no hay ni casetas ni puestos de venta ni voces de charlatanes y vendedores ni juegos. Hay muchas tiendas hechas de lana basta, sin duda impermeables, extendidas sobre estacas hincadas en el suelo. Atados a las estacas hay ramos verdes, como decoración y como medio para dar frescor. Otras, sin embargo, están hechas sólo de ramos hincados en el suelo y atados así ; éstas crean como pequeñas galerías verdes. Bajo todas ellas, gente de las más distintas edades y condiciones y un rumor de conversación tranquilo e íntimo en que sólo desentona algún chillido de niño.
Cae la tarde y ya las luces de las lamparitas de aceite resplandecen acá y allá por el extraño campamento. En tomo a estas luces, algunas familias, sentadas en el suelo, están cenando; las madres tienen en su regazo a los más pequeños, muchos de los cuales, cansados, se han quedado dormidos teniendo todavía el trozo de pan en sus deditos rosados, cayendo su cabecita sobre el pecho materno, como los polluelos bajo las alas de la gallina. Las madres terminan de comer como pueden, con una sola mano libre, sujetando con la otra a su hijito contra su corazón. Otras familias, por el contrario, no están todavía cenando. Conversan en la semioscuridad del crepúsculo esperando a que la comida esté hecha. Se ven lumbres encendidas, desperdigadas; en torno a ellas trajinan las mujeres. Alguna nana muy lenta, yo diría casi quejumbrosa, mece a algún niño que halla dificultad para dormirse.
Encima, un hermoso cielo sereno, azul cada vez más oscuro hasta semejar a un enorme toldo de terciopelo suave de un color negro – azul; un cielo en el que, muy lentamente, invisibles artífices y decoradores estuvieran fijando gemas y lamparitas, ya aisladas, ya formando caprichosas líneas geométricas, entre las que destacan la Osa Mayor y Menor, que tienen forma de carro con la lanza apoyada en el suelo una vez liberados del yugo los bueyes. La estrella Polar ríe con todos sus resplandores.
Me doy cuenta de que es el mes de Octubre.
Aparece en la escena Ana. Viene de una de las hogueras con algunas cosas en las manos y colocadas sobre el pan, que es ancho y plano, como una torta de las nuestras, y que hace de bandeja. Trae pegado a las faldas a Alfeo, que va parla que te parla con su vocecita aguda. Joaquín está a la entrada de su pequeña tienda (toda de ramajes). Habla con un hombre de unos treinta años, al que saluda Alfeo desde lejos con un gritito diciendo: «Papá». Cuando Joaquín ve venir a Ana se da prisa en encender la lámpara.
Ana pasa con su majestuoso caminar regio entre las filas de tiendas; regio y humilde. No es altiva con ninguno. Levanta a un niñito, hijo de una pobre, muy pobre, mujer, el cual ha tropezado en su traviesa carrera y ha ido a caer justo a sus pies. Dado que el niñito se ha ensuciado de tierra la carita y está llorando, ella le limpia y le consuela y, habiendo acudido la madre disculpándose, se lo restituye diciendo:
-¡Oh, no es nada! Me alegro de que no se haya hecho daño. Es un niño muy majo. ¿Qué edad tiene?».
– Tres años. Es el penúltimo. Dentro de poco voy a tener otro. Tengo seis niños. Ahora querría una niña… Para una mamá es mucho una niña….
-¡Grande ha sido el consuelo que has recibido del Altísimo, mujer! – Ana suspira.
La otra mujer dice:
– Sí. Soy pobre, pero los hijos son nuestra alegría, y ya los más grandecitos ayudan a trabajar. Y tú, señora – todos los signos son de que Ana es de condición más elevada, y la mujer lo ha visto – ¿Cuántos niños tienes?
– Ninguno.
-¿Ninguno! ¿No es tuyo éste?
– No. De una vecina muy buena. Es mi consuelo…
-¡Oh! – La mujer pobre la mira con piedad.
Ana la saluda con un gran suspiro y se dirige a su tienda.
– Te he hecho esperar, Joaquín. Me ha entretenido una mujer pobre, madre de seis hijos varones, ¡fíjate! Y dentro de poco va a tener otro hijo.
Joaquín suspira.
El padre de Alfeo llama a su hijo, pero éste responde: «Yo me quedo con Ana. Así la ayudo.
Todos se echan a reír.
– Déjalo. No molesta. Todavía no le obliga la Ley. Aquí o allí… no es más que un pajarito que come- dice Ana, y se sienta con el niño en el regazo; le da un pedazo de torta y, creo, pescado asado. Veo que hace algo antes de dárselo. Quizás le ha quitado la espina. Antes ha servido a su marido. La última que come es ella.
La noche está cada vez más poblada de estrellas y las luces son cada vez más numerosas en el campamento. Luego muchas luces se van poco a poco apagando: son los primeros que han cenado, que ahora se echan a dormir. Va disminuyendo también lentamente el rumor de la gente. No se oyen ya voces de niños. Sólo resuena la vocecita de algún lactante buscando la leche de su mamá. La noche exhala su brisa sobre las cosas y las personas, y borra penas y recuerdos, esperanzas y rencores. Bueno, quizás estos dos sobrevivan, aun cuando hayan quedado atenuados, durante el sueño, en los sueños.
Ana está meciendo a Alfeo, que empieza a dormirse en sus brazos. Entonces cuenta a su marido el sueño que ha tenido:
– Esta noche he soñado que el próximo año voy a venir a la Ciudad Santa para dos fiestas en vez de para una sola. Una será el ofrecimiento de mi hijo al Templo… ¡Oh! ¡Joaquín!…
– Espéralo, espéralo. Ana. ¿No has oído alguna palabra? ¿El Señor no te ha susurrado al corazón nada? – Nada. Un sueño sólo…
– Mañana es el último día de oración. Ya se han efectuado todas las ofrendas. No obstante, las renovaremos solemnemente mañana. Persuadiremos a Dios con nuestro fiel amor. Yo sigo pensando que te sucederá como a Ana de Elcana.
– Dios lo quiera… ¡Si hubiera, ahora mismo, alguien que me dijera: «Vete en paz. El Dios de Israel te ha concedido la gracia que pides»!…
– Si ha de venir la gracia, tu niño te lo dirá moviéndose por primera vez en tu seno. Será voz de inocente y, por tanto, voz de Dios.
Ahora el campamento calla en la oscuridad de la noche. Ana lleva a Alfeo a la tienda contigua y lo pone sobre la yacija de heno junto a sus hermanitos, que ya están dormidos. Luego se echa al lado de Joaquín. Su lamparita también se apaga, una de las últimas estrellitas de la tierra. Quedan, más hermosas, las estrellas del firmamento, velando a todos los durmientes.
Dice Jesús:
– Los justos son siempre sabios, porque, siendo como son amigos de Dios, viven en su compañía y reciben instrucción de Él, de Él que es Infinita Sabiduría.
Mis abuelos eran justos; poseían, por tanto, la sabiduría. Podían decir con verdad cuanto dice la Escritura cantando las alabanzas de la Sabiduría en el libro que lleva su nombre: «Yo la he amado y buscado desde mi juventud y procuré tomarla por esposa».
Ana de Aarón era la mujer fuerte de que habla el Antepasado nuestro. Y Joaquín, de la estirpe del rey David, no había buscado tanto belleza y riqueza cuanto virtud. Ana poseía una gran virtud. Toda las virtudes unidas como ramo fragante de flores para ser una única, bellísima cosa, que era la Virtud, una virtud real, digna de estar delante del trono de Dios.
Joaquín, por tanto, había tomado por esposa dos veces a la sabiduría «amándola más que a cualquier otra mujer»: la sabiduría de Dios contenida dentro del corazón de la mujer justa. Ana de Aarón no había tratado sino de unir su vida a la de un hombre recto, con la seguridad de que en la rectitud se halla la alegría de las familias. Y, para ser el emblema de la «mujer fuerte», no le faltaba sino la corona de los hijos, gloria de la mujer casada, justificación del vínculo matrimonial, de que habla Salomón; como también a su felicidad sólo le faltaban estos hijos, flores del árbol que se ha hecho uno con el árbol cercano obteniendo copiosidad de nuevos frutos en los que las dos bondades se funden en una, pues de su esposo nunca había recibido ningún motivo de infelicidad.
Ella, ya tendente a la vejez, mujer de Joaquín desde hacía varios lustros, seguía siendo para éste «la esposa de su juventud, su alegría, la cierva amadísima, la gacela donosa», cuyas caricias tenían siempre el fresco encanto de la primera noche nupcial y cautivaban dulcemente su amor, manteniéndolo fresco como flor que el rocío refresca y ardiente como fuego que siempre una mano alimenta. Por tanto, dentro de su aflicción, propia de quien no tiene hijos, recíprocamente se decían «palabras de consuelo en las preocupaciones y fatigas».
Y la Sabiduría eterna, llegada la hora, después de haberlos instruido en la vida, los iluminó con los sueños de la noche, lucero de la mañana del poema de gloria que había de llegar a ellos, María Santísima., la Madre mía. Si su humildad no pensó en esto, su corazón sí se estremeció esperanzado ante el primer tañido de la promesa de Dios. Ya de hecho hay certeza en las palabras de Joaquín: «Espéralo, espéralo… Persuadiremos a Dios con nuestro fiel amor». Soñaban un hijo, tuvieron a la Madre de Dios.
Las palabras del libro de la Sabiduría parecen escritas para ellos: «Por ella adquiriré gloria ante el pueblo… por ella obtendré la inmortalidad y dejaré eterna memoria de mí a aquellos que vendrán después de mí». Pero, para obtener todo esto, tuvieron que hacerse reyes de una virtud veraz y duradera no lesionada por suceso alguno. Virtud de fe. Virtud de caridad. Virtud de esperanza. Virtud de castidad. ¡Oh, la castidad de los esposos! Ellos la vivieron, pues no hace falta ser vírgenes para ser castos. Los tálamos castos tienen por custodios a los ángeles, y de tales tálamos provienen hijos buenos que de la virtud de sus padres hacen norma para su vida.
Mas ahora ¿dónde están? Ahora no se desean hijos, pero no se desea tampoco la castidad. Por lo cual Yo digo que se profana el amor y se profana el tálamo.